…basta de vínculos, nunca más vínculos, sólo contigüidad de velocidades.

E. Pavlovsky

I.- El sueño inhumano

La frase de Eduardo Pavlovsky —psiquiatra y director de escena— es precisa en varios sentidos. La encontré citada en el extraño y potente libro de Peter Pál Pelbart, Filosofía de la deserción, que de vez en vez abro al azar para reencontrarme con alguno de sus apartados. Lo hice ahora antes de comenzar este texto, con la intención de buscar un punto que indicara el comienzo de una escritura incierta, sin premeditación, lanzando una moneda para encontrar la cara que definiera el rumbo de una posible intención. Entonces, de eso hablar sin demora: una contigüidad en la aceleración que no estabilice el vínculo desde un orden racional es lo que me parece nos hace más falta en momentos de proverbial incertidumbre. Confiar en que, si se reconoce el movimiento propio, entonces se podrán observar al menos los sujetos u objetos que llevan una velocidad similar. ¿Podremos así curarnos del fracaso de los vínculos fraudulentos entonces, y de los cuales estamos consciente o inconscientemente hartos? Varias objeciones contemporáneas documentarían esta negatividad que a veces no es directamente asumida: todos aquellos enlaces de posesión que consiguen equilibrar los significantes. La nación y sus símbolos, la toxicidad familiar, las relaciones destructivas y también las metáforas previsibles que objetualizan la escritura y la convierten en una máquina regulada de inspiraciones sublimadas. Si la filiación tiene un grillete que ralentiza la subjetividad para aparejarla con el mercado, su puesta en soporte es la estructura de tal dominio. Así, Pál Pelbart pregunta acerca de la alternativa que prevé en la velocidad contigua:

¿No sería una manera, entre muchas otras, de evitar que la subjetividad sea moldeada a imagen y semejanza del capital, de sus creencias fabricadas, de sus estereotipos serializados, de sus capturas, ligaciones y lamentos?

Una fijación implica la materialización de una necesidad que es mayor a su resolución. Desde esa lógica un objetivo hacia el cual dirigirse indicaría al menos el peligro de su captura. El capital adquiere en la circulación ese algo a definir, su futura producción y reproducción. El ciclo se vuelve perverso entonces, pues los signos, al estabilizarse, generan la acumulación de plusvalor. Un clásico.

Sobre todo hoy el vértigo del llamado capitalismo cognitivo es más y más estimulado por aparentes sutilezas inofensivas, transmitidas por toda clase de mediadores de las redes electrónicas. La manifestación objetiva que defiende un punto de vista de red social en un baile, una receta, un chiste, brindados en 15 segundos: un vínculo con los acontecimientos de lo cotidiano, con la velocidad scroll down. Hay que decir, además, que los creadores culturales estamos acá frente a una disyuntiva. Por un lado, hiperdefinirnos, apostar por la inclusión, obsesionarnos con la reiteración de nuestra propia figura, son movimientos de vinculación que operan mediante la identidad acomodada al mercado —y a todas sus miserias—. O, por otro lado, una carrera cuyo trayecto intuya la inoperatividad de las sublimaciones en la presencia diferenciada, lo cual nos anula, con una ilusión respetable, pero ciertamente lejana, de intentar poner en jaque toda aquella representación iterativa que comienza en el lenguaje y termina en la producción de egos en competencia y su derivación en vidas miserables, a causa de un paradójico exceso de sentido.

Y esto parecería una diatriba más que, para ánimos puristas y conservadores, hace énfasis en la sociología del arte y olvida el problema formal de la obra. Sin embargo, lo dicho por Pál Pelbart puede tener resonancia más allá de relaciones sociales específicas, como las del arte o la producción cultural. Quiero citar entonces al viejo Borges —por qué no—, quien, al hablar de los tropos, criticaba desde la reflexión de su propio oficio, aquella potencia metafórica que paulatinamente iba perdiendo fuerza hasta el ridículo:

