El conflicto palestino-israelí monopoliza la atención mediática, académica y política que en América Latina se da sobre Medio Oriente. Difícilmente pasa un día sin que en las redes sociales, telediarios o páginas de periódicos no se haga referencia a alguna noticia relacionada a este complicado y trágico conflicto entre dos naciones que por décadas no han logrado establecer una paz justa y duradera. A lo anterior podemos contraponer un sorprendente silencio e indiferencia casi absolutos por otras dinámicas, conflictos y tensiones de un convulso Medio Oriente que, en el mejor de los casos, merecen un comentario o nota marginal en esos mismos espacios tan interesados por el caso palestino-israelí. En esta reflexión me enfocaré en la República de Turquía, cuyo gobierno, liderado por Recep Tayyip Erdoğan experimenta desde hace varios años un proceso de reconfiguración identitaria interna y una reformulación del lugar del país en el escenario regional e internacional.

Hablar sobre Turquía es hacerlo sobre un país con una dinámica interna y una política exterior complejas en la que confluyen diversos intereses y objetivos los cuales han llegado a entrar en contradicción y crisis en los últimos diez años durante los cuales Erdoğan ha afianzado su poder interno y ha dotado a la política exterior del país de un proyecto que algunos especialistas han denominado “neo-otomanismo” que afecta principalmente (pero no de forma exclusiva) al Medio Oriente, Norte de África, Cáucaso y los Balcanes, zonas centrales en este neo-otomanismo, así como a la política interna y que afecta la autopercepción turca como país.

Algunos ejemplos de noticias emanadas de Turquía en las últimas semanas nos servirán de ejemplo de este lento pero inexorable proceso que, bajo el manto de la recuperación del pasado otomano, ha llevado a una concentración de poder en manos de Erdoğan; un socavamiento de las instituciones democráticas y libertad de expresión, así como la utilización del poder judicial para lograr purgar a los “enemigos” del mismo Erdoğan.

El 1 de julio el portal ANFNEWS reportaba una gran manifestación pública de abogados en Estambul que protestaban contra un proyecto de ley presentado por el gobierno que busca socavar la autonomía de los colegios de abogados y por el cual dichos colegios pasarían a estar bajo control del Estado. Lo anterior se desencadenó por las críticas que el Colegio de Abogados de Ankara hiciera al sermón emitido en la víspera de Ramadán por el clérigo Ali Erbaş, Ministro de Asuntos Religiosos del país, en el que acusaba a la convivencia de parejas no casadas y a la homosexualidad como los causantes del coronavirus definiéndolos como “no islámicos”.

Ante la queja del Colegio de Abogados de Ankara el presidente Erdoğan reaccionó prometiendo un cambio en la ley sobre los colegios de abogados, declarando su apoyo a Erbaş (quien en el pasado ha sido acusado de ignorar y justificar la misoginia y el abuso infantil) y acusando al Colegio de Abogados de Ankara por “vilipendiar los valores religiosos”.

Es interesante contrastar esto con un reporte del International Lesbian, Gay, Bisexual, Trans and Intersex Association (ILGA) titulado “Rainbow Index”  el cual ubica a Turquía en el penúltimo lugar de una lista de 49 países englobados en la categoría “European Region”. Mientras países como Malta, Bélgica, Luxemburgo y Dinamarca lideran el índice, Turquía solo supera a Azerbaiyán. El índice muestra los mejores y peores países para la población LGBTI+s tanto a nivel social como cultural y legal.

Esta misma semana apareció una noticia en el portal Europapress en la cual se informaba que el presidente turco pretendía imponer medidas severas contra redes sociales como Twitter y Facebook, así como a Youtube y Netflix. Para lograr eso el gobierno busca introducir legislación que obligue a las compañías de redes sociales a ajustarse a la normativa turca y permitir al gobierno turco imponer limitaciones y censura a su contenido. Lo anterior fue una reacción personal de Erdoğan a los insultos y críticas que se generaron en redes sociales cuando la hija del presidente y su esposo anunciaron por Twitter el nacimiento del cuarto nieto de Erdoğan.

El 28 de junio pasado Hasan Gözlügöl publicó en el portal Medium un interesante artículo titulado “Who are Turkey’s political prisoners and why is Erdoğan so determined to keep them locked up?”, en el que profundiza sobre el sistema carcelario turco, el cual tiene una capacidad total para 220,000 prisioneros y actualmente tiene hacinados en el mismo a más de 300,000 personas, muchas de ellas encarceladas sin el debido proceso judicial.

Gözlügöl reporta que más de 50 mil personas están detenidas en cárceles turcas por razones políticas, ya sea por cargos de terrorismo o espionaje y por supuestas relaciones a grupos como DAESH, Al Qaeda, facciones radicales de izquierda, PKK o el movimiento HIZMET (Gülen). A lo largo del artículo se detalla el proceso por el cual el gobierno turco ha logrado utilizar el brazo judicial del país para encerrar a sus críticos y “enemigos” así como a líderes políticos como Selahattin Demirtaş, uno de los líderes del Partido Democrático de los Pueblos (HDP) quien se encuentra en prisión por cargos de “colaboración con grupo armado y propaganda a favor de organización terrorista” desde noviembre de 2016. Hay que destacar que más de 50 mil miembros del HDP han sido encarcelados, lo que significa una persecución política y una criminalización de las actividades de este partido que en las últimas elecciones turcas ha desafiado el poder de Erdoğan y sus sueños de control y poder absolutos.

