Marte, que está detrás del nombre de marzo, es el dios de la guerra. Bajo su raíz romana encarnaba la violencia y a la vez la valentía. También lo masculino, la sexualidad y el horror. Pero antes de aquella evolución, estuvo vinculado a Maris un Dios-niño de origen etrusco quien veía por la fertilidad y las cosechas. Se le representaba como un pastor, a veces con alas. Hay quienes también lo relacionan con un centauro llamado Mares, muerto y resucitado tres veces. Y la resurrección es una idea implicada en la guerra: luego de que todo sentido ha sido destruido ¿es posible renacer? Muchos pueblos han demostrado que sí. No de la misma manera como lo que eran anteriormente, sino en una forma derivada de aquello que, sin embargo, cambia y se renueva. Marzo podría ser, en ese caso, un mes para el sacrificio que, mediante la violencia, permite retornar. Aunque el horror que provoca pueda enloquecer.

Entre los ingleses existe la frase “Loco como una liebre de marzo”. Su origen es la guerra, justamente, que las liebres macho libran para conseguir la atención de las hembras, gracias a que su comportamiento resulta tan errático que parecen fuera de sí. Lewis Carroll nombra de ese modo a uno de sus personajes que acompaña a un Sombrereo acusado por la Reina de “matar el tiempo”, sinónimo de la ruptura del sentido ordenado en periodos. Todo conflicto que termina por destruir aquello que estaba ya edificado hace algo así: cambia los ciclos.

En esa famosísima canción compuesta por Tom Jobim, e interpretada junto a Elis Regina, Águas de Março, los brasileiros hacen su magia; lo que parecería una melodía de apariencia simple y sin preocupaciones es un canto en honor de la mutación:

Es de noche, es muerte, es una trampa, es un arma […]

Un cuchillo, una muerte, el final de la carrera

Y la orilla del camino habla de las aguas de marzo

Es el fin de toda tensión, es la alegría en tu corazón.

1.- La pandemia de marzo

Los mejores años para muy pocos, los peores para muchos. Los míos resultaron ser un tránsito para la renovación mediante el dolor. Un cierto despertar. El 11 de marzo de 2020 la OMS declaró de manera oficial el estatuto de pandemia global al SARS-CoV-2. Para mí, quizá como para muchos, en un inicio me pareció que todo iba a terminar en una anécdota sobre un montón de malinterpretaciones y sensacionalismo periodístico y no en una crisis global. Error causado probablemente por la ingestión de memes y sobredosis de bailes idiotas en TikTok —recuerdo que incluso llegué a difundir un videíto de la cumbia del Coronavirus donde Winnie Pooh, La Sirenita y el Pato Donald bailaban de manera coordinada—. Y unos meses después de que nos encerraran a todos en nuestras moradas, comenzó la angustia. Muertos por doquier, amigos y familiares en las peores condiciones emocionales, crisis de fronteras y más violencia mediática. Luego, los aparatos de control abriendo ventanas para que nuestra subjetividad se objetivara en pantallitas de video y malabares delirantes como parte del nuevo trabajo. La maquinaria necesitó de más muertos y paranoia todavía un año después, cuando comenzaron los primeros brotes de demencia. La guerra dosificada en el rechazo y la incredulidad de que las cosas pudieran mejorar. Yo, a diferencia de muchos que se quedaron sin trabajo, unos meses antes de que todo comenzara había aceptado uno en una universidad. Ahí se me pedía que organizara coloquios y simposios en línea (además de otras lindezas). Yo lo hacía en un inicio con cierta emoción, pues, como mucha gente me decía, al menos recibía un sueldo en tiempos de crisis y tenía un proyecto realizable. Y sí. Sin embargo, luego de un año, la saturación al organizar reuniones y atender instrucciones por WhatsApp me quemó la cabeza. Entonces decidí irme a las montañas, donde seguí laborando, mientras que en los momentos libres meditaba. Y un día, de regreso a las oficinas, luego de no haber visto por año y medio a casi ningún ser humano de manera presencial, al saludar con emoción a uno de quienes atendían al público en las ventanillas del posgrado en el que estaba mi oficina, este me respondió con una indiferencia abismal —no lo juzgo, pues en realidad nunca supe bien cómo la había pasado—. Pero luego de esa frialdad, de esa forma lejana y sin sensibilidad para conmigo, que a la postre resultaba un otro cualquiera que le saludaba queriendo celebrar que al menos seguíamos vivos, fue que decidí presentar mi renuncia irrevocable.

