Como el Coyote
A todo trabajador le convendría estar atento cuando se habla de arte y precariedad —ya sea partícipe de este tipo de labor, o no—. Una razón para ello es que cultura nacional y trabajo artístico son temas inseparables; y esta vinculación no debería desdeñarse tan fácilmente. Porque pensemos, por ejemplo, en un primer argumento común que critica el parasitismo del quehacer artístico y su prescindibilidad. Una primera tirada contradiscursiva sería hacer notar la instrumentalización que del trabajo creador se han valido los Estados para la construcción de su propio mito nacional. Con eso se daría un primer manotazo en una mesa en la que, acto seguido, podrían depositarse argumentos que tocaran el peligroso tema de las subjetividades, sus derechos de uso y su vinculación con el trabajo.
Para ponerlo en términos menos abstractos lo anterior puede ejemplificarse con la función de una bandera que un ejército emplea para sitiar una ciudad: aquel pedazo de tela ondeante, su color, la hechura de sus símbolos, la manera en la que está cosida cumple condiciones para la realización del objetivo más importante en una delimitación social dada. Vamos, que no se puede sitiar una ciudad con una bandera hecha con la ropa interior de todos los soldados que participaron en la batalla, a menos que esos calzones sean contenedores de un emblema potente y reconocido por todos que, por significación reconocida y desbordante, pueda diferenciar conceptualmente el territorio de la violencia del espacio de paz. El símbolo representado debe ser lo suficientemente potente como para contener así la muerte simbólica del opositor y las condiciones de la victoria del triunfador. Es una marca de ello, una fórmula compleja o, en términos de matemática contemporánea: una especie de algoritmo. Y ese algoritmo ha sido pensado por un grupo de trabajadores del arte.
Por supuesto a la par de aquella duda sobre la función del arte también existe la línea discursiva —de capas hojaldradas y frágiles— desde la cual se construye el argumento de muchos gremios artísticos despolitizados. Quiero decir, de quienes idealizan en extremo su ‘necesidad’ mientras reparten dolorosos sarcasmos que evidencian su desamparo, con poca potencia para construir razonamientos en lo teórico desde los cuales se podrían negociar mejor las condiciones de su propia imprescindibilidad… Elevar el argumento de que el arte es pura positividad, así, a secas, para el desarrollo de la cultura, o exaltación del ánimo, o potencia para el progreso, no dice salvo ingenuidad en quien imagina que tal planteamiento es suficiente. El arte es trabajo ‘necesario’ si se cumple una condición política en lo social, de donde ha surgido como síntesis de sus contradicciones. No es el desarrollo del espíritu, sin la idea. Es la politización estética de una idea que trasciende al arte por exceso en un imaginario colectivo, pero que se reintegra al mismo para incrementar o complementar sus significados. Así, cuando un artista le pide al Estado que debe ver por su condición, necesariamente está negociando un estatuto político respecto a su trabajo que puede cuadrar —o no— con la noción de arte acorde al proyecto de enunciación/reconversión del mito nacional en turno. No estoy diciendo acá que esto siempre deba coincidir, sino que es un hecho que esto muchas veces no ocurre. Ese es el territorio para la negociación o, digamos, el territorio para la ‘guerra’ donde se pactan las condiciones para un espacio de ‘paz’ laboral.
Un buen ejemplo es el caso mexicano, en el que la participación de los artistas en el Estado moderno pasó por un filtro posrevolucionario que reinterpretó los símbolos de una lucha cuyos mitos concretos eran sumamente contradictorios. Esa participación fue una consecuencia de la configuración de emblemas que apuntalaron la hegemonía de un partido. Con ello se pactó una interdependencia, de cuya relación apareció la posibilidad de su subvención. Por supuesto en esto hay muchas y múltiples derivaciones que no coinciden siempre con una mirada única. Sin embargo, la idea de producción artística para el Estado mexicano estaba más o menos acomodada desde hace un tiempo como parte de su propia necesidad. Por ello, para la contradictoria etapa en la que nos encontramos, y en la cual se comienza a desconocer el cobijo de las artes por parte del Estado que antes estaba medianamente resuelto (muy medianamente), y en el decrecimiento de presupuestos o el otorgamiento de una especie de mero sostén casi caritativo o el forzamiento de la participación pseudocomunitaria del arte para ser considerado, el tema del trabajo artístico y su relación con el espacio social debe ponerse de nuevo a revisión.
