¿Y qué? ¿Le hacemos pastel? ¿Le llevamos mariachi? ¡Noventa y tres años! ¿No les parece que fueron suficientes? No, aparentemente. Las réplicas de noticias por la noche, a unos cuantos minutos del deceso, no dejaban de aparecer acompañadas de frases de tristeza, despedida, nostalgia y memorias de cuando uno que otro se encontró inevitablemente con aquel lugar común, ya desde entonces, llamado La visión de los vencidos. Y lo que pasa es que, como ya dije, siendo inevitable, se tiene que decir, o sea, no se puede omitir y dejar así, como si nada: un hombre importante ha muerto y de lo que se tiene que hablar es de su importancia, si no, no se hablaría de él.
El hecho es que la tiene. De ahí todo lo que se puede ver y decir y oír al respecto del maestro, el historiador, el filósofo, el sabio. En el imaginario este hombre era el cúmulo de nuestro saber más ancestral, el tata; nuestro abuelo, pues, quien tenía el poder de decirnos cómo era antes… y durante y después de la Conquista. “Abuelito, dime tú”.
Hay, entonces, un cierto sentimiento de melancolía que permea a la parte de la sociedad que se dice culta e instruida en los saberes que, también con ayuda del tata, han permitido penetrar en las piedras ancestrales de México. Aquellos que asumimos el saber con los libros y el acto de conocer con la lectura, independientemente de que en la práctica seamos tan obstinados como lo somos para divulgar estas convicciones, compartimos el mensaje de pérdida. Una fuente se ha agotado y con ella queda en riesgo nuestro destino. Es momento para lamentaciones y homenajes; palabras y salones solemnes.
Pero toda este ambiente contrasta aparatosamente con el escándalo melodramático de hace unos pocos días cuando se anunció la muerte de un rapsoda, otro tipo de sabio. A diferencia del aedo, estirpe a la que perteneció otro recién occiso del que nuestro pueblo aún se consuela, el que canta no crea los versos ni las formas de los poemas; se encarga de, poca cosa, comunicar el mensaje. De él depende que se haga público aquello que fue pensado y sentido por otro, que a su vez, no ha hecho sino recoger fragmentos de lo popular y les ha dado un vestido para reingresarlo a la vida común. Dentro de ese revestimiento va el intérprete, muchas veces seleccionado por el propio poeta, capaz de percatarse de su talento y eficacia para transmitir ciertos mensajes, envolverlos y darles la presentación adecuada. Así, recuerda José José que Álvaro Carrillo le auguró: “lo tuyo es la bohemia”. Por supuesto, el chiste ya ni se cuenta.
Las palabras tras la muerte del rapsoda tampoco se hicieron esperar, pero, a diferencia de las que se refieren al abuelo sabio, fueron todo menos solemnes. Fueron cantos. El deceso del juglar, se dijo desde un inicio, ameritaba una fiesta que durara todo el día con su noche y, de ser posible, que se extendiera hasta el novenario. Aquí no hubo pérdida; hacía años que no ejercía su oficio y, sin embargo, para nadie había desaparecido, por lo que su muerte, en lugar de liquidarlo, lo ha reanimado en el espíritu vivo. La comunidad aquí no perdió, a diferencia de la academia, que lamenta, llora, se muestra serena, calla en público, pero cuchichea en privado sobre los asuntos que le atañen en su calidad de institución necesitada siempre de mantenimiento.
“¿Quién va a sustituir al maestro?” se preguntará retóricamente en discursos de homenaje, y en ese mismo tono se responderá que “nadie”, como es lo públicamente correcto. En tanto, unos a otros se mirarán patéticamente tratando de leer en los rostros y cuerpos de sus apreciables compañeros la respuesta: ¿quién o quiénes han de tomar ese poder?
Lo que yo me pregunto es: ¿quién va a llevarle mariachis a Don Miguel en Bellas Artes? ¿Quién tendría necesidad de un homenaje de cuerpo presente cuando se ha consagrado como el Príncipe para la eternidad? Inconvenientes cláusulas para los potentados de la palabra escrita frente a los de la tradición oral, aquella que Don Miguel León Portilla tuvo a bien querer conservar para nosotros. Malhaya para todos nosotros que “los vencidos” siguen resistiendo, vivos, como los cantos en su lengua. ¿Gavilán o paloma?