Si algo recuerdo de 1994 es la sensación de angustia que me provocaba ver la televisión por las noches. No es una sensación muy diferente a la angustia que hoy me provoca ver ciertos programas. En 1994 los niños contemplamos desde los aposentos de reunión de la «gran familia mexicana», noticieros como 24 Horas con Jacobo Zabludovsky transmitiendo las escenas del shock que se encarnaron como los lugares comunes de la memoria colectiva de toda una generación.

¿Cómo olvidar el chorro de sangre salpicado de la cabeza de Luis Donaldo Colosio tras el balazo de Mario Aburto Martínez en Lomas Taurinas de Tijuana al ritmo de La culebra? Aquella canción de la alegórica Banda Machos alusiva a una serpiente suelta, como el Chupacabras en el imaginario de esos años, que atacaba al ganado del campo quebrado frente a la nueva oleada de políticas económicas maquiladoras. Las familias campesinas aparecían en las pantallas de televisores robustos, mostrando los cadáveres de sus animales con mordidas del monstruo en el cuello, que solía ser representado con fotos borrosas y dibujos análogos al cuerpo de Carlos Salinas de Gortari. De ese escenario marginal y nocturno emergieron también las imágenes de los neozapatistas encapuchados, representados por el Subcomdante Marcos, portando rifles y palos de escoba en la batalla del mercado de Ocosingo en Chiapas antes de ser masacrados por los militares el dos de enero del año en cuestión. 

Otros recuerdos turbulentos de la televisión de esa temporada vienen de la USA World Cup 1994, cuando Andrés Escobar, el defensa de la Selección Colombiana, fue asesinado por paramilitares en Medellín luego de meter un autogol en el partido de la primera fase contra Estados Unidos. Y por supuesto, la humillante derrota de la Selección Mexicana en penales frente a Bulgaria seguida por los sentimientos colectivos de frustración y coraje contra Miguel Mejía Barón por no meter al partido a Hugo Sánchez. En los días alrededor de aquellos partidos, uno de mis tíos nos dijo que se iba ir al Mundial con sus amigos. Cuando regresó trajo algunos souvenirs y playeras conmemorativas a todos los primos. A los pocos días descubrimos que aquellas mercancías las vendían en la Comercial Mexicana. No hubo que rascarle mucho al asunto para saber que el grupo de en ese entonces treintañeros (obligados por la presión social provinciana a casarse a los veinte años), se habían ido de fiesta a Cuba sin que supuestamente se dieran cuenta sus esposas. Fue todo un escándalo. 

A diferencia de las mentes infantiles de ahora, habituadas en su mayoría al plano de la existencia digital, los niños en 1994 éramos esponjas absorbiendo sin filtro los símbolos del capitalismo cultural que fluían como nunca antes a través de dispositivos analógicos como televisores, consolas de videojuegos, Discman´s y demás electrónicos que pocos años atrás solo era posible conseguir en las fayucas. Todo gracias al grifo comercial recién abierto por la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) entre México, Estados Unidos y Canadá. Yo iba en cuarto de primaria y con mis domingos compré mi primer Compact disc. Fue el Get a Grip de Aerosmith que había salido un año antes. Su portada tenía la foto de las ubres de una vaca con una arracada dorada incrustada. El disco estaba de moda entre los compañeros del salón no porque fuéramos fans de la banda, sino porque “Eat the rich” (la tercera canción del álbum), terminaba con un eructo de Steven Tyler que reprodujimos sin parar como un gesto cándido de transgresión en los estéreos de nuestras casas y a veces en el salón de clases desde una grabadora. No comprendíamos el espíritu rebelde de la canción por devorar a los ricos que casualmente resonaba con la crisis económica tras el “error de diciembre”, cuando muchos perdieron todo por las deudas bancarias multiplicadas. Y cuando, tras una fuga masiva de capitales, se buscaba atraer inversiones internacionales dándoles todos los privilegios fiscales, sin considerar efectos como el fomento a las economías informales y el fortalecimiento a las oligarquías beneficiadas por la firma del tratado. 

Varios meses antes de la crisis de 1994, mi padre consiguió un préstamo en el banco para hacerse de una casa en un fraccionamiento clasemediero de Pachuca. Sin embargo, tras el estallido financiero, la inmobiliaria infló los precios de la casa a más del cincuenta por ciento. Por fortuna, mi padre logró salvar el enganche de los agentes convertidos en caníbales y se hizo de un terreno para construir una casa en una colonia más o menos periférica de aquella ciudad. La calle no tenía pavimento ni banquetas, se inundaba cuando llovía y recuerdo haber visto a los vecinos usar una lancha para cruzar de un extremo a otro. Para mí la crisis de 1994 fue llegar a vivir a esa calle imposible de caminar por el asedio de las jaurías de perros y la falta de alumbrado público. Fue un destierro de la modernidad provinciana que ofrecía el centro de la urbe posminera que años después, como muchos otros lugares del país, fue el escenario de episodios inéditos de violencia extrema con la fallida “guerra contra el narco”, desplegada desde el paradigma prohibicionista de las drogas que fomenta la competencia entre grupos criminales. 

En su libro Colosio y las imágenes de muerte violenta. Evidencia y teatro de un asesinato, Nasheli Jiménez del Val plantea cómo 1994 marcó el comienzo de la espiral necropolítica que rige la vida pública del país desde hace más de una década. Según la autora, en ese año fue impuesto un régimen liberal sustentado por la tradición autoritaria, con la violencia, la impunidad y las imágenes como mecanismo de cambio social. En particular, las imágenes de muerte violenta como la del asesinato de Colosio, desnudaron una de las principales tácticas del poder político usadas por el régimen priista: el asesinato político. Un fenómeno encarnado en el presente, multiplicado con el asesinato de al menos veintiocho candidatos en lo que va del proceso electoral donde se juega la Presidencia de la República, el Senado y varias gubernaturas estatales. Claudio Lomnitz, en su libro de conferencias en el Colegio Nacional, El tejido social rasgado, caracteriza a este contexto con un Estado mexicano de mucha soberanía pero poca capacidad de administrar, cuyo nacimiento vino con las reformas neoliberales de los años ochenta y noventa. Se trata de un nuevo Estado contrapuesto a las narrativas de «Transición Democrática» o «Cuarta Transformación». Tiene que ver con un nuevo arte de gobierno sin un eje de conflicto entre izquierda y derecha, sino con la captura del Estado por el crimen organizado, con sistemas regionales de economía criminal fomentados por la industrialización y dominados por una nueva clase de cacicazgos. Es la derrota del Estado de derecho como proyecto universal.

Con los años, a la calle a donde se mudó mi familia tras el cisma del 94 le llegó el pavimento, el tránsito vehicular se incrementó, la gente abrió pequeños negocios como estéticas, vulcanizadoras y cantinas, el municipio instaló algunas cámaras de vigilancia y finalmente apareció un resplandeciente Oxxo. En la pandemia noté cómo varios vecinos se organizaban, sin el apoyo de ninguna autoridad, para sembrar sobre el terreguero de un camellón un jardín de árboles frutales que crecen y resisten, como signo de esperanza, frente a las olas de calor de la «nueva normalidad climática».