La palabra que siempre me ha parecido clave cuando se habla de estos temas es autonomía. ¿Cómo es posible pensar en la autonomía del arte frente a los procesos de producción convencionales, adscritos al tiempo/fuerza de trabajo? Porque una autonomía productiva —es decir, el reconocimiento de que un artista pueda vivir del tipo de representaciones que lleva a cabo, con independencia de la circulación de plusvalía que sea capaz de generar— solo puede lograrse como pacto social, que en el Estado se concreta en el desarrollo de su mito nacional. Y luego, ¿cómo se puede pensar en la reconversión de dicho mito, en caso de que el Estado imagine no necesitar de esas entidades autónomas —desde una concepción productiva llana, con esta idea limitada, pero común, de meros bienes materiales— que le den voz al desarrollo de subjetividades humanas inscritas en procesos de transformación social? Todo un tema. Y es que luego, al saber este conflicto, el ‘demonio’ seductor del mercado coquetea levantando su cetro, desde luego. Todo él, sentado en el trono hecho de sus propias condiciones, basadas en la producción de bienes de consumo en el capitalismo… Si no con el ‘dios’ del imaginario nacionalista, con el ‘diablo’ del estatus económico contante y sonante.
Luego entonces, más preguntas: ¿puede el artista, de manera individual o colectiva, plantear sistemas productivos que se independicen de los procesos de la economía política imperante? Gramsci, por ejemplo, dice que no:
Todo grupo social que surge sobre la base original de una función esencial en el mundo de la producción económica establece junto a él, orgánicamente, uno o más tipos de intelectuales que le dan homogeneidad no sólo en el campo económico, sino también en el social y en el político.
Y agrega más adelante:
[…] toda la filosofía idealista se puede referir fácilmente a esta posición asumida por el complejo social de los intelectuales y define la expresión de esa utopía social según la cual los intelectuales se creen «independientes», autónomos, investidos de sus propios caracteres, etc.
Porque aquello equivaldría a proponer nuevos sistemas de circulación del ‘valor’, sin reparar en que las condiciones para que el Estado o las relaciones de mercado no desaparecerán —junto con nuestra dependencia a ellos— por arte de magia. Aunque al intentarlo es cierto que al menos se fuerzan, hasta cierto punto, tales condiciones.
Lo que puede sacarse al menos en claro de ello —señora, señor, trabajador-no artista— es un asunto que trasciende los meros términos de la producción de arte. Se trata de otro problema más de economía política, frente al cual habrá que agregar, quizá en la misma medida en la que Debord hablaba de ‘la huelga del arte’: si el artista no presiona desde un basamento político-cultural para que el Estado reconozca y conciba su autonomía como parte del proceso histórico de una nación, ¿a dónde va a mostrar e intercambiar el tipo de producciones que gesta y gestiona? ¿Dónde está, pues, su público, más allá de la entidad política en disputa y precarizada llamada ‘ciudadanía’? Así, muchas veces sin espacio para la presión política más allá de la exigencia de la subvención o el donativo, y frente al precipicio del empobrecimiento, cada uno termina arrojándose trágicamente al vacío como puede (haciendo como que vuela con los brazos, inventando aviones de cartón que planean un rato y luego se desploman, o con un paraguas que intente hacer las veces de paracaídas —como el del Coyote—).
La fábrica difusa
Pero las cosas van a peor. Y una pregunta que lo señala revolotea nuestro desasosiego pandémico (ahora menos basada en la intuición, que en la contundencia de los días gastados): ¿dónde se está yendo todo? La respuesta más inmediata: a la mierda, claro. Aunque como no podemos decirlo solo así (igual que en el conocido meme), podemos optar por enchular un poco la respuesta: se está yendo por el caño del proyecto civilizatorio moderno que ha sido consecuente con el modelo colonial.
Así pues, si alguno se sorprende de que hoy ocurra esto que nos tiene metidos dentro de nuestras prisiones autodecoradas —o peor aún, transitando por las calles rumbo a nuestros trabajos con la posibilidad latente de derrumbarnos en agonía antes de poder meter la tarjeta en el reloj checador—, es porque estaba desorientado acerca del perfeccionamiento progresista en la deformación de nuestras subjetividades, ahora a una escala celular. No más que un retraso de varios siglos en su aturdimiento. Y es que nuestra investidura ciudadana no comenzó respondiendo de manera directa al ensueño que proporciona la mesmerización del mercado o el Estado, sino a la sujeción colonial que nos ha clasificado en silencio desde hace varios siglos. Aunque hay que advertir que saberlo nos sirve apenas para habitar una melancolía inversamente proporcional a la del rey desnudo: los grilletes eran más o menos invisibles, cuando imaginábamos caminar con libertad por las ciudades. Hoy los vemos ahí, con azoro, donde siempre estuvieron. Si cuesta trabajo —todavía— observarlos fijamente, aquella intuición de antaño ha cobrado una materialidad insospechada.
