Ni la pandemia, ni la “gripe del desierto”, ni la documentada corrupción que rodeó a la elección de la sede, ni las vidas que costó la construcción de los estadios, ni las adversidades climatológicas, ni los alegatos sobre la falta de derechos para las mujeres y la comunidad LGBTIQ+  lograron que el lugar de Qatar como anfitrión de la Copa del Mundo de futbol en 2022 se tambaleara siquiera un poco. Es probable que eso envalentonara lo suficiente a los organizadores para dar la estocada final: casi horas antes de la ceremonia de inauguración, las autoridades qataríes informaron que sólo se vendería cerveza sin alcohol dentro de los estadios.

“Se cancela todo, vámonos. En mi colonia hay unas canchas muy bonitas que podemos usar”, quisiera haber dicho el patrocinador Budweiser al enterarse de que los espectadores de los juegos únicamente podrían consumir Bud 0, lo cual no era parte del acuerdo previo entre la FIFA y los locales. ¿Cómo podría darse un evento de este tipo sin la compañía de una intoxicante cerveza? Los hinchas podrían darse cuenta de que —como lo hiciera Homero Simpson al permanecer sobrio durante un encuentro de béisbol— el juego en realidad es muy aburrido.

Más que la derrama económica generada por la venta de una bebida embriagante, los qataríes pusieron de manifiesto con esta disposición el valor que dan a su dogma por encima del capitalismo. La restricción al consumo de bebidas alcohólicas en el Islam es un gran tema, algo que no puede pasarse por alto tan fácilmente. Yo caí en un banco de arena similar en una plática con A, quien me contaba que se dan unas uvas deliciosas en las montañas de Omán. “¿Y no se cultivan uvas para hacer vino?”, pregunté, pensando en que la latitud y las condiciones del terreno podrían ser idóneas para la producción vitivinícola. “El alcohol está prohibido aquí”, me respondió tajante. “Pues no se lo tienen que beber”, pensé en mi lógica capitalista, sin considerar la afrenta que representaría la elaboración masiva de un mal tan nocivo como el alcohol para la religión oficial del país, aunque no se consumiera localmente.

“Beber alcohol aquí es muy malo”, me dijo MK cuando todavía habitaba en Mauritania, refiriéndose no sólo a la imposición de una sanción, sino al escarnio social que venía con el hecho de ser señalado como un beodo. Aún en esos tiempos, MK no compartía la perspectiva de sus conciudadanos y autoridades —como en muchas otras prácticas censuradas ahí— y mostraba una gran curiosidad por el sabor de una bebida alcohólica. Fue hasta estar instalado en Europa ya pasados los 20 años que pudo darle su primer trago a una cerveza. “Me supo como a moho, pero no desagradable”. ¿Cuándo probé yo mi primera cerveza? Debió haber sido a los 12 o 13 años; no recuerdo el momento ni a qué me supo.

Pensándolo con cuidado, me parece difícil concebir la celebración de un partido de beis, soccer, básquet o americano sin bebidas embriagantes; del mismo modo, no me imagino mi adolescencia sin que el alcohol estuviera presente como un símbolo de madurez entre polluelos. Más difícil me resulta pensar en cualquier otro tipo de fiesta (salvo una infantil) en la que no corra el vino, los licores o la cerveza. Y no es que la embriaguez sea necesaria para pasarla bien, pero en una fiesta a la mexicana que se precie de serlo no puede faltar comida rica, chupe a mares y baile.

¿Cómo que tampoco hay baile? Bueno, eso depende. Las visiones más ortodoxas del Islam no ven al baile ni a la música con buenos ojos, lo cual no se comparte en todos los lugares con la misma censura que sí se impone al alcohol. A pesar de lo anterior, ni pensar en baile de cachetito, tomar a la pareja por la cintura o de a “cartoncito de cerveza”. Es más, muchos consideraron inusual que en la celebración de apertura de la arriba mencionada Copa de futbol en Qatar las danzas tradicionales fueran realizadas por hombres exclusivamente y no por mujeres o por ambos géneros. ¿Y el belly dancing? ¿La danza de los siete velos? En un evento de carácter público como el referido aquí parecería impropio para el código moral de los locales.

En esa última oración hay una palabra clave: público. Al final de cuentas sí hubo alcohol en la Copa del Mundo en sitios determinados, así como —me dice A— puede consumirse en hoteles y sitios específicos para satisfacer las necesidades más de los visitantes que de los locales. Por otro lado, tengo referencias de que hay clubes de baile de odaliscas —sobre todo extranjeras— en países del mundo árabe (tengo plena certeza de ello al menos en los Emiratos) también enfocados en el turismo foráneo. Sin embargo, supongo que los locales, algunos de ellos al menos, visitarán uno de estos sitios de vez en cuando o se tomarán un trago mientras los vecinos no se enteren.

Y así regresamos al principio: si bien el alcohol podría estar al alcance, en la mayoría de los ciudadanos prevalece la idea, apoyada en un dogma religioso, de que beberlo está mal. No creo que haga falta mencionar aquí los daños físicos, mentales y sociales que genera el exceso de embriaguez, pero mi crianza en la cultura mexicana me hace ver otros vínculos en las bebidas espirituosas: la tradición, compartir con los amigos, las charlas en las que a uno se le va la lengua y expulsa lo que quizá no quería—pero necesitaba— sacar de su pecho. Incluso, ese primer trago de cerveza de MK me parece un acto de libertad en el que alguien deja atrás los atavismos con los que fue educado y se expone directamente al fenómeno “nocivo” para conocer de primera mano qué es y qué no es.

Qué sed me dio de pronto.