Hay momentos en los que la lectura nos devuelve la esperanza de otros lugares y vidas posibles, nos impele a regiones distantes y distintas de la nuestra; viajamos a través de las palabras y nos imaginamos aquellos personajes que cobran vida mediante sus verbos y predicados.

Así ocurre con Lemuel Gulliver (primero cirujano y luego capitán de muchos barcos) en sus viajes a lo largo de remotas naciones en el mundo, que fueron creados por Jonathan Swift y publicados en octubre de 1726 por Benjamin Motte.

La trascendencia de Los viajes de Gulliver fue inmediata y contundente, producto de al menos seis años de trabajo, de acuerdo con correspondencia que el autor sostuvo con otros autores de la época, quienes formaban parte del club Scriblerus de Londres, una sociedad literaria dedicada al ejercicio de la crítica mediante tertulias y que solía escribir de forma colectiva bajo el seudónimo de Martinus Scriblerus.

Los temas plasmados en la obra de Swift resuenan y siguen vibrando en el ánimo del viajero colonialista que pretende descubrir, pero también en el migrante que vive entre el destierro y el exilio y que pierde por completo su identidad. Para entender esta clave hay que observar la obra publicada en 1719 por Daniel Defoe: Robinson Crusoe, el arquetipo de inglés colonizador que mediante el uso de la razón se adapta y conquista, o al menos prevalece, sobre las poblaciones caníbales de americanos.

Ambas obras (Los viajes de Gulliver y Robinson Crusoe) forman parte del gran relato de conquista; una ficción hecha realidad en el caso Defoe, como arquetipo del colonialismo puritano anglosajón, y una ficción asimilada mediante varias apropiaciones, reinvenciones, redescubrimientos o (re)interpretaciones en el caso de Swift.

Pero no debemos alejarnos mucho de la obra dedicada a Gulliver para entender su finalidad, en la cuarta parte y cerca del final puede leerse que su propósito es: “informar e instruir al género humano, propósito para el que puedo, sin modestia, preciarme de cierta superioridad, basada en las enseñanzas recibidas durante el largo tiempo que conversé con los houyhnhnms más eminentes”.

Además de las muchas parodias, metáforas y analogías con las cortes de Inglaterra, se observa que hay una crítica al memorial de Estado, mecanismo con el cual se obliga a los súbditos,

pues cualesquiera tierras que un súbdito descubre pertenecen a la Corona. […] Pero dudo que nuestras conquistas en los países de que trato fuesen tan fáciles como fueron las de Hernán Cortés sobre americanos desnudos. Creo que los liliputenses apenas valen el gasto de una flota y un ejército para reducirlos, y pregunto yo si sería prudente ni seguro atacar a los brobdingnagianos, y si un ejército inglés se encontraría muy tranquilo con la isla volante sobre sus cabezas. (p. 234)

Dicen que uno ve lo que quiere ver, o interpreta lo que quiere de una obra literaria, pero no leemos para obtener respuestas, sino para abrirnos la imaginación a la duda y a la maravilla descubierta en el pensamiento mediante la palabra. Yo quiero ver una crítica al colonialismo y puedo mirar a Gulliver en un “Gigante ahogado” (dirigido por Tim Miller, producido por Netflix y lanzado el 14 de mayo del 2021 a través de esta plataforma en internet).

Debo confesar que la primera vez que supe de este personaje fue justo a través de la televisión, gracias a la miniserie producida en 1996, protagonizada por Ted Danson, y que me dejó profundamente impresionado a mis 10 u 11 años. También la palabra gullivera mencionada como sinónimo de cabeza en La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess (llevada luego a la pantalla grande en 1971 por Stanley Kubrick) nos conduce veloz a este tropo.

Así, lo que comenzó como una lluvia de ideas se convirtió en una tormenta de referencias, desde la música, la intertextualidad, el oficio de la escritura y las connotaciones de la palabra; conforme avanzo en la escritura el teclado de la computadora y los teléfonos móviles alimento un algoritmo por medio del teclado predictivo adquirido por Microsoft en el 2016, y ahora impuesto en algunas de mis redes sociales, que curiosamente se llama Swiftkey.

La literatura y la ficción suelen hacer predicciones de milagrosas a funestas; el trabajo de quien escribe ha pasado ahora a formar parte del algoritmo predictivo y tendencioso, la creatividad, como ese territorio indómito, tiene cada vez más expediciones turísticas mediante drones de la palabra y el colonialismo del pensamiento racional, con su respectiva instrumentalización.

Dicen que la lectura de los clásicos forma parte de la materia misma de la Literatura, el canon literario, el campo donde podemos hallar las joyas de la palabra escrita, pulidas y acabadas por la mano y la mente maestra de un autor o autora que ha tenido la genialidad de escribir dichas obras.

Pero la realidad es que el trabajo contemporáneo de escribir es una mezcla ingrata de mano de obra hiperbarata y trabajo creativo que muchas veces poco o nada importa como finalidad misma, sea por el anonimato impuesto por la institución, el ghostwriting o la necesidad que busca ser resuelta con pragmatismo escribiendo y hasta rotulando ideas para vender productos y servicios mediante la publicidad.

Pero no es mi intención extraer luz de los pepinos, más bien mirar las herencias del pensamiento y la palabra a través de las llamadas “grandes obras de la literatura universal”, recomendarles la obra original o traducida y traer del pasado ya sea a Jonathan Swift o Lemuel Gulliver para dialogar en silencio y reconocernos en ellos.

Swift, J. [1726] (2003). Los viajes de Gulliver. Espasa Calpe.