En la primera entrega de esta serie sobre mi relación con el aprendizaje de la lengua árabe comencé con la pregunta “¿Por qué quieres aprender árabe?” hecha por mis compañeros de estudio cuando se cruzan nuestros caminos en las redes. En una lectura reciente de dicho texto, me doy cuenta de que mi respuesta no abundó en el proceso de introspección al que me lleva tal cuestionamiento. Siento como si fuera necesario dar un argumento “correcto” o hablar de algo trascendente. La verdad es que mi interés por el árabe tiene un poco que ver con curiosidad, un poco con azar y otro más con conveniencia. En días de mal humor, preferiría optar por la respuesta corta: me gustan las lenguas. Punto.
Quizá haya quien aprecie la franqueza, pero definitivamente no es la respuesta que se merece alguien que tuvo los tamaños para iniciar la conversación con un extraño (lo cual no suelo hacer yo). A primera vista, la cuestión me parece un tanto irrelevante, aunque entiendo que es distinto si alguien quiere aprender algo porque tiene demasiado tiempo libre o ciertas compulsiones de erudito, o si alguien necesita dominar una cierta habilidad para su subsistencia. Pensándolo un poco más, la pregunta me perturba precisamente porque me parece que debería existir una buena razón para adentrarse en una lengua impopular en el contexto mexicano. La gente acá habla de lo fundamental que es el inglés para prácticamente cualquier profesión, mientras que lenguas romances como francés, portugués o italiano suelen estudiarse por su parentesco con el español. Hay otros más que se aventuran al alemán, chino o japonés para vincularse con las empresas provenientes de estos países, e incluso hay quienes llegan al coreano por su relevancia para la cultura pop en estos tiempos. ¿Pero árabe? Ni siquiera el reciente Mundial de futbol en Qatar agitó tanto las aguas para generar mucho interés en aprenderlo.
¿Qué les contesto, entonces? Sin meterme en muchas complicaciones, he llegado a ciertas conclusiones generales que retomo del escrito citado unos párrafos arriba. En primer lugar, me confieso como un enamorado absoluto del alifato, de esos trazos ligados y curvos con lunares por arriba y por abajo. Mi segunda motivación tiene más relación con ese vínculo que tendemos a pasar por alto entre el árabe y el español. Los ocho siglos de dominio árabe en el sur de la península ibérica dejaron una herencia que llega hasta nosotros cada vez que decimos almohada, alberca, azúcar, hasta u ojalá, por mencionar sólo un puñado de palabras que vienen de ahí. Dado que en la universidad tuve un acercamiento al griego clásico y al latín (más como turista que como amplio conocedor de ellas), me quedaba la curiosidad de saber qué tanto había llegado del árabe al español del siglo XXI. ¿Suena bien? ¿Convincente? Los interlocutores árabes parecen satisfechos.
Si bien los argumentos anteriores son verdad, esa no es la historia completa. ¿Hay espacio aquí para la respuesta larga? A mis posibles compañeros de estudio evito causarles demasiado aburrimiento con el chisme completo, pero con ustedes hay más confianza. Permítanme, pues, extenderme en el asunto.
Debo precisar que mi afición por las lenguas no viene de la infancia o adolescencia. En esos tiempos, me parecía caro e impráctico destinar parte de mi tiempo extra-escolar a esta tarea, dado que casi la única manera de dar cabida a ese tipo de estudio era inscribirse en cursos especiales en escuelas de idiomas, las cuales o bien no estaban muy cerca de casa o no eran baratas. Además, solía pensar que con inglés bastaba y sobraba: nunca vi a esta lengua como un aprendizaje extra, sino como una materia en la escuela y un medio para tener acceso a mi entretenimiento diario de música, videojuegos y cómics. En mis tiempos (dijo el cuarentón), los últimos dos estaban poco presentes en versiones castellanas, por lo que, para divertirse, había que “anglizarse”.
La universidad y las lecturas de Dante, Hölderlin, Rimbaud y otros —a quienes debía leer en su respectiva traducción— motivaron mi interés en acercarme a las lenguas de sus autores, aunque sólo pude hacerlo en forma hasta que terminaron los estudios de licenciatura; ante el inminente desempleo, decidí tomar el tiempo y los ahorros disponibles para ahora sí tomar cursos en centros de idiomas que, para mi sorpresa, no resultaron tan caros ni imprácticos. Además de lo anterior, la evolución de la “red de redes” simplificó el acceso a materiales de apoyo para el estudio; ahora conseguir música en otros idiomas no implicaba ordenar un CD carísimo por el puro gusto de practicar la pronunciación francesa o alemana, pues ya existían canales de streaming musical para echarle un oído a los hits en lenguas extranjeras que ayudarían a apuntalar su adquisición. Por supuesto, el ejemplo anterior puede extenderse a conseguir libros en PDF, acceso a periódicos y revistas, videos, y más recursos para motivar al aprendiz inquieto y ávido de ampliar sus capacidades.
