Esto no es una reseña, es un elogio, y la que advierte no es traidora. Ha muerto Ingrid Strobl. El pasado 25 de enero murió esta investigadora, periodista y autora de Partisanas: la mujer en la resistencia armada contra el fascismo y la ocupación alemana (1936-1945), libro que vio la luz por primera vez, en alemán, en 1989, apenas cuatro años después de la primera publicación de otro libro fundamental sobre mujeres que tomaron las armas: La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich. Es un cliché, pero es verdad, ahora que Strobl ha partido atesoro aún más el legado que nos deja en su trabajo. 

Es un lema conocido el de que al fascismo hay que combatirlo, como debemos combatir cualquier régimen totalitario y la injusticia en general, pero cuando aparecen las mujeres combatientes en escena las cosas adquieren matices que suelen desestimar sus motivos, sus acciones, y sus vidas se someten a juicios de todo tipo. En el libro De armas tomar. Por qué las mujeres eligen la violencia, de Nimmi Gowrinathan —recientemente publicado en español—, la autora nos dice «Por un lado, se alienta a las mujeres a resistir con cierta (particular) respuesta emotiva a la injusticia (la rabia). Pero las formas de accionar político de estos textos dictan que las mujeres deben siempre mantenerse dentro de modos de resistencia considerados aceptables (la no violencia) y deben enfocarse en luchar contra un enemigo acordado (el patriarcado) (p. 78). Teóricamente, pues, se plantea un escenario para el ejercicio de la rabia siempre y cuando esta no tome la forma de la violencia, sobre todo si se parece a la de los hombres. ¿Pero las mujeres que toman las armas realmente obedecen a las mismas motivaciones que los hombres?, ¿se asimilan a ellos?, más aún, ¿qué sabemos en realidad de las mujeres que han tomado y toman las armas?

Las fotografías que he podido ver en internet de mujeres que se unieron a la resistencia antifascista durante la Segunda Guerra Mundial por toda Europa me cautivan: las muestran casi siempre sonrientes, se diría que felices, vitales, como Milja Marín, cuya cara sonriente ilustra la portada del libro de Strobl. Y aunque esta potencia vital que hallé en las imágenes fue mi primer encuentro con ellas, entiendo que no estuve libre de una relación estereotipada con las mujeres combatientes, influida por mitos y desinformación. No conocía sus historias, no las había leído, no las había escuchado, es probable que ni siquiera sopesara a cabalidad que existieron en carne y hueso, que tuvieron —y tienen todavía— nombres, que encarnaron dignidades y sufrimientos singulares: Vitka Kemper, Halina Mazanik, Roza Robota, Sima Perston, Marie-Madeleine Fourcade, Rosario la Dinamitera, Hannie Schaft, Fifí Fernández, Truus Menger, Dina Krischer, Zala Sadelšek, Gusta Drenger, Dora Goldkorn, Chayke Grossman… y todas las que no alcanzo a nombrar aquí. “Apenas hay información sobre ellas, porque casi ningún historiador —masculino— podía siquiera imaginar que hubieran existido” (p. 45). 

No es gratuito que se haya trasminado hacia nosotras esta visión borrosa y sesgada sobre las mujeres que se unen y se han unido a resistencias empuñando armas. Sobre estos estereotipos con los que asociamos, más o menos de manera general, a las mujeres combatientes Nimmi Gowrinathan establece cuatro ejes en su libro: las mujeres son pacíficas por naturaleza, las mujeres se unen a movimientos armados por lavado de cerebro, las mujeres siguen a los hombres con quienes se relacionan y así terminan en la lucha y, finalmente, las mujeres combatientes pueden ser “salvadas” por programas de “empoderamiento”. O como lo dice Partisanas: “…predominaba, y en parte continúa predominando la idea de que mujer y lucha se excluyen mutuamente” (p. 43). Aquellas a las que siguió Strobl, además, debieron cargar con el “triple estigma” de ser mujeres, judías y comunistas, consideradas una figura monstruosa y demoniaca por sus adversarios, y después perseguida: “…la importancia de la resistencia comunista fue marginada e incluso silenciada. Más tarde, con la guerra fría, los recién salidos de la clandestinidad fueron de nuevo víctimas de la persecución” (p. 38).

