Debo aceptarlo, no tengo interés en volver a ver una película de Woody Allen, a quien admiré por años, y aunque ha sido exonerado de las acusaciones de abuso sexual en su contra, creo en el testimonio de Dylan Farrow, la hijastra de Allen. Si bien antes formaron parte de mi niñez, detesto las películas en donde aparece Schwarzenegger por sus posiciones antimexicanas. Lo mismo me ocurre con la de por sí estéticamente insatisfactoria música de otros antimexicanos declarados: Bunbury, Eminem o Justin Bieber. Y eso que no me considero particularmente nacionalista. Pero, por otro lado, admiro enormemente a Borges aunque me parece impresentable en términos políticos y me causa conflicto su apoyo abierto a las dictaduras argentinas de los sesenta y setenta. Tolkien era franquista. Céline era antisemita. Pero decido no dejarlos de leer. ¿Por qué? ¿Cómo distingo entre unos y otros casos? ¿Será que estoy más que dispuesto a dejar Un detective en el kínder, pero no puedo pensar mi vida sin El Aleph? ¿Es que como cultura hemos arribado a un tema que nos supera, que no somos capaces aún de dilucidar, pero sobre el que se nos urge a tomar una postura casi a diario? Estamos en una encrucijada en que el juicio de las mayorías dicta la supervivencia pública y la moral de los individuos está siendo evaluada con tanto detalle como su producción artística. La cancelación se ha vuelto un signo de nuestra época. Más vale que nos dediquemos unos minutos a pensarla antes de abrazarla o rechazarla por completo. Es parte de nuestro zeitgeist actual, no podemos darle la vuelta, pues eventualmente nos alcanzará. Eventualmente cancelaremos o seremos cancelados.

El problema de la cancelación es, a mi parecer, la falta de reflexión sobre sus presupuestos filosóficos. Así que no intentaré definir mi posición (pues no la tengo), pero sí cómo nos planteamos frente al fenómeno:

1) En contra. La posición tradicionalista, que no es necesariamente conservadora, pero que defiende la idea de la autonomía de las obras artísticas: nada, ni la execrable vida del autor, puede desacreditar una obra maestra. Esta idea subsiste sobre varios pilotes, independientes entre sí: a) puede provenir del biografismo horaciano decimonónico cuya es fórmula grandes obras = grandes hombres = espíritu de la época, es decir, el hombre de genio tiene derecho a llevar la vida que desea, sus razones tendrá y nosotros debemos estar agradecidos porque el resultado será una gran obra, qué importa si Coco Chanel fue espía nazi si sus diseños fueron revolucionarios; b) puede provenir del mito del artista maldito, los iconoclastas Rimbaud o Baudelaire desafiando la norma cultural vigente con sus preferencias sexuales, sus furias etílicas, sus desórdenes públicos, todo ello aceptable a posteriori por la crítica literaria, siempre y cuando su obra valga la pena el esfuerzo de tolerar sus intemperancias; puede provenir de uno de los conceptos estructuralistas estelares: “la muerte del autor”, de Barthes, o el autor implícito de Genette, ideas que se han mantenido rígidas en el análisis inmanentista de las obras y que niegan la relevancia de la biografía del autor para el análisis: qué importa si el autor era antisemita o asesino serial, solo importa el texto.

Estas líneas de pensamiento se enfrentan a la cancelación desde la postura del liberal que presiente en ella una buena dosis de censura, que combate la dictadura de la opinión pública o que defiende el poder de la obra de arte por sí misma, sin importar de dónde o de quién venga. Y vaya que tiene puntos de vista válidos: nadie quiere ver una esfera pública totalitaria cancelando a destajo todo lo que no parece virtuoso ante su mirada (a menudo incapaz de ver sus propios demonios).

2) A favor. La posmoderna, que no es necesariamente innovadora o antisistema, que defiende la idea de que la cancelación por fin termina con el yugo textocéntrico de nuestra cultura y les da sitio a las experiencias de sufrimiento como fuente legítima de la expresión cultural. Esta idea subsiste gracias a varios postulados, por lo general extraídos de la tradición de la historia social y de los estudios culturales. Revalorar lo autobiográfico devenido en autoficción o el testimonio como valor estético por encima, e incluso en oposición, a la imaginación (basta de hombres que escriban novelas con protagonistas mujeres, como el icónico caso de Carmen Mola, o de blancos que filmen historias de negros o de ricos que hagan discursos sobre la pobreza, etcétera). Ahora resulta que está prohibido imaginarse que uno es el otro, un acto crucial de la compasión, aunque es también un vil acto que propicia el consumo. Esta es una de las fronteras prohibidas de la cancelación, una de sus contradicciones más complejas. Por otro lado, la reivindicación de causas sociales y sus respectivas expresiones artísticas está detrás de la poética de la cancelación como una forma de hacer visible lo que hasta ahora permanecía oculto. Revelar al autor, resucitarlo para que sea visto como lo que en realidad es, se plantea como una contrateoría radical frente a la narratología. Los valores literarios no pueden ser autónomos de quien los enuncia; la subjetividad, aunque entidad teórica, debe tener un peso mayor que la teoría misma. Podemos pensar que suprimir la identidad entre narrador y autor, en una obra determinada, nos permite hacer un análisis teóricamente “correcto”, aunque en realidad nos coloca en una posición neutral que, en una época de posicionamientos políticos duros, no puede ser sino conservadora o, al menos, tibia.