La chispa ya estaba encendida, sólo había que seguir echándole carbón. Tras años de tomar cursos en distintos centros llegué al CELE de Ciudad Universitaria (en la UNAM) buscando maestros de alemán distintos a los que ya había tenido hasta ese punto (parece ser que no abundan); sin embargo, descubrí que los cursos de idiomas de alta demanda —llámese inglés, francés, alemán e italiano— no están disponibles para alumnos no pertenecientes a la Máxima Casa de Estudios, mi caso en esos momentos. En lugar de rehusarme a inscribirme ahí, decidí elegir una lengua no tan solicitada y aprender algo nuevo. No recuerdo bien las otras alternativas, sólo puedo decir que la conveniencia tuvo un lugar preponderante en mi preferencia. Es cierto que el bicho de la maurofilia ya me había picado desde los días de universidad, pero también debo añadir que el horario se ajustaba a mis otras actividades; de no haber sido así, probablemente estas líneas serían sobre ruso o japonés. A pesar de lo anterior, la conveniencia no duró mucho, pues precisamente los cambios de horario inesperados de un semestre al siguiente dejaron mi avance en el árabe apenas en la capacidad de identificar las grafías y poder decir algunas frases básicas.
En los años posteriores, mi afición a los idiomas (excluyendo al inglés, el cual se volvió mi medio de trabajo) se limitó a prácticas esporádicas con canciones, podcasts y tweets. Fue hace unos 4 o 5 años que un alumno habló de HelloTalk en una clase. Después de la inicial desconfianza, opté por darle una oportunidad a la app. Quedé embelesado con el mar de posibilidades que ofrecía, al punto que terminé por acceder a la versión Premium, la cual me permitiría incluir como parte de mis preferencias más de una lengua de aprendizaje. Con esta versión podría ponerme en contacto con hablantes nativos de 3 lenguas extranjeras interesados en aprender y practicar español. Las primeras dos ya estaban decididas: francés y alemán, que llevaba tiempo trabajando. ¿Cuál sería la tercera? Quizá se sorprendan, pero no fue árabe; en aquel momento, pensaba en realizar un muy anhelado viaje a Grecia (aún en añoranza) y tuve la intención de llegar con algo más allá de los rudimentos que me quedaban de mis días de griego clásico en una oscura caverna de mi memoria. La combinación español o inglés-griego no fue tan exitosa como esperaba y, al modificar el perfil, puse mi apuesta en las letras moras, sin esperar demasiado.
No esperaba lo que vino a continuación. Desconozco si HelloTalk sea una app particularmente popular en el mundo árabe o si, más bien, de este lado del planeta tendemos a olvidar que hay tantos y tantos millones de hablantes nativos de esa lengua. De hecho, ya me salí de la versión Premium, pero mantengo árabe como mi idioma por aprender. El contacto frecuente con los hablantes de árabe me ha traído conversaciones fascinantes, mejora en mi manejo de este idioma, e incluso amistades que han trascendido el mero intercambio lingüístico, mucho de lo cual busco transmitir en esta serie.
Hasta aquí la respuesta larga. Desconozco si mis interlocutores árabes tengan una experiencia similar con el español. En realidad, cuando reviro la pregunta también me dan réplicas sucintas. Quienes provienen de Marruecos, Argelia y Túnez se interesan en la lengua dada su cercanía con España. Otros, como mi buen compañero MK se plantean ampliar sus horizontes profesionales en Europa y otros lugares del mundo dominando varios idiomas masivamente usados, aunque su amor por el español también llegó a través de la música latina, incluyendo a cantantes mexicanos como Christian Nodal. Aún más curioso es el saudí Ahmed, que solía compartir sus audios en la plataforma recitando poemas de Benedetti, Sabines y hasta canciones de Armando Manzanero (con una voz y un acento que podrían derretir icebergs). Termino refiriéndome al omaní A, quien aparecerá con frecuencia en las entradas por venir, en busca de mejorar su español para visitar estas tierras como reportero durante la próxima Copa del Mundo de futbol en 2026. En la medida de mis posibilidades, daré lo mejor para que este objetivo se cumpla.