¿Es diferente estar gobernado por Trump que por Biden? ¿Puede el posfascismo trumpista retornar? ¿Cómo se relaciona todo esto con la crisis pandémica y el cambio climático? En la primera parte hablamos de algunas cosas que habían cambiado con la llegada de Biden al poder y de los discursos que han surgido alrededor de ello. Ahora abordemos otros aspectos…

III
No es la polarización, es el neoliberalismo

Cualquiera que sea el futuro de los posfacistas, no hay que olvidar que la restauración del statu quo, el neoliberalismo centrista encarnado por Joe Biden, es insuficiente; es como apagar un incendio, pero sin reparar el cortocircuito que lo causó.

Hoy en día, en el discurso de izquierda se utiliza “liberalismo” de manera genérica para referirse a esta tradición filosófica en su forma hegemónica presente. Pero como no es la única forma de liberalismo ni histórica ni reciente, prefiero llamarla con el nombre específico de “neoliberalismo centrista”, que incluye también a los gobiernos de Clinton y Obama, (así como a Emmanuel Macron en Francia o a Enrique Peña Nieto en México), en oposición al neoliberalismo posfacista de Trump y sus similares y al neoliberalismo conservador de Reagan, Tatcher y los Bush.

El neoliberalismo, entendido como el conjunto de políticas que favorecen un mercado lo más libre posible, una intervención mínima del gobierno en la economía y el desmantelamiento del estado de bienestar, creó las condiciones que provocaron la llegada del Invierno Fascista, así como de casi todos los problemas que han atormentado al mundo en los últimos años. ¿Les parece ésta una afirmación exagerada? Veamos…

Las políticas neoliberales han producido una desigualdad socioeconómica extrema y que no para de crecer, misma que a su vez ha resultado en la pérdida de seguridad y control de las clases medias y bajas sobre sus propias vidas, descomposición del tejido social, crisis de liderazgo y representatividad, como comenté en este artículo. Además, como señala el historiador Joseph Hall-Patton en este video-ensayo, nada causa polarización política como la desigualdad y nada causa desigualdad como el neoliberalismo.

Otro de los culpables de la polarización y la radicalización son las redes sociales. En ellas se difunde muchísima desinformación, que a menudo alimenta las teorías conspiratorias, mismas que sostienen ideologías de odio. Además, las redes favorecen la formación de burbujas ideológicas en las que las personas solo reciben discursos que reafirman sus creencias, de forma que hasta las más extravagantes terminan pasando al mainstream.

Pero no es el problema no es solo la existencia de las redes sociales o de la tecnología que las hace posibles. En dos ensayos publicados en The Jacobin [aquí y aquí], se apunta cómo las críticas y alarmas contra el poder e influencia de las redes sociales tienden a ignorar el aspecto económico. Es decir, que nos enfrentamos a entidades con tendencias monopólicas, controladas por individuos extremadamente ricos que hacen del lucro su principal motivación, sin que importe un comino el bienestar de las sociedades y las personas. Ultimadamente, la decisión de lo que se publica y se difunde está en manos de un oligopolio, mismo que ha vuelto tóxica la esfera de la información con algoritmos que favorecen tenernos constantemente enfurecidos a cambio de clics. El enorme poder de estas corporaciones es resultado de un sistema socioeconómico que les ha permitido acumularlo sin límites.

Donald Trump ha sido expulsado de Facebook y Twitter, junto con otras figuras prominentes de la extrema derecha. Puede ser solo mi percepción, pero me parece que el contenido ultraderechista está menos omnipresente en las redes sociales que hace apenas un año. Se necesitó una revuelta de fanáticos conspiranoicos invadiendo el Capitolio para que las plataformas se dieran cuenta de que era necesario poner un alto a los discursos extremistas (o quizá se necesitó que vieran que Trump ya estaba derrotado y que ya no era buen negocio jugar a su favor).

Pero estas nuevas políticas también incluyeron la supresión de discursos críticos contra el racismo, la misoginia o el clasismo. Las nuevas normas comunitarias de la plataforma provocan que un usuario sea castigado por cualquier comentario altisonante, y esto es porque Facebook quiere hacer equivalente negar el Holocausto a decir cosas como “pinches gringos” cuando se critica el imperialismo. Facebook sigue bloqueando voces críticas contra el statu quo [aquí].

Este falso centrismo se expresa también en la nueva propuesta de Joe Biden de estrategia contra el terrorismo doméstico. Después de años que expertos en seguridad lo advirtieran, por fin se clasificarán como “extremistas violentos domésticos” a individuos y agrupaciones cuyo “odio étnico, racial o religioso los lleven a la violencia” con un énfasis especial en las ideologías “enraizadas en la creencia de la superioridad de la raza blanca”.