Así que yo, como todos, a veces me siento con derecho a cancelar, aunque lo haga en silencio, pero a veces no. No, no es nada sencillo. Y tener que estar sistemáticamente en contra o a favor solo complica más las cosas. Si todos podemos coincidir en que tener una voz pública implica un grado de responsabilidad, ¿por qué no asumir el costo que esa responsabilidad puede tener al conducirnos en nuestra vida privada? Si tenemos una voz y sabemos esa voz alcanza a otros, ¿no estamos abriendo el camino en dos vías? Si alzo la voz, alguien buscará en mis miserias y mis contradicciones si tengo derecho a hacerlo. Es natural. Alguien podrá decir: sí, en los discursos políticos y filosóficos buscamos ese difícil virtuosismo que hermana los actos y los dichos, es decir, la congruencia. Pero el arte, ¿no es acaso un espacio de libertad absoluta en donde no aplican las reglas de la congruencia política ni de ninguna otra, salvo los de la expresión, que debe ser coherente consigo misma? Si se piensa así, revísese a los autores canónicos. En muchos casos la obra es un proyecto ético, una utopía de la condición humana. ¿Alguien hubiera aceptado la obra de Paul Celan o a Walter Benjamin si se descubriera ‒estoy haciendo una hipótesis nada más‒ que en secreto apoyaban al Nacionalsocialismo? La cancelación nos obliga a pensar qué estaríamos dispuestos a aceptar y qué rechazaríamos de ese denso entramado que es la vida en contraste con la obra. El tema da para tanto que es incluso extraño que no hubiera entrado en nuestro radar crítico sino hasta ahora. 

La poética de la cancelación, como la entiendo ahora, implica la posibilidad de integrar al análisis y la valoración de las obras artísticas algunos componentes biográficos específicos del autor, en especial los comportamientos políticos y sexuales de toda su vida.          

El problema de aceptar la poética de la cancelación es que no hay límites claros para hacerlo, pues muchas veces proviene del clamor de una opinión pública en gran medida anónima o únicamente con presencia virtual. Y, como sabemos, no hay forma de predecir el comportamiento de ese ente feroz al que llamamos “las redes”.  Los segmentos sociales que demandan la cancelación parten de supuestos informativos, a veces confirmados por el sistema legal o por el testimonio de testigos quienes, por supuesto, tienen el derecho de ser creídos y validados en los relatos de sufrimiento que llevan a cuestas. Pero es justamente aquí en donde la cancelación encuentra su panorama más brumoso. Se cancela con la misma energía pública a un artista acusado por una voz anónima que por un tribunal. Y no hablo solo de pruebas en el orden jurídico. El sonado caso de Weinstein tenía tal carga testimonial que mucho antes de que le fuera dictada la sentencia que hoy lo tiene preso, se sabía que su infame historial era verdad. No se trata de defender la postura legalista: la justicia, lo sabemos, no funciona siempre. Tener un veredicto de inocencia no garantiza nada en nuestras sociedades opacas. Pero del otro lado, la justicia de las voces y los dichos puede crucificar a cualquiera. Mientras la poética de la cancelación se base en inestables criterios de coyuntura, no siempre dilucidados con claridad, será un elemento de análisis artístico sumamente volátil.

¿Delimitar criterios de la cancelación serviría para algo? Puede ser. No creo que la cancelación como parte de la esfera pública vaya a desaparecer pronto. Entonces, ¿por qué no hallarle sitio en la teoría? Si vamos a cancelar, hagámoslo con criterios equitativos, que no siempre quiere decir justos o universalmente abarcadores. La teoría, aunque lo presuma, nunca alcanza para tanto. Cancelemos, está bien, pero ¿cómo, a quién, con qué derecho, por cuánto tiempo?, ¿solo a autores y artistas legalmente acusados y condenados?, ¿solo a quienes hunde el peso de sus infamias a través de testimonios verosímiles o a cualquiera que sea acusado? ¿Cancelemos toda una obra solo por un comentario desafortunado? ¿Y si un autor comete un error político y luego se arrepiente? ¿Lo cancelamos o no? ¿O solo por un tiempo? ¿Y si alguien antifascista con posgrado en humanidades es un déspota con sus alumnos? ¿Y si un visitador de derechos humanos maltrata a su ayuda doméstica? ¿Y si un cancelador consumado resulta ser la peor persona del mundo?, ¿acaso sus cancelaciones previas pierden efecto?

La cancelación es uno de los pocos signos claros y definitivos de que la posmodernidad agoniza. Se acerca el dominio de un nuevo discurso monolítico: la virtud del creador también importa: si desea que el mundo consuma su obra, que devuelva al mundo una actitud humana intachable. ¿Deberíamos desterrar la moral de la crítica, como hizo la teoría durante décadas? No lo sé, la discusión apenas comienza. Como sea, discutamos en vez de tomar posturas irreductibles que niegan lo obvio: ha vuelto el biografismo a la crítica cultural. Renovado, impregnado con batallas de décadas por los derechos sexuales y políticos de las minorías. No por no aceptarlo va a desaparecer. Y a veces tiene sentido, pero hay que tomarla con pinzas. La cancelación posee el poder de destruir una obra o de reconstruirla. ¿Por qué me importa más la biografía abusiva de Woody Allen que el nazismo de Céline? No lo sé, pero, al menos a mí me da mucho que pensar sobre mis políticas internas de cancelación y no me impide aceptar que han estado ahí, operando sobre mis preferencias sin una razón clara, desde hace muchos años.

Y usted, lector, lectora, ¿se siente con derecho a cancelar?