Antes de escribir este texto leí La Giganta (2015), uno de los más recientes libros publicados por Patricia Lurent Kullick. Luego de su lamentable deceso, me pareció urgente saber más acerca de su última invocación narrativa. Me habían impresionado ya en su escritura una fluidez sobre las improntas de la niñez/juventud, y los recursos de la desidentificación en dos de sus primeros libros: Infancia y otros horrores (2003) y El camino de Santiago (2003). Sin embargo, necesitaba conocer la versión más madura respecto a la maternidad y, en general, los dislates de la filiación parental en los dilemas de un mestizaje moderno. Luego, abundar en una perspicaz alianza que la autora realiza con los sucesos contextuales, pues para que una narración cobre sentido y coquetee vestida de realidad en la mente del lector, se precisa una voz narrativa que emule las pruebas requeridas por todo animal humano para confiar en que aquello externo a su conciencia no es el producto de una mera ilusión. La fuerza en las construcciones de Patricia Laurent Kullick dependen, sobre todo, de un recurso tan bien administrado como ese. Cada uno de sus párrafos son juegos pirotécnicos de un sinfín de tales tácticas literarias. Por eso es por lo que, cuando leí por vez primera El camino de Santiago, me quité el sombrero (el imaginario, y alguna gorra deteriorada que usaba por aquellos tiempos).

Y es que hace unos días publiqué una esquela en las redes para lamentar su deceso, lo cual provocó que Edgar Rivas, editor de esta revista, me propusiera escribir algo sobre ella. Yo accedí con gusto, pues a pesar de no haberla conocido personalmente, sentí el acto de despedida parte de una labor a la que, si bien no sé si debo deberme, sí considero razonable, según las dimensiones de mi propia existencia lectora. Justa, por necesaria en mí. De esas cosas que uno lleva a cabo con cierta familiaridad, como un Pedro-por-su-casa cualquiera:

Una pena. No conocí en persona a Patricia Laurent Kullick. Me habría encantado, porque la admiro. Su literatura me pareció extrañamente cercana cuando leí la novela El camino de Santiago o el volumen de cuentos Infancia y otros horrores: descripciones orgánicas de las crisis y sus trasiegos. Habrá que seguir leyéndola y hablando de ella para difundir su obra.

Patricia Laurent Kullick

Tales cosas se dicen no sin honestidad y congoja, aunque también como entelequias electrónicas de la corrección humana que se ha heredado de todas las escrituras para los muertos. Además de tratarse de una suerte de esquelas, se colocan hacia una posteridad difusa para desear que el futuro, muchas veces ladino, no se incline por el olvido (siempre he creído que la principal función de Facebook, o al menos una de las más efectivas, es mortuoria, a un grado en el que los espacios reservados para las necrologías en los diarios vieron su superación en las redes sociales, debido en parte a que pueden ahí multiplicar el pésame a niveles insospechados). De cualquier modo, mi intento manifiesto en el post era de pesar genuino, pues al leer sus obras me ha pasado algo peculiar: una suerte de contigüidad que convoca las esquizofrenias de mi propio linaje. Y, a decir verdad, lo que más se acerca a este argumento exculpatorio de tal intimidad espontánea son sus imágenes: una curiosa familiaridad en las tempestades reproducidas en sus textos.

Patricia Laurent Kullick nació en Tamaulipas en 1962. Sin embargo, su carrera literaria sucedió en Monterrey. Se le ha ligado a los subgéneros maravilloso y fantástico, clasificaciones que siempre me han parecido accesorias y reactivas a meras preferencias de mercado, más que a definiciones del todo discernibles: lo que Patricia escribió es literatura a secas, y su pureza radica en el efecto sobre sus lectores, seamos especializados en tal o cual temática, o no. Lo que me queda claro en los libros que he leído de ella es el reflejo de una complejidad intimista que crece orgánicamente según trazos que son revelados desde el principio de sus narraciones. Más allá de lo anecdótico, es la explosión de las condiciones psicológicas desplegando conjeturas y subrelatos que, debido a las premisas de una intimidad revelada, pueden hacerle dudar al lector de si están sucediendo, o no. Esa duda es la que tensa las tramas, con la suma cómplice de quien descifra el texto, que puede empatar de manera casi inmediata sus propias paradojas con las ya propuestas por la autora. Porque, quizá otra de las constantes de quienes le leemos sea que también nos seduzca el desdoblamiento en grados mayores.