Todo eso está muy bien; el problema es que allí mismo se incluye “anarquistas extremistas, que se oponen violentamente a todas las formas de capitalismo, globalización corporativa e instituciones de gobierno a las que perciben como dañinas para la sociedad”. Es decir, tenemos de nuevo el viejo y deshonesto discurso pseudocentrista que pretende que el problema no es la extrema derecha en particular, sino el extremismo en general, y que hay el mismo nivel de violencia y de peligro proveniente de ambos extremos.

Digo, si de verdad hubiera grupos anarquistas por el mundo plantando bombas y matando gente inocente, eso sería un problema, pero no es así. No es posible hacer honestamente equivalencias entre las acciones de grupos anarquistas o anticapitalistas y lo que han hecho los nacionalistas blancos, neonazis, milicias derechistas e incels, como les he platicado en este ensayo.

Aunque no se está prohibiendo “toda forma de anticapitalismo”, como exclamaron alarmados algunos izquierdistas despistados en redes, sí hay razones para pensar que estas nuevas disposiciones puedan ser usadas para atacar a grupos activistas y movimientos de protesta como Black Lives Matter y Antifa.

IV
No fue 2020, es el capitalismo

Cuando estábamos acercándonos al final del 2020, mucha gente se expresaba con alivio, esperando que con ello terminaran los horrores que habían estado azotando a la humanidad, como si ese periodo de 366 días hubiera sido maldecido por alguna deidad cósmica y la maldición terminara después del 31 de diciembre.

Sin embargo, desde los incendios forestales que arrasaron Australia hasta la helada que golpeó Texas, pasando por la sequía que azotó a México, la tormenta que inundó porciones de mi natal Mérida, muchos de los desastres que hicieron del 2020 el peor año de la vida de muchas personas encuentran su origen en el cambio climático antropogénico. Así también la peor pandemia en un siglo, la que nos ha llevado a muchos a estar en cuarentena desde hace más de año y medio. Los científicos han alertado que con el cambio climático podemos esperar más pandemias. Otro factor sería la destrucción de los ecosistemas por las industrias agropecuaria, la tala y la minería.

Eso no es todo: la crisis de opiáceos que ha llegado a disminuir la expectativa de vida del estadounidense promedio (una tendencia que nunca se había visto en la historia del mundo desarrollado) es producto de políticas que favorecen los negocios de las farmacéuticas. Y la aparición de las “superbacterias” inmunes a los antibióticos es resultado de la falta de regulación a la industria de alimentos de origen animal. La creciente desigualdad económica empeora todos esos problemas; tanto las pandemias como la crisis climática afectan a los más pobres, mientras que los ultrarricos encuentran maneras de lucrar con el desastre.

El cambio climático es resultado de la actividad industrial sin regulación ni límites, a su vez propia del capitalismo salvaje [aquí, aquí, aquí, aquí], algo que cada vez más instancias van reconociendo y sólo grupúsculos cada vez más extremistas siguen negando. Combatir efectivamente el cambio climático requeriría de transformaciones drásticas en nuestro sistema socioeconómico y político y una serie de esfuerzos titánicos que requerirían una cooperación internacional como no se ha visto desde la Segunda Guerra Mundial. Como esos cambios afectarían los intereses de corporaciones billonarias, estas han apoyado a los políticos de ultraderecha que se oponen a la cooperación internacional, como expliqué extensamente por acá.

La derecha, en particular la ultra, es ferozmente ecocida. Quemará todo lo que tenga que quemar para favorecer los intereses de las clases acomodadas. Pero el neoliberalismo centrista ofrece algo que es apenas un poco mejor. No dispuesto a renunciar a su compromiso de proteger a quienes se benefician de las injusticias del sistema, sigue en la quimérica búsqueda de un “punto medio” entre hacer lo necesario para asegurar la supervivencia de nuestra especie y preservar las fortunas de los ultrarricos. El regreso de Estados Unidos al Acuerdo de París es algo bueno, es mejor que nada, pero es insuficiente para llegar a los objetivos necesarios si queremos evitar una catástrofe, incluso si los países subscriptores los estuvieran cumpliendo, cosa que no hacen [aquí, aquí y aquí].

Aquí no hay punto medio, o por lo menos no donde lo están buscando. Tampoco podemos esperar la salvación de milagros tecnológicos como los que prometen los magnates de Silicon Valley. No hay solución posible que deje el statu quo intacto. Ese es un camino sin salida, un desperdicio del tiempo que ya se nos está acabando [aquí y aquí].

