
Una sombra es una imagen oscura que se produce cuando un objeto bloquea la fuente de luz; la oscuridad, en cambio, es la falta de luz. En esta delicada zona de sombras, oscuros y luces es que se mueve Imposible decir adiós (2021), novela de la más reciente premio nobel de Literatura, Han Kang (Gwangju, Corea del Sur, 1970).
La silueta de una mujer habla frente a la cámara. Es una sombra parlante. Narra cómo fue que su padre, superviviente de la masacre de Jeju de 1948, la llevaba de niña a una cueva de la isla donde había vivido escondido durante la violencia atroz y a la que volvía con su hija pequeña a modo de simulacros, residuo de trauma. Se trata de Inseon, la coprotagonista de Imposible decir adiós. Al momento en que escribo esto ya se ha repetido que este libro trata con la memoria de la violencia y el trauma, temas centrales en la obra de Kang. Quiero repasar entonces cómo es que lo hace, dejarme arrastrar por sus leitmotivs y sus múltiples despliegues intermediales dentro de la trama.
El complejo entramado narrativo y simbólico de la novela comienza con la protagonista Gyeongha y sus sueños en los que cae la nieve mientras en el mundo no onírico ensaya la escritura de una especie de testamento. Esta mujer de mediana edad, enferma de migraña, con espasmos estomacales, maltrecha por una pobre alimentación que le ha consumido masa muscular, ha sido arrastrada al fondo de una angustia producida por la escritura de un libro sobre otra masacre, la de Gwangju, perpetrada por el ejército surcoreano en 1980 contra estudiantes y profesores. Muy pronto sabemos que pesadillas recurrentes agobian a Gyeongha, pesadillas que la han dejado sola: “Se había creado una frontera sombría que me separaba del resto del mundo” (Imposible decir adiós, p. 25), pesadillas en las que ve miles de troncos negros y amorfos plantados en una ladera “como si fueran personas de diferentes edades” (p. 11), claro símbolo de las víctimas.
Esos troncos perturbadores constituyen un elemento que la autora siembra para ir extendiendo su presencia cuando la trama dé un giro y Gyeongha deba ir a Jeju a petición de su amiga Inseon, quien convalece en un hospital. Quiero detenerme aquí. El pedido que Inseon hace a Gyeongha despierta auras levinasianas. La protagonista responde al llamado de su amiga, que ha tenido un accidente, sin reparar en sus propios dolores y a partir de ese momento tomará responsabilidad por ella y las personas asesinadas en Jeju, gracias a un delicado hilo escritural. Desde ahora quiero decirlo, Imposible decir adiós es, en efecto, un libro sobre el trauma y la memoria, pero también conforma una postura ética frente a las víctimas de la violencia atroz y sus descendientes.

Si en Actos humanos (2014) las entrañas traslúcidas de los cadáveres y sus olores pueblan las páginas, en Imposible decir adiós los muertos, pero sobre todo los supervivientes, han adquirido una presencia onírica, evocativa, que se juega en la visualidad del espectro lumínico y en las sensaciones de los elementos del entorno: son troncos, son huesos de ballena, son sombras en la pared, son pájaros en el invierno. Estas dos novelas podrían leerse como un biombo en el que de un lado atestiguamos lo crudo de la violencia de Estado, y del otro, su realización simbólica (concepto que tomo de Daniel Feierstein).
A Gyeongha la ha consumido el hundimiento en la investigación de la masacre de Gwangju y la escritura de su libro (del que no tendremos detalles), aun cuando inferimos que no la relaciona con aquel suceso un lazo más “cercano”. Entrecomillo porque detrás de esta afirmación hay una duda: ¿por qué la memoria de un hecho que no vivimos en carne propia puede conducirnos a este agujero negro? Es aquí cuando adquiere su peso el término legal que se usa para describir los hechos, crímenes contra la humanidad: los perpetradores atentan contra las víctimas directas, lo humano en ellas, pero también contra lo humano en mí y en ti. Al mismo tiempo, nos hacen responsables, culpables de esa injusticia. Levinas de nuevo. He escuchado decir a Han Kang en diversas entrevistas que lo que le interesa explorar y mostrar es la dignidad humana en el contexto de violencias terribles, y este ejercicio es impensable sin remitirnos al rostro del otro, para decirlo en términos levinasianos.
El viaje a Jeju conducirá a una anagnórisis que, finalmente, terminará por producir este redescubrimiento de la protagonista con el rostro del otro, y por vía de ella, nosotros responderemos a su llamado.

