La sensación, en realidad, no fue de dolor: sorpresa, si acaso, y hasta cierta furia, pero nada más.

 

Pasó cuando caminaba hacia la avenida principal. Los dientes del perro desgarraron el pantalón, el calcetín y, lo peor, una parte de la piel, luego vio alejarse al animal, perderse tras la esquina, como si nada. Después, lentamente, vino una sensación de calor en la pantorrilla y la consecuente humedad de la sangre. Miró a todos lados, avergonzado, porque un accidente siempre causa un grado de pena que suele retrasar el dolor. La calle estaba vacía. Quizás siempre estaba así: apenas llevaba una semana viviendo ahí.

 

Regresó a su casa, que quedaba exactamente en dirección opuesta a la que había tomado el perro. Cuando subía los escalones, al fin, llegó el dolor, como una segunda mordida.

 

Tomó el teléfono inalámbrico, apretó redial —había llamado a la oficina antes de salir— y explicó la situación. Un perro, dijo. ¿Un perro?, preguntó el supervisor. Un perro, replicó él. Después llamó a Sarah. Lo mejor será lavar la herida con abundante agua y jabón, dijo ella. ¿Y el perro?, preguntó él. ¿El perro?, Sarah sonaba ocupada, tal vez Santiaguito se acercaba peligrosamente a la estufa, o a la mesa de centro de filosos bordes. Sí, el perro, dijo él, un poco desesperado por el escozor. Nada, si conoces al dueño, pregúntale por las vacunas. Si no, a vacunarte tú. Colgó. De nada había servido la llamada, nada que él no supiera ya. Pero pudo escucharla por un segundo, pudo oír a su hijo jugar y entonces agradeció al perro el pretexto para llamarla.

 

Caminó al baño, se quitó los pantalones y el calcetín; hubo un ligero crujido, la sangre ya comenzaba a cristalizarse en una costra oscura alrededor de las horadaciones. Se lavó con cuidado y luego se colocó una gaza: las marcas de colmillos palpitaban. Buscó el número del antirrábico en los teléfonos de emergencia en la puerta del refrigerador. Policía, bomberos, fugas químicas, sitios de taxis, nada sobre perros. Buscó en la sección amarilla. Ahí estaba. Las primeras tres veces no contestaron, a la cuarta alguien dijo que llamara nuevamente en 25 minutos, que los empleados habían salido. La luz se colaba por las ventanas del departamento. Las gotas en la punta de la llave del fregadero brillaban por un segundo, antes de caer al plato con restos de cereal y leche.

 

Se revisó la gaza, no había sangre. Se puso un pantalón de mezclilla, sacó el celular y la cartera del pantalón roto que había dejado en el piso del baño. Salió, la casa estaba demasiado silenciosa; aún no se acostumbraba a vivir solo de nuevo. Tomó la ruta de la mañana. ¿Qué iba a hacer? No deseaba venganza (como aquella ocasión, años atrás, en que su abuelo y su padre habían salido por la madrugada, totalmente ebrios, a golpear a un perro que había agredido a un primo suyo).  Sólo deseaba algo, no sabía bien qué.

 

Caminó con normalidad, a pesar del dolor que parecía extenderse hasta la parte alta de la pierna. Dobló la esquina por donde había visto desaparecer al perro. Las casas, a cada paso, lucían más desgastadas; hasta ahora lo notaba. Algunas parecían abandonadas, casi ruinas; casas marchitas, o algunas en obra negra, con varillas en los muros; tallos de arquitectura que nunca florecieron en más recámaras. Se detuvo al encontrar al perro: hurgaba en una bolsa negra. Sacó el teléfono celular y marcó el número de la perrera. Contestaron luego de algunos timbrazos. Perrera municipal, diga. La voz era similar a la que contestó la primera vez. Llamo para reportar un ataque de perro. ¿El perro es suyo? La pregunta le pareció hasta cierto punto estúpida. No. ¿Conoce al dueño? No. La campana del camión de la basura, que se acercaba, hizo que ambos callaran por un instante. ¿Puede darme la dirección? Buscó un minuto, tal vez dos, hasta que dio con un letrero casi invisible tras las ramas de una buganvilia. El hombre del otro lado de la línea repitió la dirección, lentamente, luego colgó sin despedirse.

 

Guardó el teléfono mientras veía al perro devorar algo que, de ninguna manera, parecía comestible. Se acercó a la casa, donde una mujer tendía ropa en un lazo amarrado de columna a columna de algo que alguna vez fue un muro. Buenas tardes, dijo él, buscándole la cara a la mujer. Buenas tardes, contestó ella. ¿El perro es suyo? Parecía haber aprendido que ésa es la primera pregunta que se hace a alguien cuando se trata de un ataque de perro. Es de mi hijo, contestó la mujer mientras seguía sacando prendas de una tina de metal; parecía saber de qué se trataba aquello. No quisiera molestar, pero me atacó hace rato, en la mañana. Su propia voz le sonó extraña, como si mintiera. La palabra atacar tenía una connotación extraña, casi ajena a lo que había sucedido en la mañana. Si alguien le hubiese mostrado un video del incidente, ataque hubiera sido la última descripción. Pensó en su abuelo y su tío, golpeando con un tabique uno, y una varilla el otro, según le habían dicho después, al perro que mordió a su primo: eso encajaba más con la palabra ataque. Ah, perdone, dijo la mujer. Por primera vez dejaba de sacar ropa de la tina.

 

De la casa salió un niño que se acercó al perro, a jalarlo por el cuello. Luego, al mirar el hocico sucio y la basura desperdigada, le dio dos patadas, a las que el perro respondió tirándose sobre su costado y estirando la pata derecha. Ni siquiera hubo un chillido, el único sonido fue el del vientre del perro, un ruido hueco, acartonado, casi inorgánico. Perdone usted, dijo la mujer, con un tono que seguramente usaba con los cobradores de las tiendas a crédito y de la renta. Hijo, ven acá. El niño se acercó. La mujer le dio dos golpes en la cabeza, a los que no hubo respuesta. Este señor dice que tu cochino perro lo mordió, ¿no te dije lo corrieras desde la otra vez? El niño volteó a mirar al hombre, que sentía el dolor estacionarse en la zona cercana a la rodilla. No supo qué hacer ante aquella mirada. El perro, aprovechando la distracción, volvió a la basura; no recordaba nada del incidente de la mañana. No tenía por qué. Usted disculpe, volvió a decir la mujer. Pero: ¿qué podemos hacer?

 

“¿Qué podemos hacer?” Lo que le había dicho Sarah días antes de que decidieran separarse, al notar que las cosas no mejoraban. Puso la mirada en la basura, en el perro, en el hijo, en la madre; luego en el tendedero, al lado de las camisas, sin saber bien qué seguía.  El camión de la basura pasó. Detrás de él, de manera muy lenta, venía la camioneta de la perrera.