Alberto Durero,

en 1515,

hizo un grabado

de un rinoceronte que nunca vio.

Aquel icónico dibujo

referente hasta finales del siglo XVIII,

se basó en una descripción

del mercader moravo:

Valentim Fernandes;

un ejercicio de écfrasis

dirían los retóricos.

En la Antigüedad,

Ctesias,

médico griego

fue el primero en mencionarlo

como un colorido asno silvestre

con un solo cuerno.

Después,

Plinio el Viejo,

en su Historia Natural,

hizo mención de él,

como acérrimo enemigo de los elefantes,

pero

fue durante la Edad Media

que lo mitificaron unicornio.

Yo, como Durero,

(y quizá sus antecesores)

seis siglos después,

nunca he visto a un rinoceronte real.

Cuando mis padres

me llevaron al zoológico,

la jaula de Carlos,

el único rinoceronte negro

en Chapultepec,

estaba en reparación,

como casi todo,

en ese tiempo,

en este país.

Si tuviera que describirlo

comenzaría hablando de

Escobar y sus hipopótamos,

poco a poco

a esos tiernos animales

los pintaría de color gris

 y endurecería su piel

para después

hablar del cuerno

que lo corona.

Ahora,

seis siglos después,

observo a los últimos ejemplares

de rinocerontes

por pantallas orgánicas,

los sigo en circuitos cerrados

de algunos zoológicos,

los sueño por las noches,

pienso en el pueblo

imaginario de Ionesco,

en el que

una pandemia

convirtió

a todos

en rinocerontes.

Apoyo la campaña del

Partido Rinoceronte

en Quebec,

Canadá,

y quiero con ellos

derogar la ley de la gravedad;

reducir la velocidad de la luz,

acabar con el crimen

aboliendo todas las leyes,

convertir al chicle bomba en la moneda nacional.

Se han vuelto una obsesión,

un caso de estudio,

pero

yo,

cada mañana, 

lo que más deseo,

es,

dibujar,

describir,

el rostro de mi padre,

muerto hace un año,

así como Durero

talló a su rinoceronte.

Comenzaría

Por explicar

el  reconfortante abrazo

(cada cumpleaños)

Para hablar de su piel.

Hablaría de su escucha atenta

para mencionar sus orejas.

Mencionaría su mirada

tersa y curiosa,

(mirando el cómo

y no el porqué).

Imaginaría

un atardecer en el Pacífico

y tendría su gesto.

Pensaría en la espuma del mar

y en segundos

escucharía su risa,

que refrescaba

el espacio.

Y para hablar de fuerza,

de ese doble cuerno que el sólo tenía,

tendría que contarles

sobre caídas

hospitales

choques

viajes entre la selva

muertes

embarazos

arte

estudios

decisiones

rutinas

constancia

amor

silencios.

Pero,

así como cada tiempo tiene sus tecnologías,

la mente también,

y

la mía,

por ahora,

aún no está lista.