En el momento paradoxal en el que nos encontramos comienza a desdibujarse el uso que algunos hacían de la idea del placer desde el arte que, para algunas personalidades como la mía, era cara ilusión de independencia. Si bien es verdad que ciertos procesos artísticos podrían ser entendidos como el refugio de subjetividades que no encontraron sino aridez en condiciones de productividad frontal, asumida como la única necesaria, no nos engañemos: aquella subjetividad de los objetos artísticos, contrapuestos a la producción de valor material, está sublimada en entidades de culto luego de su desacralización cuasi-divina. Hegel, por ejemplo, condena al arte a una inferioridad existencial frente a su idea de Espíritu Absoluto, gracias a que este no necesita de representaciones intuitivas, sino de una modulación de la razón que logre concebir un nivel máximo posible. Así, a él no le importa si el arte es ‘verdadero’ o no: siempre será una concepción que finca sus ilusiones en el pasado. Y desde un centro que se percibe como avanzada última, como lo más y lo mejor, es secundario detenerse en algún tipo de belleza. Para decirlo de otra manera, la belleza para la idea de lo Absoluto siempre parcial y, por consiguiente, precaria.
De este modo, el problema está planteado. Quienes, sin embargo, defendemos la necesidad de estas subjetividades, tenemos una postura distinta: toda creación artística es el reflejo de cierto tipo de miradas periféricas, que señalan ya una posición política que no se ciñe necesariamente a la reproducción de un centro radical y suprahistórico. Esto trasciende una mera observación crítica sobre la existencia de amantes de una visión inmanente, así como de las corrientes estéticas o políticas que les soportan, y que pugnan (en pequeña escala hegeliana) por hacernos creer que la prevalencia de una visión estética central implica el único avance posible. Por supuesto el arte ha operado mucho tiempo mediante la potencia de una idea así, aunque de manera cada vez más fragmentada: la visión nuestra es la hegemonía, y todo lo demás no representa la mirada que la historia o el espíritu de una época requiere. Una lucha que, finalmente, se sigue negociando en el enfrentamiento entre contrarios.
Frente a una idea así, Walter Benjamin sostenía —años antes de que la técnica mostrara su faceta más espectral llevada al extremo por la sofisticación de la maquinaria de exterminio en la Segunda Guerra Mundial, y que él mismo habría sufrido hasta sus últimas consecuencias—:
El europeo medio no ha sido capaz de unificar su vida con la técnica, porque se aferra al fetiche de la creatividad. Es preciso haber seguido a Loos en su lucha con el dragón del “ornamento”, hay que haber escuchado el esperanto estelar de los personajes de Paul Scheerbart o bien hay que haber visto el “ángel nuevo” de Klee, que prefiere liberar a los humanos cuando va retirándolos a hacerlos felices con sus dádivas, para detectar una humanidad que se acredita en la destrucción.
Porque estas “dádivas” son apenas producto de un endurecimiento del “buen gusto”, una puesta en el extremo de los símbolos que un cierto tipo de vida necesita para asegurar su posición. Quien percibe lo otro desde el centro, es decir, quien se defiende de lo otro, coloca fetiches representativos de esa separación que le justifica para parecer distinto por derecho propio, y por ende invisibilizar así a todo aquello que no se le parezca. Incluso el artista puede producir insignias para tal función, y estar de acuerdo con el empleo que se hace de ellas… y, sin embargo, su manera de indagar sobre los objetos que representa —así se funden en el vacío— no puede depender únicamente de aquel centro perceptivo.
No obstante, lo que ahora tenemos de frente en nuestro recién inaugurado ánimo post-covid es la seguridad de la incertidumbre sobre estas constantes en el enfrentamiento de visiones. El espacio físico ideal para el ejercicio político que a duras penas había podido evolucionar hacia la ilusión de la posibilidad democrática ha sido siempre la ciudad como entidad viva, en la que las posturas se establecen en sitios determinados. Esa ha sido también la comprensión que el mercado pudo privilegiar, cuando ha marcado un territorio con el ensalzamiento del ‘estilo’: una zona firmada con un branding, que como en el ejemplo de la guerra y la bandera del principio, determinan el tipo de microEstado que se funda al solo cruzar la puerta de un local comercial. Ya se trate de la hamburguesa sencilla del Mc’Donalds o de una ‘Douche Burger’ (una de las más caras en el mundo), ambos productos están regidos por la hipersimbolización ‘pacificada’ de un espacio habitado y lo que eso significa para quien —como una especie de ciudadano de estanquillo— puede identificarse con los principios morales del producto. Así como el arte es necesario para la construcción de una identidad nacional en torno a un pedazo de tela que se convierte en una bandera, el artista percibe las necesidades de pertenencia a un espacio territorial para resignificarlo y reconfigurar su valor.