El capitalismo, por lo menos en su forma actual, no puede frenar el cambio climático, no puede impedir las próximas pandemias ni que se sigan incubando corrientes reaccionarias. Si lo anterior te hace pensar en palabras como socialismo, y esto te asusta, vale, pero por lo menos hay que reconocer que se necesitan medidas que regulen las actividades destructivas para el medioambiente, aumentar drásticamente los impuestos a los ultrarricos, distribuir mejor la riqueza para acabar con esta obscena desigualdad y asegurar servicios públicos para mejorar la calidad de vida de las personas en todo el mundo.

V
¿Para qué sirve el fascismo?

Grandes obras historiográficas como Los orígenes del totalitarismo de Hanna Arendt o El asalto a la razón de Georg Lukacs nos recuerdan que el nazismo no surgió de la nada, sino que tiene sus raíces en la historia, la sociedad y la cultura de Occidente. Lo mismo con los posfascismos y neonazismos de nuestro siglo XXI: son el resultado de condiciones creadas por el sistema socioeconómico predominante en nuestros días.

Pero eso no es todo. A lo largo de la historia las élites económicas han apoyado el surgimiento de regímenes fascistas en países propios y extraños, a los cuales han visto como formas para frenar los movimientos sociales que prometen emancipar a las clases trabajadoras y amenazan sus intereses. Recuerden las alabanzas de Churchill a Mussolini. Y no, mi apuesto amigo de la culebrita, ni el fascismo en general ni el nazismo en particular son de izquierda; son de ultraderecha y siempre favorecieron a la clase empresarial.

Ultimadamente, los ricos y poderosos están menos comprometidos con una ideología en particular que con cualquier cosa que les permita seguir siendo ricos y poderosos. Si pueden hacerlo bajo la democracia liberal, qué bien, pero si es necesario recurrir a tiranías fascistas, tampoco molesta.

Históricamente, el capitalismo liberal solo hace la guerra al fascismo cuando este se vuelve expansionista y amenaza a otros propios imperios. La Segunda Guerra Mundial fue menos una lucha entre la democracia y la tiranía que entre unos imperios y otros imperios rivales. Mussolini y Hitler se fueron, pero las democracias liberales dejaron a Franco gobernar a sus anchas porque servía como barrera contra el comunismo. A lo largo del siglo XX, Estados Unidos apoyó dictaduras militares por toda América Latina, mismas que favorecían los intereses de las corporaciones estadounidenses.

Con esto a la vista, algunos izquierdistas han comentado que el fascismo cumple la función de ser la mano dura del capitalismo. Es el recurso extremo que el capitalismo emplea para asegurar su supervivencia cuando las condiciones creadas por él mismo son tan intolerables, el descontento social tan grande y las ideologías alternativas tan populares, que no tiene más remedio que recurrir a la brutalidad absoluta. No es casualidad que la ola de fascismo original surgiera tras la Primera Guerra Mundial y recibiera un impulso de la crisis económica de 1929. Cuando el fascismo cumple su función y el capitalismo está de nuevo bien asentado, simplemente se le deja morir y se permite un regreso a la normalidad de la democracia liberal. Véanse las historias de Franco y Pinochet, por ejemplo.

Esto no quiere decir que los capitalistas hayan creado al fascismo, a manera de teoría conspiratoria, sólo que algunos gobiernos liberales lo han aprovechado siempre que han podido. De la misma forma, la crisis económica de 2008 generó mucho descontento social y un deseo generalizado de transformar el sistema, que se vio en la forma de movimientos como Occupy Wall Street y el ascenso de figuras como Bernie Sanders. Luego el postfascismo trumpista llegó a tiempo para decir vade retro a las corrientes progresistas que se habían estado gestando, y por último el regreso a la normalidad neoliberal centrista se siente como un alivio. La clave está en no detenernos aquí, en nunca pensar que esta “normalidad” es aceptable.

Lo que he venido comentando se centra sobre todo en los Estados Unidos, pero mucho de ello también aplica para América Latina y otros países. La experiencia de este Invierno Fascista, de la pandemia global y de la crisis climática debería servir para sacudirnos de nuestro sopor complaciente, para dejar de creer que vivimos en un sistema fundamentalmente justo que mejorará solo dejándosele evolucionar. Debe servirnos para ver las monstruosidades que puede producir un statu quo que durante demasiado tiempo muchos han querido hacernos aceptar como normal, natural o inevitable. Para despertar y mirar que hemos estado como sonámbulos caminando al borde del abismo. Y para soñar, trabajar y luchar por mejores realidades.