Aunque aspiraría a escribir una reseña crítica sobre la última película de Charlie Kaufman, hay varios elementos que se me escapan todavía: la obra es compleja. Y hay mucho que hacer antes de abarcarla toda. Pero valgan las siguientes líneas como una primera impresión.

Para los que ya están familiarizados, los temas recurrentes de Kaufman están aquí, de una forma u otra: el amor como un desencuentro estructural, como una imposibilidad; la metaficción y el estudio de los mecanismos de la narrativa cinematográfica; los personajes hiperintelectualizados e iconoclastas; un humor trágico y pesimista; la incomunicación, la alienación y la incapacidad del lenguaje para conocer el mundo.

¿Qué hay de nuevo, entonces? Un pase de física cuántica, guiños al género del terror, estructuras sencillas con secuencias largas y estáticas (rotas, eso sí, por violentos montajes, sobre todo en el segundo acto), parlamentos eruditos y muchas referencias. En fin, un caldo explota-cabezas interesantísimo.

 I’m thinking of ending things es una fábula cíclica sobre ese momento definitivo en que uno decide conocer a los padres de nuestra pareja. Ha pasado muchas veces, vamos rumbo a la casa familiar del pretendiente, en el camino pensamos lo que significa la visita, si nuestra pareja estará segura de lo que hace al invitarnos, si el mensaje es “esto va en serio” o simplemente se trata de una visita inocente. Pero nunca es inocente. Conoceremos la intimidad de una familia a la que podríamos pertenecer en el futuro. Leeremos en los rasgos de nuestros suegros cómo tratará la vejez a nuestra pareja, de dónde sacó los tics, las obsesiones, las formas de hablar…

Es cierto, nuestra relación podría terminar y entonces conoceremos a alguien más. Alguien que tal vez nos parezca mejor. Y como sea, y entonces, un día estaremos de nuevo en camino a conocer a los padres de nuestra nueva pareja, y en el camino pensaremos lo que significa esa visita, si nuestra pareja está segura de lo que hace al invitarnos, si el mensaje es “esto va en serio”…

Charlie Kauffman no se toma a la ligera esto… ni nada, al parecer. Todo en esta película es denso, múltiple, polisémico. A su modo, esta es una contraparte del formato comedia romántica, del que tenemos un vistazo junto con el personaje del conserje de la escuela: el fragmento final de una chick flick que idealiza, como un archivo para posteridad, el modo en que los protagonistas de nuestra película se conocieron.

La reflexión sobre el modo en que el cine idealiza el romance oscurece nuestra comprensión del mundo, perturba nuestra individualidad al imponernos el deseo de vivir historias coherentes, rodeados de toda esa gente hermosa que pasó el casting (incluso el enigmático tamaño minúsculo de los créditos parece hablarnos del distanciamiento brechtiano que busca Kaufman) se roba sólo algunos minutos de la película pero establece a cuentagotas una de las tesis que subyacen a la trama: que esperamos demasiado del amor, asumimos que las historias de pareja son especiales, coherentes, posibles, como las vemos en el cine o como vivimos aquella otra real –no podría ser más real, porque de ella resultamos nosotros–, casi mitológica, de nuestros padres. Las parejas generan sus propias leyendas para conservar intacta la creencia en su posibilidad. Y una de las formas en que se construyen esos metarelatos es la repetición.

La repetición, el bucle infinito, es la forma retórica esencial para esta película. Desde un perro que se sacude interminablemente el pelaje hasta un personaje que desciende las mismas escaleras en un instante que se repite. Aunque las variantes son infinitas. Una de las claves de interpretación que ofrece la película es precisamente esa verdad descartiana: lo único real, verificable, tangible es el pensamiento. Lo demás se nos puede deshacer entre los dedos, pero no la voz interior. Esa misma voz interior que, como premisa inaugural, parece entrar y salir de la diégesis. En algunos momentos los pensamientos del narrador se escuchan en el mundo de la narración, otras veces solo son silencios incómodos.

El bucle, así, es un símbolo de esa línea delgada entre el pensar y el decir del que dependen las grandes decisiones de nuestra vida. ¿Cuántas veces no estaremos en una mesa, conociendo a los padres de nuestra pareja en turno? ¿Cuántas veces estaremos en un auto, camino a casa o a la casa de nuestros padres o de nuestros suegros pensando que esa no era la historia de amor que buscábamos, imaginando cómo hubiera sido no responder aquella llamada, cómo hubiera sido decir que no en vez de decir “sí, está bien” y entonces definir con eso el resto de la vida, definir en esa aceptación originaria la escena misma de nuestra muerte?

Pero el bucle va más allá. Porque la casa de nuestros suegros es también la repetición de una forma de reproducir las historias. Ellos, esa pareja avejentada en la que es imposible distinguir quién es quién, seremos nosotros en unos años. Y así como nosotros tratamos de justificar nuestra historia de amor, ellos lo hicieron frente a sus propios padres en un acto de malabarismo que lograron mantener todos estos años: el de no decir todo lo que piensan, el del imaginar una vida paralela mientras lavamos lo trastes o durante los largos silencios de los recorridos en auto. Una vida paralela en la que hicimos otra cosa, elegimos a alguien más.

La película de Kauffman está llena de signos equívocos y de subniveles que no se revelan de una sola vez; esta alquimia se la permite un tiempo/espacio desfasado, múltiple y simultáneo dentro de un universo inestable en donde todas las posibilidades ocurren. No es una película sencilla y, dentro de la filmografía de su autor (como guionista y como guionista/director), me parece que esta presenta retos importantes de interpretación. Faltaría lidiar con el género musical, el intelectualismo, las múltiples referencias explícitas o no (Guy Debord, Foster Wallace, Robert Zemeckis, Worsdworth, Tolstoi, Eva H. D., etcétera), la insistencia sobre la física cuántica, el Doppelgänger… Además, se añade la dificultad de que la película sea la adaptación de la novela de Iain Reid, así que en el camino habrá cosas ganadas y perdidas en la adaptación. Pero como creo firmemente que el argumento “es mejor el libro” es una anomalía metodológica, dejo a los lectores la comparación con la novela, pues la película se ve bien sin necesidad de haberla leído. Eso de “se ve bien” es un eufemismo. La cosa es compleja, pero, según yo, bien vale la pena. Por último,  ¿es un poco excesivo el recurso del musical en el último tercio? Difícil de decir en una película –y un autor– para los que rara vez sirven los balances narrativos convencionales. Ustedes dirán.