El primer libro que leí de ella fue El camino de Santiago, en tiempos en los que yo regresaba a la ruta escritural. Me capturó de inmediato entonces, gracias al trabajo dedicado a tal autonomía de voces internas. Ahí el juego con la realidad del lector se planteaba velozmente, pues ¿qué permite que nuestras propias historias de vida nos parezcan coherentes, sino una fidelidad a la idea de cohesión de los sucesos y su tiempo? Pero, basta una concentración en la falta de sentido que guardan los acontecimientos que nos cimientan, para que nuestra identidad se trastoque. Cuando Mina, personaje de la novela, narra la influencia dominante de Santiago como rector de su mente, no solo asistimos a la descripción detallada de los retruécanos de un ánimo fragmentado en alguien que posee un trastorno de identidad disociativo. Estamos también frente al fundamento de toda fabulación que requiere, para tener cabida en el mundo de lo nombrado, de tergiversar su propio origen. El conducto literario le da a Laurent Kullick la posibilidad de relatar aquello que nos ocurre a la gran mayoría de seres que nos hemos ido adaptando a las asperidades de una humanidad cuya crueldad es el correlato de los sacrificios que somos capaces de llevar a cabo en la conciencia. La intención de base de tal acoplamiento es, quizá, el no resultar demasiado lastimados. Pero el caso de Mina, como el de la mayoría de sus personajes, es resistente a tal adaptación. Y ahí es donde se activa el mecanismo de su literatura, pues para soportar las crisis del ánimo, Mina ha debido contarse una historia alterna para no llegar ⸺tan de pronto, tan de tajo⸺ al punto del asesinato o el suicidio. Tal dispositivo es, por tanto, clave de la ficción que relata. Arribado ya ese “otro yo” encarnado por Santiago, no hay más que una lucha entre la pulsión real y la simbólica, puesta en práctica en un desdoblamiento identitario particular: Santiago en el espíritu de Mina, Mina en la negociación funcional con Santiago. Luego ocurre el desastre y todo su humor negro desplegado. Y creo que esto puede ser ejemplo para una interpretación perversa de lo que la lectura de ficción es: acceso de un ente intuitivo (que no es propiamente el autor) quien nos colma de historias ajenas, como si fueran presentadas en filminas o impresiones fotográficas en un álbum, tal cual hace Santiago en la mente de Mina. Si la pericia de quien escribe es adecuada a tal necesidad, esas historias se mezclarán con las personales, para recomponer lo que la conciencia imagina que es su propia memoria.

Otra de las constantes de Laurent Kullick son los trances de la infancia/juventud en personajes que se sitúan con cierto margen de las soluciones adultas. Más allá del crecimiento paulatino de sus protagonistas, la mirada infantil sigue siendo parte de su manera de ver el mundo. Pero esto no se hace, de ningún modo, desde la mera inocencia, sino partiendo de infantes afectados ya por la crueldad del contexto en el que viven. Mi licencia como lector es llamada por ello ya: la niñez propia estuvo repleta de seres trastornados como yo. Y ahí la mirada no podía sino aventurar conjeturas, unir las piezas desperdigadas de un contexto roto en pedazos. Crecer significó ir juntando aquellos fragmentos, sin saber muy bien si la figura completada tendría alguna utilidad. Maurice Blanchot recapitula bien tales preocupaciones en La escritura del desastre:

[…] ¿qué es el infans? Obviamente, aquello que no ha comenzado a hablar y nunca hablará, pero, antes que nada, el niño maravilloso (terrorífico) que fuimos en los sueños y los deseos de quienes nos hicieron ynos vieron nacer (los padres, toda la sociedad). Aquel niño ¿dónde está? […] [1]

