Mi abuelo trabajó casi veinte años en la Ruta 100. Aún conserva su gafete de mecánico general tipo A, con el logo de la empresa y su foto medio borrosa en blanco y negro. A veces, cuando platicamos de sus historias, pienso que Ruta 100 fue más que una empresa de transporte urbano, fue un fenómeno, un pulpo con mil tentáculos, un símbolo de movilidad popular y, para muchas familias como la mía, el soporte de toda una historia.

Ruta 100 nació en octubre de 1981 como una empresa paraestatal, creada por el entonces Departamento del Distrito Federal que estaba bajo el mando de Carlos Hank González (un miembro impresentable del PRI, como casi todos) y tenía como fin organizar y sistematizar el transporte público de una ciudad en crecimiento y modernización, como lo era el ex Distrito Federal. En aquellos años, el sistema de trasporte estaba dominado por rutas “concesionadas” operadas de manera irregular, sin controles de calidad, ni horarios estables. La Red de Transporte Urbano (RTU), más tarde conocida como Ruta 100, buscaba profesionalizar el servicio y consolidar rutas eficientes.

Según el investigador Bernardo Navarro Benítez, “la creación de Ruta 100 fue una de las primeras políticas públicas que intentó enfrentar la fragmentación del transporte colectivo y su relación con el crecimiento urbano desbordado de la capital”[1]. Mi abuelo, siempre decía que con Ruta 100 llegó “el orden” al transporte, pues por primera vez, los choferes, mecánicos y trabajadores tenían seguridad social, acceso a créditos y una forma organizada de trabajo.

A mediados de la década de 1980, cuando yo nací, Ruta 100 operaba una flota de 7 500 autobuses y cubría alrededor de 262 líneas, transportando a diario a más de cuatro millones de usuarios, según datos del propio Gobierno del Distrito Federal[2]. Era un coloso urbano de mil tentáculos que interconectaba zonas periféricas con el metro, hospitales, mercados y centros laborales. Según mi abuelo, las rutas más conocidas eran la 1 (Indios Verdes-Ciudad Universitaria), la 57 (Xochimilco-Chapultepec), y la 76 (San Felipe de Jesús-Tepito), tenían horarios fijos, tarifas accesibles y pasajes gratuitos para adultos mayores y personas con discapacidad.

El sistema operaba bajo un esquema mixto de rutas troncales y alimentadoras, lo que permitía articular las zonas conurbadas con el centro de la capital y, en tal solo unos años (1993), se había constituido como una de las redes de transporte público más grandes de América Latina.

Para los trabajadores de Ruta 100, esta no era solo un proyecto del DDF, fue, sobre todo, una empresa profundamente politizada, pues contaba con una de las organizaciones sindicales más fuertes del país: el Sindicato Único de Trabajadores de Autotransportes Urbanos de Pasajeros Ruta 100 (SUTAUR-100). Este sindicato impulsó luchas laborales significativas durante los años ochenta y principios de los noventa. Mi abuelo, militante activo del sindicato, me contaba cómo se discutía no solo el salario, sino también la función social del transporte. “Mover a la gente es mover a la ciudad”, decía.

En 1989, tras una huelga que inició el 3 de mayo, el Sutaur-100 logró firmar un contrato colectivo con avances importantes en jubilación, vivienda y becas para hijos de trabajadores; sin embargo, este poder político y organizativo pronto comenzó a incomodar. En palabras del historiador Carlos Illades, “el sindicalismo independiente en Ruta 100 representaba un foco de resistencia frente a las políticas neoliberales que ya se venían impulsando a nivel federal”[3].

