Qué lejos estoy del suelo donde he nacido
“Canción mixteca”, José López Alavez
De Centroamérica y México a Estados Unidos, de Nicaragua a Costa Rica, de Haití a Dominicana, de Ucrania a Polonia… los movimientos humanos son más la constante que la excepción, y lo han sido desde que la primera tribu se dio cuenta de la falta de recursos donde estaban asentados o de la existencia de un lugar con más fruta en los árboles, menos frío en las noches. A mi modo de ver, cualquiera debería tener la posibilidad de vivir dondequiera que se le antoje por la razón que sea; sin embargo, es una realidad que la migración, especialmente la “ilegal”, implica un sinnúmero de riesgos para quienes buscan habitar en tierras ajenas, y también un reto económico, político y social para los países que se vuelven el foco de las llamadas crisis migratorias cuando la cantidad de personas que esperan hacer hogar fuera de su terruño rebasa las capacidades del propio país.
El gobierno de Italia, por ejemplo, se declaró incompetente hace un par de semanas para dar cabida a todos los migrantes procedentes del norte de África y de Cercano Oriente que llegan a sus costas en embarcaciones rudimentarias que apenas les permiten llegar a suelo europeo (a veces ni eso). Un amplio número de quienes se aventuran a navegar el Mediterráneo en estas condiciones ven más viable arriesgarlo todo para jugársela en Europa que permanecer en sus países y padecer guerra, miseria y devastación. Ésta es la cara desesperada de la migración, con la que cualquiera —espero— puede empatizar. Sin embargo, en este texto quiero referirme a otro tipo de migración, una más relacionada con el bien-estar que con la supervivencia.
MK, procedente de Mauritania, es mi compañero de estudio más antiguo. Nos encontramos en la app de idiomas al inicio de la pandemia y fue uno de los pocos usuarios con quienes he trabado conversación que sugirió desde un inicio establecer un horario de sesiones semanales fijas para intercambiar clases de árabe y español. De entonces hasta ahora hemos mantenido contacto regular casi ininterrumpido, lo cual es poco común respecto a los vínculos hecho a través de esta red. Esta amistad, además, me ha permitido conocer desde dentro varias de las condiciones de vida en un país africano bajo un régimen islámico férreo, pero también me dio la posibilidad de seguir paso a paso la historia de un cambio de residencia, en el que pareciera que MK se mudara de planeta.
Hace 3 años, MK (casi 20 años menor que yo) cursaba sus estudios universitarios en Mauritania. Los primeros semestres de su programa debían tomarse ahí, pero los últimos implicaban su traslado a Francia. Según pude corroborar con un usuario argelino, esto mismo sucede con otros países que fueron colonizados por los franceses y siguen el mismo sistema educativo, incluyendo la escala de calificaciones, el famoso BAC (examen necesario para acreditar los estudios de media superior) y muchas otras características. El tiempo de viajar para MK llegó en alguna de las crestas Covid, lo cual me hizo pensar que mi amigo vería esfumarse la opción de la mudanza. MK no abundó en los detalles, pero sí me dijo que el trámite fue tortuoso. Al fin, con sus dos dosis de vacuna y una pila de documentos en su maleta, MK tomó un par de aviones y un tren que lo llevaron a su nuevo destino.
En nuestras sesiones de práctica posteriores a esto, MK me fue dando cuenta del contraste entre su vida anterior y su presente. Lo primero de lo que me habló fue del clima: cambiar de un sol abrasador a un tiempo semi-húmedo (apenas empezaba el otoño) resultaba una transición divina (antes, por supuesto, de que la cosa se pusiera demasiado fría en el invierno). A continuación, MK comentó sobre una vida social activa que involucraba fiestas con amigos, música y cerveza —lo cual detallaré en una próxima entrega—. Y no, MK no se volvió loco ni libertino, simplemente pudo experimentar lo que un joven de su edad vive en lugares donde la privación no es la norma, como sí sucede en el restrictivo régimen de su nación de origen.
Refiriéndonos al ámbito profesional, MK me cuenta que en su terruño no habría donde ejercer su profesión (ingeniería civil), dado que ni en la esfera pública ni en la privada hay desarrollo. Aunado a lo anterior, recientemente se refirió a la dificultad —más bien imposibilidad— de hallar un empleo sin tener contactos y la falta de legislaciones en defensa de los trabajadores, acerca de las cuales su experiencia francesa le da un amplio conocimiento. Hay más carencias que MK ha abordado en nuestras charlas, pero mi interés no es pintar un retrato terrible de Mauritania, sólo quiero citar algunas de las razones por las cuales mi amigo ansiaba el día en el que podría salir de su tierra, mismas que, ya fuera, son motivo para no volver.
Como lo dije arriba, cualquier persona debería tener la facultad de vivir donde se le dé la gana, donde se sienta mejor, y no sólo cambiar de residencia porque la subsistencia está en riesgo. En este punto, después de haber concluido sus estudios, MK ni siquiera considera la alternativa de retornar a Mauritania, y tomar esa decisión no ha sido fácil. “Hace más de dos años que no veo a mi madre, y la extraño mucho, mucho”. A pesar de los lazos que lo atan a su terruño, es más fuerte para MK la conciencia de que su futuro no está ahí, y desde muchos años antes de partir, se ha preparado para enfrentar la adversidad de estar lejos de su primer hogar. Siguen estas reflexiones el compás de esa dulce y triste tonada:
Y al verme tan solo y triste
cual hoja al viento,
quisiera llorar, quisiera morir
de sentimiento.