Esa pregunta es la raíz de una buena parte de la literatura escrita en todas las lenguas. El niño real no tiene voz. Quien se la brinda es aquel que despierta de tal sueño, con el deseo de unir sus piezas. Si su indagación es fiel, no podrá sino retratar la perplejidad, e indicar los juegos perversos de la interpretación que fueron su único derrotero. De cualquier modo, el adulto que no desea pensarlo demasiado suele continuar sin miramientos, pues lo contrario implicaría dilapidar el tiempo que parecería valioso. La gran mayoría actúa con naturalidad ante ello, como si todo estuviera perfectamente resuelto, y actividades como revisar memorándums en un onceavo piso, mover capital emprendedor en una oficina rentada para adictos al trabajo o ir a hacer cola en los restaurantes familiares los domingos, fuesen partes fundamentales del significado de la existencia. Detenerse y escribir es otra cosa: un acto consecuente con la ruptura de un sentido que parecería original. Las imágenes de Laurent Kullick devuelven una sensación similar ante los alcances de la violencia, en el barroquismo producido por la confusión de aquellos cuyas decisiones se toman prácticamente a ciegas. Hasta que las consecuencias llegan. Lo cual no implica la renuncia de quien observa las elecciones de los otros, sino una detención por exceso de sentido. Un sentido que se integra a las grietas de aquello que ya no se puede completar:

Mina no es más que el deseo de volver al origen. Las dispersiones, la ilusión de la pérdida a partir del intento de suicidio, aquel telescopio de melancolía, los viajes circulares en busca de nada, quedaron grabados en Santiago, la palabra. [2]

Por ello, es clara la consecuencia de tal procedimiento en el tema de la maternidad en su segunda y última novela, La Giganta: una hábil enunciación, al borde de la autobiografía, de tales consideraciones, pues tocar sin titubeos uno de los temores más sensibles guardados en el inconsciente de cualquier ser social, no es cosa menor. El amor de los hijos a la madre suele tomarse como uno de los principios comunes de todo grupo social. Sin embargo, no se habla casi nunca de la fragilidad de la figura materna, pues concebir la animadversión de la madre hacia los hijos, o viceversa, implicaría una suerte de sacrilegio. Pero esto es mera idealidad, pues la revisión del amor no puede hacerse sin la de su contexto. Y no se suele amar más allá, justamente, de cierta filiación con el sentido que completa alguien en un habitar. Las reflexiones de una de las hijas de La Giganta, narradora de la novela, ubican el desastre de la maternidad en el grado extremo de la pobreza y el cataclismo mexicano frente a una herencia colonial que se actualiza en su lectura. Tal voz, convidada desde la infancia, no está en conflicto con una sabiduría que explica la carga de la maternidad ante el precipicio de la desesperación nacional. La vindicación de La Giganta depende de la incondicionalidad exculpatoria de su hija quien, a la vez de tejer las condiciones de su fatalidad, comprende cómo ha sido relegada por su compañero francés (Etienne, su propio padre, y de otros nueve hijos). Etienne: efímero y triste personaje en su incomprensión de los territorios que ha accedido habitar. Él llega a México para una “misión civilizatoria”, como ingeniero a cargo de la realización de carreteras, suspendidas poco después por la rebelión de comunidades originales que se oponen al proyecto. Las cartas están echadas entonces, pues La Giganta, indígena que intenta mantener a los hijos desde la precariedad, no puede sino imaginar en el extremo de la neurosis que les dará muerte a todos, para al final suicidarse. La narradora, sexta hija de aquel extraño colectivo de descastados, desde una voz mezclada entre infancia y madurez, explica los motivos con precisión:

En México todo es por mientras. Las casas. Los fuegos efímeros. Las relaciones utópicas. Los sueldos. La responsabilidad subjetiva, la política truculenta, las celebraciones: macabras maravillas. Hasta la muerte es por mientras. México es un estado mental […] [3]

Irma Cantú [4], al hablar de la novela, menciona que tal conflicto se sitúa en el centro de una cuestión acerca de cómo un naturalismo planteado en los términos de Émile Zola fue imposible tanto en España como México, debido al fuerte carácter religioso heredado del dogma cristiano, y la evolución de un sentimiento romántico en Hispanoamérica. Y es interesante entonces la idea de mezcla como un dilema no superado, o con largas consecuencias antes de que pueda asentarse:

El matrimonio entre naciones. Los hijos que traerán la paz al mundo. Los apátridas, burlones, burlados, sin límites ni fronteras, ni banderas, ni la chingada. Pues hay que esperar cuatro o cinco generaciones para que el lodo del ADN se asiente, porque entre el genio francés y la tierra indígena de México hay un espectro de neurosis incontrolable, hay cientos de proyectos jamás concluidos.” [5]

Si bien, para el transcurso de la adaptación de unos grupos humanos heterogéneos en los territorios de otros, esto puede resultar problemático para la construcción de una literatura nacional, a la vez indica la resistencia de lo Otro desde una violencia silenciosa. En ambas novelas, así como en algunos de sus relatos ⸺por ejemplo en “Iorana María” o “Hermana Herminia” [6]⸺, el conflicto con un exterior impenetrable se mezcla con la sexualidad y la política. Son la violación, el incesto y la ambigüedad de los pactos manifiestos, junto a la transa y el engaño, una suerte de venganza intuitiva del contexto transgredido. Las descripciones en los libros de Laurent Kullick están atravesados por una ruptura constante, al borde de los instrumentos de la razón. El mestizaje no es solamente en ellos la unión sincrética con lo Otro, sino la interrupción del mito y su evolución en tragedia. En una entrevista [7] la autora menciona:

Debido al mestizaje entre un francés y una indígena, se sienten diferentes y las personas los tratan diferentes, esto hace que te refugies con los de tu especie, que es la misma familia. Los hermanos se ven como ensayos genéticos, como borradores humanos porque sus padres no dan un sello de autenticidad a esta unión.

Mucho de lo que llamamos “lo mexicano” ha pervivido en cuclillas y silenciosamente, en busca de una filiación que nunca llega, o no lo hace de manera suave. Y lo que ocurre tras las paredes que guardan aquella infinidad de historias inconclusas, desaparece quedándose sin intérpretes, navegando entre lo anecdótico y una amnesia que se va pegando a la piel de una evolución oscurecida. Quizá, para que ese ADN se asiente en un lugar, lo que deba ocurrir sea eso: el olvido. Terrible lección a la que muchos nos negamos. La literatura de alguien como la autora de La Giganta camina en la frontera entre la necesidad de identificación adaptativa y las minucias en las mentes que se resisten a desaparecer en contextos discordantes. De manera subrepticia, son estas voces de una sutil disidencia las que van construyendo, paradójicamente, lo mejor de una literatura que esperemos se mantenga a flote antes de que las mil banalidades nos provoquen la omisión de lo cardinal. Así pues: larga vida a la memoria de Patricia Laurent Kullick.

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Notas

[1] Blanchot, Maurice. La escritura del desastre. Mote Ávila editores, Venezuela, 1990. P. 62.

[2] Laurent Kullick, Patricia. El camino de Santiago. Ediciones Era. México, 2003. P. 79.

[3] Laurent Kullick, Patricia. La Giganta. Tusquet Editores, México, 2015. Pp. 51-52.

[4] Cantú, Irma. “Del naturalismo y sus alrededores en La giganta (2015) de Patricia Laurent Kullick”, Les

Ateliers du SAL 9, 2016: 46-54, pp. 48-49.

[5] Ibidem, p. 27.

[6] Laurent Kullick, Patricia. Infancia y otros horrores. Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León, México, 2003.

[7] Laurent Kullick, Patricia (9 de julio del 2015). Ventilar las emociones y las grietas de una familia es un proceso auténtico de renovación. Entrevista a Patricia Laurent Kullick, sobre La Giganta / Entrevista realizada por Jonathan Minila. LJA.MX. https://www.lja.mx/2015/07/ventilar-las-emociones-y-las-grietas-de-una-familia-es-un-proceso-autentico-de-renovacion/?fbclid=IwAR3oelQFz-C0gnI5n5xK6zbOxwf1Dvm5kiiKRAy92h40rU-iYR6ilIGBR0s