Rescatar al ave de morir: anagnórisis
Gyeongha tiene una misión en Jeju: salvar a Ama, una cotorrita que Inseon dejó sola en casa para ir al hospital en Seúl: “Tienes que estar siempre alerta con ellos [los pájaros], aunque parezca que están bien. Por muy enfermos que se encuentren, se quedarán posados sobre una percha como si no les pasara nada. Lo hacen por instinto, para no convertirse en blanco de depredadores (p. 88, cursivas del original)”. El viaje hacia allá, que va de Los Pájaros a La Noche pasando por La Penumbra y Los Árboles, será revelador. En ese locus de memoria violenta, descubriremos de a poco la historia de la familia de Inseon. Conoceremos, por ejemplo, a fondo a la madre, un personaje relevante que ha aparecido ya desde antes y del que nos enteramos por el relato triangulado de Inseon que hace Gyeongha. Una madre que ha volcado un aura sobreprotectora sobre su hija y que ha llegado a provocar en ella un odio profundo. También sabremos que su padre debió sobrevivir a la masacre escondido en una cueva como los pájaros: sin hacer ruido, posándose como si no pasara nada. Las aves ya nos han anunciado antes, en la primera visita de Gyeongha a Jeju, su relación simbólica con esta memoria de sombras: “Mientras yo trazaba el contorno de la sombra sobre la pared empapelada de blanco sin apretar demasiado el lápiz, dibujando la cabeza y los hombros gigantes de Inseon con un enorme pájaro negro encima. […] Al moverse la fuente de luz, lo hizo también la sombra…”, augurio de lo que sucederá cuando la protagonista vuelva a Jeju. Las aves, símbolo recurrente de Kang, aparecen antes en Actos humanos: “La avecilla que se escapa del cuerpo cuando muere alguien, ¿dónde se encuentra cuando la persona está viva? ¿Detrás de la cabeza como un halo? ¿Quizá en un rincón del corazón?” (pos. 31). Salvar al ave de morir, salvarla también de ser olvidada.
En esta segunda visita de Gyeongha a la casa de la madre de Inseon seremos testigos de un desdoblamiento: Inseon aparece de pronto en su casa mientras también está en el hospital. Mi conocimiento de la literatura coreana es tan pobre que no alcanzo a saber si este juego de dobles y presencias es un rasgo de su tradición, así que no haré la impostura de interpretarlo en ese sentido. Seguiré la línea onírica en la que los personajes y los elementos han aparecido, difuminados, fragmentados, iluminados apenas por la luz de una vela, o por medio de su sombra: “La luz que entró de fuera iluminó un poco más el interior del taller. Con ayuda de esa luminosidad, Inseon se puso a buscar algo…” (Imposible decir adiós, p. 150).
Esta Inseon desdoblada está dispuesta a contar la historia completa que hasta ahora solo ha contado en partes; por ella sabremos que no solo su padre, sino también su madre es superviviente de la masacre de Jeju. Este descubrimiento nos da la oportunidad de sopesar el carácter de la madre de Inseon y comprenderla. He aquí el ejercicio de ética y dignidad que le ha preocupado a Kang construir y que despliega su efecto primero en la protagonista del libro y luego en nosotros los lectores.

El archivo ilumina
A los documentales de Inseon descritos —acaso ecfrásticamente— a lo largo del libro se sumarán otros medios por los que podremos reconstruir una historia familiar y nacional: cartas, notas de periódicos, libros, fotografías. Un archivo meticulosamente armado por la madre de Inseon y resguardado por la hija que va iluminando los huecos de la historia de Jeju, de Inseon y su madre, de la propia Gyeongha: “Aparte de que estaba oscuro, el libro tenía una tipografía muy pequeña, por lo que tuve que ponerlo bajo la luz de la vela y acercar mucho la cara para poder leerlo” (Imposible decir adiós, p. 174). Ahí donde la opacidad de la palabra oficial y de la imposición del silencio extienden su oscuridad, el archivo alumbra. Si este archivo además es personal y lo confecciona una víctima directa, su luz es reveladora cuando los ojos del otro se posan en él.
Aunque resulte obvio decirlo, esta importancia que Kang le da a los testimonios y al registro es de suma relevancia cuando tratamos con crímenes de lesa humanidad y el trauma en supervivientes y descendientes de víctimas. Lo que el perpetrador logra destruir en unos días se quedará inscrito por generaciones como una violencia que se reaviva en lo íntimo del carácter y las relaciones de afecto, porque el terror impone silencio y el silencio impuesto tiende a bloquear la expresión del dolor colectivo y a obstaculizar la solidaridad con ese dolor. El cuerpo habla sus verdades más profundas de otras maneras.

Una transformación en la alteridad
Un rasgo que me parece profundamente interesante de Gyeongha es cómo la respuesta al llamado de Inseon se da por encima de sus propios dolores, como ya había dicho. Sin que esto se lea como una actitud sacrificial, encuentro en este trayecto del personaje una configuración ética que he venido intentando describir. Las migrañas y el dolor ocurren en Jeju, no es que el personaje se ha curado, no es que ha adoptado una actitud “positiva” ante sus malestares, es que los vive en presencia del rostro del otro.
“Lo que quiero decir es que esas pesadillas me robaron la vida. No dejaron que se quedara a mi lado ni un ser vivo. —Eso no es así —me interrumpió Inseon— […] —Yo estoy contigo” (Imposible decir adiós, p. 185). Gyeongha no se ha quedado sola, es más, nunca estuvo más acompañada: Inseon está con ella y también las miles de personas asesinadas en Jeju a quienes ha desentarrado de las cajas de la memoria, de las cuevas. Inseon ha tomado responsabilidad por Gyeongha mucho antes de pedir su ayuda, respondió a su llamado cuando le contó por primera vez la pesadilla de los troncos, que hizo suyos. Inseon y Gyeongha, amigas antes de saberlo, comparten un trauma, una violencia, una historia, incluso si ninguna de ellas la vivió en carne propia. Ambas han absorbido de los cuerpos de los supervivientes y de los documentos la sustancia de esta violencia, la dignidad de su recuerdo.
La novela es, lo diré una vez más, una sentencia ética: no podremos, como no podrá Gyeongha, como no puede Han Kang, abandonar este tema una vez que hemos respondido al llamado. Signo de luminosidad en este mundo de sombras donde la masacre, el crimen contra la humanidad sigue cundiendo. Esta es la lección invaluable de Imposible decir adiós.

Han Kang, Imposible decir adiós, Random House. Traducción de Sunme Yoon, 252 pp.

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