Podríamos seguir agregando ejemplos de noticias que demuestran una convulsa Turquía a nivel interno, a lo que se suman las noticias sobre las actividades turcas a nivel regional e internacional que nos muestran un país cada vez más involucrado en conflictos y dinámicas tanto en Medio Oriente como en el Cáucaso y Europa.

El aspecto regional e internacional de Turquía lo abordaré en la segunda parte de esta reflexión, baste decir en este punto que el proyecto neo-otomanista se traduce en acciones concretas que han transformado la compleja política exterior turca en Medio Oriente, misma que hoy se hace presente en la invasión turca al norte de Siria en donde el gobierno turco ha perpetrado una limpieza étnica contra la población kurda siria; en las tensiones y enfrentamientos verbales con Israel; en su acercamiento y alianza con el régimen de Qatar; en su apoyo a los movimientos islámicos sunitas como los Hermanos Musulmanes en Egipto y Palestina así como un recrudecimiento de los conflictos que mantiene con países como Grecia, Chipre y Armenia, sin olvidar su acercamiento e influencia en algunos gobierno de los países balcánicos y de Europa del Este.

La visión neo-otomana de Turquía se nutre por una rememoración positiva de elementos del pasado imperial otomano y se ha llegado a establecer como una “forma generalizada de vivir y pensar en la Turquía moderna”[i] no sólo al interior del país sino en relación con el papel que Turquía juega en Medio Oriente, los Balcanes, Europa, el Cáucaso y el norte de África principalmente.

Este proceso de rehabilitación del pasado otomano y las raíces islámicas encuentra sus orígenes políticos en el período de gobierno de Turgut Özal, quien después de su victoria electoral en 1983 inició un proceso de ruptura con las décadas previas de la República de Turquía y con el kemalismo rector de la vida política del país por más de cinco décadas.

El gobierno de Özal sentó las bases de la transformación valórica e identitaria de una Turquía que experimentaba un resurgimiento del islam tanto en lo público como en lo privado. El partido de Özal, Anavatan Partisi (Partido de la Madre Patria o ANAP) apuntaba a la naciente clase media turca que, favorecida por las políticas económicas implementadas con la ayuda de Europa, comenzaba a configurar una contraélite crítica y desafiante a la vieja élite kemalista.

Como menciona Donelli, esta burguesía tenía contactos profundos con las provincias de Anatolia tanto hacia la región del Mar Negro como hacia el este del país y provocó una síntesis única entre liberalismo económico con una rehabilitación y promoción de valores islámicos que creó una subcultura potente e independiente al kemalismo.

La compleja e interesante síntesis propuesta desde la época de Özal entre un liberalismo económico antiestatista (uno de los seis pilares kemalistas que imponía la acción del gobierno en el ámbito económico) y una revaloración del islam (que desafía al secularismo kemalista) han dado, con el paso de los años, pie a una nueva formulación del nacionalismo turco, el cual no niega la modernidad ni la apertura al mundo pero promueve un nuevo modo de vida regido por la ética islámica en donde la recuperación de sultanes, visires, espacios públicos y la misma historia otomana es central.

Özal y su gobierno dejaron sentadas las bases sobre las cuales el Partido de la Justicia y Desarrollo (AKP por su siglas en turco), liderado por Erdoğan al llegar al poder en las elecciones del año 2002, lograría establecer el punto de quiebre en relación con las primeras siete décadas de existencia de la república turca.

Erdoğan y su gobierno han pasado por diferentes etapas en materia de relaciones exteriores condicionadas, o por lo menos influidas, por acontecimientos y transformaciones en el sistema de poder internacional dentro del cual Turquía pretende ser un actor a tomar en cuenta. Al interior del país la búsqueda de combinar democracia y valores islámicos, libre mercado y una élite económica afianzada por décadas en el poder así como un pasado otomano lleno de momentos oscuros como el genocidio armenio, la represión a los kurdos o la persecución y discriminación a sus minorías judías y cristianas que se contrapone con la búsqueda de estabilidad interna aún muestran sus paradojas y contradicciones en una Turquía que siempre ha contenido “muchas turquías” tanto en el plano económico como cultural, ideológico y político.

No hay que olvidar la persecución, purgas y marginación de intelectuales y políticos críticos que en Turquía se ha desatado en el periodo posterior al polémico intento de golpe de Estado del año 2016 que ha llevado a la cárcel o al exilio a miles de críticos del régimen, así como a un asalto a la separación de poderes y una grave limitación a la libertad de expresión y asociación en Turquía.

