En 1994, a mis 11 años, no era completamente ajeno a la política: ya sabía lo que era el PRI y cuantos años había gobernado México. Sabía también –por referencias múltiples— que tal partido era corrupto y que le había robado mucho al país. De ahí que el PRI y su gente me desagradaran más por seguir la corriente de la gente cercana que por una verdadera comprensión de las décadas de crisis, saqueos y abuso de poder para eternizarse en el puesto de mando.

Colosio, por lo tanto, era parte del clan y no me simpatizaba mucho. En casa se hablaba del “jefe” Diego como el paladín que podría destronar de una vez por todas a la “dictadura perfecta”. Debido a lo anterior, Colosio era para mí un sujeto con un nombre chistoso que continuaría con la canción de la cual “ya estábamos hartos”. Desconocía del todo (y aún lo hago) su ideario político particular: era otro priista en camino a ser el próximo presidente en un contexto electoral donde el fraude del 88 seguía en la conciencia popular.

No es que hubiera pocos candidatos; ese año en particular los contendientes sobraban. La mayoría no sabe o no recuerda que hubo dos candidatas a “la grande” entre gente como Porfirio Muñoz Ledo o Jorge González Torres, fundador del novel Partido Verde. Fue precisamente sobre este partido que se me asignó la tarea escolar de hacer un collage con imágenes de la carrera presidencial del 94. ¿Qué encontré en los periódicos para rellenar mi cartulina con un fondo de lustre verde? Alrededor de diez imágenes que fue necesario complementar con las letras PVEM al fondo para que no se viera tan pobre. Mientras mi collage adolecía por la falta de contenido, aquel hecho por otros compañeros dedicado a la campaña del PRI no tenía un espacio vacío: fotos del candidato Donaldo de frente, de perfil, en mítines, en familia, entre sus allegados políticos. Eso ya estaba cantado y nadie tenía el mínimo ánimo de disimular.

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Debí de haber estado en casa de mi abuela –como solía suceder en aquella época—la tarde en la que cortaron la programación habitual de la tele para dar pie a Jacobo Zabludovsky anunciando el atentado. Es curioso que no recuerde ese momento en particular, ni otros detalles de la larga cobertura que duraría hasta ya entrada la noche, después de que ya se hiciera oficial la muerte del candidato. Han pasado muchos años y quizá por eso no tengo claro haber visto ese día el pietaje de la boquilla de la pistola posándose sobre la sien de Colosio, la detonación subsiguiente que terminó por callar el estruendo de “La culebra” tronando desde las bocinas. Tampoco recuerdo a Jacobo finalmente declarar que el atentado debía ser llamado “homicidio” de entonces en adelante. Al día siguiente, se leía en las ocho columnas de más de un periódico la palabra “magnicidio”. “Pero si todavía no era presidente”, señaló mi madre con su habitual agudeza.

Si bien la maratónica transmisión del día anterior nos había dejado agotados, el tema era inevitable en la escuela. Ahora me da risa evocar a los politólogos de 11 y 12 años en mesas de debate improvisadas donde se desvelaba el teje y maneje que había llevado al desenlace fatal del candidato. “Seguro fue el pelón”, le dijo mi compañero Manuel a una atenta Miss Estela que asentía con la cabeza. El funeral de Colosio, como buen evento a la mexicana, terminó por convertirse en una extraña combinación de pena y romería. Mi hermana, testigo circunstancial del suceso, reportó esa noche en casa el tumulto alrededor de la funeraria Gayosso de Félix Cuevas, aderezado de gritos, llantos… y vendedores ambulantes en lo suyo ofreciendo  a precio post mórtem dulces y otra memorabilia alusiva a la identidad publicitaria del candidato: letras negras, mayúsculas todas, una línea verde por encima, una roja como margen inferior.

Con el paso de los meses, el “caso Colosio” dejó las portadas de los periódicos para habituarse a las notas interiores, cada vez más pequeñas y menos relevantes para el público y los medios en general. La pregunta tras el entierro del candidato fue, ¿quién lo sucedería? ¿Sufriría el mismo destino que Luis Donaldo? ¿Lograría el mismo nivel de popularidad y carisma que el finado? No tomó mucho tiempo para que se anunciara a Ernesto Zedillo como el llamado a ser el reemplazo de Colosio. A pesar de que muchos lo consideraban un tanto gris respecto a su antecesor, no tuvo problema alguno en ganar la elección y asumir el mando presidencial a finales de 1994. Los “vientos de cambio” (dirían los Scorpions) aún no soplaban en cielos mexicanos y –espero se me permita el chiste con sello de la época—tenía garantizado el voto fememnino, pues según su lema de campaña “sabe cómo hacerlo”.  

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Así esta memoria incompleta, más empírica que documental. Pienso que el primer “magnicidio” que me tocó vivir fue el primer momento en el que una tragedia humana se me hizo como una trama de telenovela. Es decir, aprendí a no detenerme en el sentimentalismo o la simple consideración de Colosio como un ser humano que dejó huérfanos a dos hijos y viuda a una esposa (la cual también moriría meses más tarde). Como salía en la tele, no era real para mí, lo que terminaría por suceder cada vez que un hecho similar –aunque no de la misma envergadura— llena las primeras planas y los portales de Internet. A partir de ese momento creo que me deshumanicé un poco, más preocupado por el chisme y el morbo circundando el asunto que dedicando un pensamiento a la brutalidad del asesinato o la pena de los dolientes.

A pesar de lo anterior, me queda un recuerdo más, uno que me vuelve a tono humano. Otra tarde del mismo 94, meses después de la tragedia de Lomas Taurinas, veía la barra de caricaturas en TV Azteca llamada Caritele. Entre emisión y emisión, la conductora Adriana de Castro leía y comentaba las cartas enviadas por la joven audiencia. Esa tarde en particular, la conductora mostró a las cámaras una misiva escrita por un Luis Donaldo Colosio Riojas. La carta, en la que Luis decía disfrutar de Los Caballeros del Zodiaco –como casi todos los niños y preadolescentes de esos años—venía acompañada por el dibujo de un pegaso. No el personaje de la serie animada: el ser mitológico, el caballo alado. Adriana no pudo contener su impacto ante la presencia de este par de papeles en la pila de cartas recibidas en la televisora. Le envío un saludo especial, así como a su pequeña hermana y a su madre. 

En el momento el hecho me pareció peculiar, pero ahora me resulta conmovedor. Por primera vez pensé en ese niño de las fotos (muy cercano a mi edad) en los funerales de su padre como alguien a quien me podría topar en la escuela, con quien podría pasar horas jugando videojuegos y discutiendo sobre su caballero favorito. También se hizo más real el miedo a la pérdida. Luis habría de decir adiós a ambos padres antes de la adolescencia, y la  idea de que él no era tan distinto a mí me generaba una inquietud inusitada (todavía lo hace). Quedan más pensamientos y recuerdos sobre la época volando como ese pegaso; dejo que cada quien vuelva a esa turbulencia con sus propios recuerdos, con su imaginación.