Pero no sólo eso, ya Ingrid Strobl nos alertaba también de lo que llamaré relatos impotentes: «Hay dos mitos que han perseverado de forma obstinada durante décadas [SGM y ocupación alemana]: que los judíos fueron como corderos al matadero y que las mujeres […] no participaron en la lucha armada” (p. 36). Al “no hay nada que hacer” con el que la guerra, la colonización y las distintas formas de dominación aplastan la voluntad de lucha, estas mujeres responden “¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¡Eso era lo único que se podía hacer! La afirmación de que —en vista de la fuerza y perfección del dominio nacionalsocialista— resultaba imposible luchar en su contra parece más lógica y comprensible que la actitud del ‘¡A pesar de todo!’” (p. 439). 

No ha sido sólo la “amnesia histórica” (para citar a los editores de esta tercera edición en español, a cargo de Virus), sino también el silencio impuesto por la suspicacia social hacia estas mujeres —y que se ha traducido en autoimposición— lo que ha contribuido a su tardía reivindicación y estudio. Al final de la guerra decir que una mujer había combatido en el frente o se habían unido a los partisanos no era algo para presumir, la sociedad castigó su osadía y, en muchos casos, las apestó, las transmutó en parias. Debieron pasar algunas décadas para que mujeres interesadas en reconstruir la participación, libre y decidida, de otras mujeres en la lucha contra el fascismo llamaran a sus puertas, tomaran café con ellas y escucharan de viva voz sus testimonios. Como Alexiévich, Strobl recorrió Europa en busca de los relatos de guerra de las mujeres que, también, detuvieron el avance militar del fascismo: España, Yugoslavia, Países Bajos, Francia; Varsovia, Vilna, Bialystok, Cracovia, Minsk; los guetos y los campos de exterminio donde la resistencia continuó luchando hasta donde era posible, como era posible, hasta donde daba la vida. Al leerlas, de hecho, nos enteramos de que hicieron más allá de lo posible: “Sima Perston, de 12 años de edad, condujo durante meses a gente del gueto de Minsk hasta los partisanos del bosque por caminos clandestinos. Llevaba siempre una pistola consigo, en un bolsillo secreto. Cuando le preguntaban qué iba a hacer en caso de ser sorprendida, contestaba: ‘No tengas miedo, que no me cogerán con vida’” (p. 51).

No todas las mujeres que combatieron al fascismo en los treinta y cuarenta contaron sus historias, pero en Partisanas las experiencias de quienes sí las contaron toman forma en el relato, dibujan una fotografía que se nos había escondido y, aunque cada historia es singular, establecen puntos de encuentro: nostalgia, fiereza, decisiones, no sin cierta tristeza y desilusión por la falta de reconocimiento, no sólo el popular, también el oficial: “No sólo le importa el dinero [a Julia Manzanal, alias Chico], lo que le interesa sobre todo es el reconocimiento oficial como combatiente en el frente con el rango de comisaria política” (p. 91). Muchas y diferentes son las razones de la lucha, muchas y diferentes lo son también para contar o no la historia, y el libro las despliega con mucho tacto y sentido del respeto. Conocerlas es preciso, esto también es genealogía.

La de la mujer combatiente es una figura mayormente incomprendida y juzgada desde el más crudo desconocimiento, dice Nimmi Gowrinathan luego de décadas de dedicar su estudio a ellas, y quizá una forma de remediarlo sea comenzar por leer estas historias. Leyéndolas entendemos mejor que, como dice el lema, al fascismo hay que combatirlo, como se pueda y a pesar de todo. Ellas nos dan ejemplo.

Ingrid Strobl

Partisanas: la mujer en la resistencia armada contra el fascismo y la ocupación alemana (1936-1945)

Virus, 2015