Las metáforas se vuelven palabras. Yo ignoro si el todavía misterioso lenguaje es una convención, pero es de fácil observación que propende a serlo y que los lugares comunes de ahora son el resto insípido de las audacias expresivas de ayer. Admitida ya una expresión, su felicidad o inadecuación primordiales no nos importan: se ha condensado en palabra, es decir, en símbolo de curso legal que todos aceptan y cuya inspección es inútil. Leer, verbigracia, “blanca como la nieve”, es ocupación descansada, porque la intención elogiosa —la primordial— se sobre (o sub) entiende, y no preciso ni figurarme la nieve, que en estas no glaciales repúblicas, tampoco ha sido vista por el escritor que para encarecimiento de la blancura, suele invisiblemente decirla. En cambio, el posible futuro lugar común blanco como el hastío no se ha adensado todavía en palabra: es una impertinencia que me distrae, una propuesta conexión de representaciones disimiles que debo examinar y que con toda probabilidad no funciona.

Por el contrario de la metáfora que busca paulatinamente el reconocimiento de lo convencional, de la comprensión y de la búsqueda de fin, una contigüidad de velocidades más parecida a la metonimia, como estadio transitorio y no definido sino por instantes. Darle sentido al texto así implicaría un reajuste y desajuste de intensidades. Si aquellos instantes fuesen lo suficientemente ambiguos, inesperados, la identidad de un yo deseante perdería su condición primaria que se rebelaría contra una relación de mismidad, para invertirse en un devenir-otro no por una abstracción reflexiva, sino por contaminación. Aquello implicaría entonces una especie de muy humana deshumanización. Un sueño sin aspiraciones, no sublimado. O, como el propio Pál Pelbart lo enuncia:

Dejar la forma humana para adoptar nuevas fuerzas de velocidad del ingenio, del microcosmos molecular, de la verticalidad aérea y su vertiginosidad.

II.- “Bale berga la vida”

¿Qué más, entonces? En términos estrictos, ¿no habrá nada más qué ofrecer sino listas de libros, poemas, presentaciones, cocteles de inauguración, interesantísimas sagas novelescas, etc., etc.? Yo sé, por supuesto, que esperaré sentado si de verdad quiero que algo así cambie. Tan ingenuo no soy, y de más de una manera, también pertenezco a ello y de eso vivo y viviré. Sin embargo, un alfiler en el gran almohadón de plumas puede hacer que el durmiente despierte antes de morir condenado por aquellos sueños-otros que le aterrorizan, como en ese cuento de Quiroga. Sueños de la convencionalidad humana frente todo aquel cúmulo de posibilidades fantasmales que le aturden. Por supuesto que aquellos tics son parte del acuerdo tácito, y aspirar a erradicarlos es idealizar la robusta estructura del supermercado de subjetividades heredadas. En ello se basa el poder actual vendido como la libertad de unos cuantos. Sin embargo, concebir que eso es lo único a lo que podemos aspirar, no sólo es más ingenuo, sino un poco tonto. Incluso, mediocre. Porque aquello que Pál Pelbart llama subjetividad emergente, pervive agazapada en las grietas de los grandes delirios de trascendencia, de los combates entre generaciones, de los sarcasmos facilones, de las veleidades bufonescas, de la defensa de los estilos, del fetichismo, pues, de la mercancía.

Y, así como aquella humanidad buena onda es susceptible de negación, no ya en términos positivos, sino por un desmantelamiento de la clasificación misma, pienso así, como lanzando con una honda un pedrusco al lago, que además de la vida, hay algo así como la bida, que bale berga, como en aquel meme conocidísimo ya, que tomó fuerza hace un tiempo en las dislocaciones banales de la red. Los sanos administradores de la verdad documentarán lo que según ellos necesita la historia para establecer un orden: aquellos mismos humanistas que alimentan un eros fraudulento, de doble moral y necesidades construidas. Pero eso no es suficiente y más vale reconocer esta crisis jerárquica. Miles de muertos constatan ese exceso de significación en el vínculo que, para mantenerse, necesita de la mentira, falsea y archiva las evidencias de su contradicción, genera humanidades corruptas cuyo único sentido es el esfuerzo por hacer material todo aquello que es mera simulación.