Pero ¿qué pasa cuando el ‘espacio de paz’ se vacía? ¿A dónde van a parar esos símbolos de guerra parcial, sino a nuestras representaciones bidimensionales o simulaciones tridimensionales? El pueblo fantasma de lo global es un espacio en el que las ruinas de la cultura son imperceptibles, y en el cual se reproducirá en potencia la conformación de un vaciamiento de las condiciones de trabajo.
El arte, al perder su carácter de periferia reflexiva que intenta rechazar el trabajo precarizado, simula lo mayoritario, lo hegemónico en términos de ornamento, pero tomando la otredad como símbolo. La figura del exótico es el ejemplo más a la mano que tenemos. Pero por supuesto, hay muchos más en la punta de la lengua. Quien piensa al otro y produce para esa idea elabora un trabajo especulativo, inmaterial en tanto se coloca en las lógicas de un pensamiento que sostiene a la sociedad capitalista. Su lugar de trabajo es lo que Maurizzio Lazzarato y Antonio Negri han llamado la ‘fabrica difusa’, donde además de organizar las posiciones de la distribución de la producción fragmentada de la empresa posfordista, se ideologiza esta subjetividad del trabajador-otro, precarizado por los nuevos modelos de trabajo. Las relaciones entre producción, distribución y consumo dependen así y en gran medida de en qué lugar se sitúe este observador.
En el texto ‘Trabajo inmaterial y subjetividad’, los autores sostienen que:
[…] el ciclo del trabajo inmaterial es preconstituido por una fuerza de trabajo social y autónoma, capaz de organizar el propio trabajo y las propias relaciones con la empresa. Ninguna organización científica del trabajo puede predeterminar esta capacidad y la capacidad productiva social.
Y luego agregan:
[…] de un lado el capital reduce la fuerza de trabajo a «capital fijo», subordinándola siempre más en el proceso productivo, de otro lado ella demuestra, a través de su subordinación total, que el actor fundamental del proceso social de producción ha cambiado ahora a «saber social general».
Entonces no se trata de una mera cuestión de subordinación al trabajo, sino que se erige una idea de ‘autonomía’ respecto al ciclo convencional de la producción. Se trata de una separación, de una reclasificación en los términos de trabajo inmaterial que regula las relaciones, frente a la explotación en el trabajo material:
[…] En otras palabras, se puede decir que cuando el trabajo se transforma en inmaterial y el trabajo inmaterial es reconocido como base fundamental de la producción, este proceso no atraviesa solamente la producción, sino el ciclo entero de «reproducción-consumo»: el trabajo inmaterial no se reproduce (y no reproduce la sociedad) en una forma de explotación, pero sí en la forma de reproducción de la subjetividad.
Jugando a potenciar uno de los lados de la contradicción, y con un poco de lugar común, diré esto último. Todos aquellos discursos moralinos acerca del “arte verdadero” que no tomen en cuenta estas condiciones de precariedad en la producción son una tontería a la infinita potencia. Los censores toman los espacios mediáticos para dictar sentencias acerca del “deber ser” como producción de belleza transformada en utilidad. Y entonces a repetirnos la vieja historia acerca de lo “bueno” y lo “mejor”, sin indicar estos cruces. ¿A qué nos sonará eso en estas condiciones? Regulación de la subjetividad que determine las nuevas relaciones en el capitalismo cultural que se cierne sobre nosotros de manera demencial, a través de nuestras telepantallas. Y eso no debe parecernos extraño, porque así se negocian las posiciones en la ilusión de trascendencia de la cultura hegemónica en turno. Lo que parece ridículo —y quizá, pensándolo un poco más, no lo sea tanto— es que esto sea repetido al infinito de manera inmediatista, justamente por quienes no necesariamente forman parte de la hegemonía cultural. Porque, de hecho, esa es la señal que verificaría las condiciones de precariedad en la producción de subjetividad futura, que justamente muchos subalternos sin formación política, pero con un rango determinado de especialización, sean aquellos que cumplan la labor de difundir los ‘beneficios’ para que intentemos adaptarnos a la fábrica difusa, lo cual puede incluso convertirla en transparente.
Breve bibliografía
– Benjamin, Walter. “Karl Kraus”, en Obras Completas. Libro II Vol 1. Madrid: Abada editores, 2007.
– Gramsci, Antonio. Los Intelectuales y la Organizacion de la Cultura. Madrid: Libros De La Araucaria S.A., 2018.
– Hegel, G.W.F. Estética. Buenos Aires: Siglo XX, 1983.
– Lazzarato, Maurizio y Negri, Antonio. Trabajo inmaterial. Formas de vida y producción de subjetividad. Río de Janeiro: DP&A Editora, 2001.