Un ejemplo sobre el neo-otomanismo que afecta al espacio público y al lugar que lo no islámico tiene en la actual Turquía y que nos ayuda a conectar los procesos internos de Turquía con sus relaciones exteriores es el debate sobre el futuro de Hagia Sophia, la antigua iglesia bizantina que actualmente opera como un museo y la cual se pretende convertir en una mezquita.

La propuesta hecha por el presidente turco y apoyada por la totalidad de la clase política turca ha causado reacciones internas y externas entre las que destaca la crítica que políticos rusos han manifestado en las últimas semanas. La sola propuesta ha levantado polémicas y amenaza con inflamar, aún más, las tensiones que Turquía mantiene con un Occidente que ve con preocupación estas señales.

Las palabras del Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa Kirill “La amenaza a Hagia Sophia es una amenaza a toda la civilización cristiana y por lo tanto a nuestra espiritualidad e historia” no dejan lugar a dudas de que esta es una medida que preocupa más allá de los confines de Turquía. Se esperan más reacciones en el mundo cristiano ante esta polémica decisión.

El 10 de julio amaneció con la confirmación de que una corte turca había decidido anular el decreto de 1934, el cual había convertido Hagia Sophia en un museo. Esta anulación abre el camino a que esta antigua iglesia bizantina vuelva a ser una mezquita.

Con más de 1,500 años de existencia, Hagia Sophia es un poderoso símbolo dual: por un lado para el cristianismo y por otro, para el mundo musulmán, por lo que cualquier cambio de estatus tendrá impacto en seguidores de ambas religiones, así como en organismos como la UNESCO al ser Hagia Sophia considerada como sitio patrimonio de la humanidad.

Hagia Sophia (‘Sabiduría divina’ en griego) se terminó de construir en el año 537 bajo las órdenes del emperador bizantino Justiniano, y por siglos su arquitectura ha dominado la entrada al Bósforo. Hagia Sophia fue el centro religioso y político del cristianismo ortodoxo y por mucho tiempo fue la iglesia más grande del mundo.

SI bien los cruzados lograron controlar Hagia Sophia por un breve periodo del siglo XIII, en realidad la iglesia estuvo bajo poder de la iglesia ortodoxa bizantina hasta que las fuerzas otomanas del Sultán Mehmet “El conquistador” la pusieron bajo dominio musulmán y fue transformada en una mezquita. 

Se agregaron los cuatro minaretes que la rodean, se cubrieron y ocultaron los iconos cristianos ortodoxos, así como los mosaicos que embellecían la iglesia, además se agregaron enormes paneles con los nombres de Dios, el profeta Mohammad así como de los califas árabes.

Sería en 1934 cuando Mustafa Kemal, conocido como “Atatürk” (“padre” de los turcos), fundador de la moderna República de Turquía al buscar crear una república secular alejada del pasado otomano convertiría por decreto a Hagia Sophia en el museo que conocemos.

Si bien el todopoderoso Recep Tayyip Erdoğan ha sido la voz cantante en este proceso, sería un error limitar esta polémica decisión a un capricho presidencial. Por muchos años algunas asociaciones civiles turcas han presionado a los poderes Judicial y Legislativo del país para anular el decreto de Atatürk sobre Hagia Sophia llegando incluso a postular teorías de una supuesta falsificación de la firma presidencial y sosteniendo que el gobierno de Atatürk no tendría fundamentos legales islámicos para anular la decisión tomada por el Sultán Mehmet.

Esta decisión podría provocar un ahondamiento mayor en una sociedad turca de por sí ya dividida en dos grandes grupos: aquellos que valoran y aplauden los esfuerzos gubernamentales por recuperar el pasado y la forma de vida otomana y los que ven en ese proceso una amenaza terrible al espíritu secular y democrático del país. Una encuesta llevada a cabo por Metropoll encontró que 44% de los turcos considera que el tema de Hagia Sophia fue puesto en la agenda pública para desviar la atención de los problemas económicos y políticos de Turquía.

Sea una pantalla de humo para desviar la atención o no, en realidad estamos siendo testigos de una transformación profunda en una Turquía siempre convulsa, compleja y llena de contrastes. La reacción internacional a esta decisión sobre una edificación tan simbólica para el cristianismo no se ha hecho esperar y a las advertencias del Patriarca ruso Kirill se ha sumado la del Patriarca Bartolomé, quien alerta sobre una fractura entre Oriente y Occidente; el mismo Secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo, lamenta que esta decisión pueda dañar las relaciones entre diferentes religiones y culturas, así como voces muy críticas que emanan de la vecina Grecia que ve en esta decisión una afrenta más al pasado cristiano de Anatolia.

Algunos analistas sostienen que si bien la decisión sobre Hagia Sophia es una decisión interna del gobierno turco, también reconocen que es un mensaje preocupante en los niveles regional e internacional. ¿Cuáles son los horizontes y objetivos regionales e internacionales de esta nueva Turquía? Ese será el tema central de la segunda parte de esta reflexión sobre el futuro de este importante, complejo y paradójico país.


[i] DONELLI, Federico. “Una reflexión histórica en torno de la Weltanschauung neo otomana”, en Donelli, Chiriatti y Férez (comps). Un retrato dela Turquía contemporánea. 2016.