2.- Días perfectos

Lou Reed, compositor e ícono del underground, nació en Brooklin el 2 de marzo de 1942. Eran tiempos de la posguerra, lo que daría a los nacientes de la época padres enloquecidos que muy poco antes habían visto cadáveres destrozados en todos los formatos mediáticos. Momentos entre un autoritarismo extremo y una nueva manera de percibir “la paz”. Y de ello solo algunos fueron capaces de salir ¿cuerdos? Lo pienso en la generación de mis propios padres, más o menos de la misma edad que Reed: contradictorios, en el límite de una frontera del sentido, quienes con dificultad son capaces de dubitar sobre el significado de, por ejemplo, un golpe… que ya han propinado. Lo entiendo: era difícil zafarse de sus propios padres, dominados por el miedo, quienes ni siquiera dudaban de sus condiciones morales. Reed a los 14 años fue tratado con electroshocks y terapia de choque, debido a su comportamiento y una homosexualidad naciente. ¿Cómo perdonas luego eso? Quizá con manifestación. Ahí su lucidez: no una iluminación que viene de algún lugar incierto, sino provocada por haber intentado permanecer entre tanto desvarío y despotismo. Reed fue un neoyorkino modelo, cosmopolita en el único sentido que imagino puede ser posible. Hay, justamente al respecto, una cita de Don DeLillo en su libro Cosmópolis que le queda muy bien: “Hay estrellas muertas que aún brillan porque su luz está atrapada en el tiempo. ¿Dónde me sitúo en esta luz que no existe estrictamente?”. Donde se pueda, en un día que no es perfecto, pero que podría serlo si lo percibes desde la levedad. Su música está escrita partiendo de las poéticas del fracaso, no solo individual sino colectivo. Lou Reed representa a los residuos humanos provocados por las decisiones de estupidez y despilfarro bélico, quien fue capaz de relatar su tiempo, negociado desde los días de discordia pacificada por el control y la locura.

3.- 8M

Por mí sí: que lo rompan todo. Se dicen hoy muchas cosas sobre las revoluciones de colores. Probablemente tengan razón, porque la furia puede ser manipulada por los peores intereses. Y entiendo que uno de los bienes más preciados de un pueblo es que sea capaz de adquirir pericia en las técnicas de la política, lograda mayormente con formación y práctica (no solo “institucional”, si es posible). Pero no es cosa fácil encausar las potencias del alma cuando no se dan alternativas reales. ¿Realpolitik? Acá la realpolitik: recientemente una de las denominadas “madres buscadoras” de nombre Sofía Raygoza, quien había denunciado en el 2023 la desaparición de su hija, fue asesinada en Zacatecas. Lo peor es que algo así ya es recurrente. Con todo el dolor a cuestas, una madre que pide justicia es a su vez ultimada. Es decir, no es posible tocar fondo si no se atiende el problema de manera prioritaria. Porque la realpolitik está también llena de intereses, de economías relacionales, de pesos y contrapesos que entorpecen cualquier interlocución que no sea corrupta. Luego, si se va a pactar políticamente, lo siniestro comprende también a la demagogia y a los preceptos que no son revisados a detalle. Si bien Walter Benjamin, por ejemplo, al hablar de la violencia, hace hincapié en la revisión de los medios y no de los fines que la provocan —lo que implicaría la justificación jusnaturalista—, ¿qué ocurre cuando el diálogo, como medio legitimado para resolver el descontento, se rompe de manera manifiesta con el asesinato de una madre que busca justicia? Luego de eso, ¿valdrá más la nariz de mármol del Benito Juárez de tu sueños o el cuerpo de una niña calcinada?

4.- Los carnavales paganos

Los carnavales son regulados por la temporalidad calendaria de la Iglesia, que rinde honores a la Semana Santa, la Cuaresma y el Miércoles de Ceniza. Max Gluckman, antropólogo sudafricano, habló de los rituales de rebelión que en muchas sociedades se han llevado a cabo y que permiten la puesta en juego de lo instituido en una cultura dada. Por un lado, son liberadores de la presión de los significados aceptados por el poder que regula las pulsiones de lo social. Estudió, por ejemplo, el caso del pueblo suazi, donde el rey consentía que sus súbditos le insultaran en público solo un día al año. Algo así son los carnavales. Jacob Burckhardt en el siglo XIX planteó la idea de que la palabra carnaval tenía su origen en la frase “carrus navalis”, nombre usado para una mascarada en la que se terminaba por construir una ofrenda naval que era lanzada al agua a nombre de Isis, deidad de la fertilidad y la vida. Pero en Roma las fiestas llamadas “Liberalia” se celebraban rindiendo culto al “Padre Liber”, entidad del vino y también de la fertilidad. El 17 de marzo se llevaban a cabo sacrificios, procesiones y cantos sexuales. Las bacanales, en honor a Baco, eran similares. En la Edad Media tenían lugar grandes comilonas y la coronación de reyes grotescos, lo cual implicaba sátira política e irreverencia. Aunque en México los carnavales más conocidos comienzan en febrero, es en marzo donde se ubican sus mejores días. El de Mazatlán, uno de los más antiguos, tiene origen en 1827 cuando los soldados que vigilaban el puerto organizaron una mascarada. Una sutil rebelión —militares travestidos—, sintomática de las tensiones de lo marcial donde cualquier subjetividad es controlada.