La extinción de Ruta 100 fue anunciada el 7 de abril de 1995, en plena crisis económica posterior al “error de diciembre”. A la una y media de la madrugada de ese sábado, policías armados con escudos y toletes tomaron el control de los 27 módulos operativos (encierros) de la paraestal, e impidió el ingreso del personal, que a las tres de la mañana se presentó a sus respectivos lugares de trabajo para iniciar las corridas del día. La administración del regente Óscar Espinosa Villarreal declaró la quiebra técnica de la empresa, argumentando deudas por más de 1 500 millones de pesos y un supuesto déficit operativo. No obstante, varios investigadores han señalado que la quiebra fue más una decisión política que técnica. Según un informe del Centro de Estudios del Transporte, “la liquidación de Ruta 100 fue parte del proceso de desmantelamiento de las empresas públicas en la ciudad y del avance del modelo de concesiones privadas”[4].

Tras la extinción de ruta 100, las calles de la Ciudad de México se llenaron de mantas, altavoces y miles de trabajadores uniformados con los colores de Ruta 100 durante los meses que siguieron. Recuerdo que mi abuelo asistía casi a diario a los plantones frente a la Secretaría de Gobernación, con su termo de café en la mano y una credencial colgada al cuello que decía: «Extrabajador Ruta 100». Las protestas no eran improvisadas: se trataba de movilizaciones organizadas por el SUTAUR-100, que exigía la liquidación justa de más de 12 000 trabajadores despedidos sin previo aviso, así como el pago de salarios caídos y fondos de retiro. “Nos quitaron el trabajo de un día para otro, sin explicar nada”, decían muchos de ellos en entrevistas recogidas por medios como La Jornada[5].

Las manifestaciones más significativas incluyeron cierres de avenidas como Reforma, Tlalpan y Eje Central, además de bloqueos en estaciones del metro y paros intermitentes de transporte en zonas periféricas, como Iztapalapa y Gustavo A. Madero. En julio de 1995, los trabajadores realizaron una marcha multitudinaria que partió del Monumento a la Revolución hacia el Zócalo, exigiendo que se revocara el decreto de liquidación. A pesar de la presión social, la respuesta del gobierno fue la judicialización del conflicto: líderes sindicales como Ricardo Barco y once más fueron detenidos y acusados de malversación de fondos por más de nueve millones de pesos del fondo de ahorro de los trabajadores, en un contexto político que buscaba desarticular la resistencia laboral. El movimiento no logró revertir la extinción de la empresa, pero dejó testimonio de una lucha obrera que marcó un precedente en la defensa del transporte público como un derecho y no como una mercancía.

Mi abuelo siempre sostuvo que fue un castigo por el activismo sindical. Más de 12 000 trabajadores quedaron desempleados de un día para otro. Algunos fueron reubicados en la recién creada Red de Transporte de Pasajeros (RTP), pero la mayoría tuvo que buscar otros medios para sobrevivir. Muchos, como él, terminaron manejando taxis o microbuses.

Con la desaparición de Ruta 100 también se perdió un modelo de transporte público gestionado desde una lógica social. Lo que vino después fue una fragmentación aún mayor: concesiones a privados, proliferación de rutas y “peseros” y un deterioro en la calidad del servicio. Hoy, mientras viajo por Calzada de Tlalpan o Avenida de los Insurgentes en el Metrobús, pienso en aquellos años en que mi abuelo trabajaba y no sé si la ciudad funciona mejor o peor, pero cuando pienso en los Ruta 100 y toda gente que laboró, pienso a Ruta 100 como un pulpo de mil tentáculos que controlaba la ciudad.


[1] Navarro Benítez, B. (2001). “El transporte público y la ciudad de México: historia y desafíos actuales”, en Revista Transporte y Territorio, Universidad Autónoma Metropolitana.

[2] Gobierno del Distrito Federal (1994). Informe anual de actividades de Ruta 100.

[3] Illades, C. (2010). El sindicalismo y la transición en México, Fondo de Cultura Económica.

[4] Centro de Estudios del Transporte, UAM-Azcapotzalco (1997). La desaparición de Ruta 100: diagnóstico, contexto y consecuencias.

[5] Entrevistas personales a extrabajador de Ruta 100 (1983-1995).