Tetis

I

Yo te diría al oído que Tetis es hija del mar y que parió una camada de siete hijos; que perdió seis bebés en una pira mientras intentaba conjurar su mortalidad, que sólo uno sobrevivió a las llamas divinas y quedó casi dios. Te susurraría que Tetis intentó sacarle a fuego el talón finito a su niño y no pudo. Que cuando murió, Tetis salió del agua con las Nereidas a llorar, y se golpeaban los pechos, tambores de duelo. Te diría más, por ejemplo, que Tetis supo por un oráculo que su hijo moriría en la guerra, muerto de antemano; que intentó por todos los medios persuadir al destino. Que lo vio partir al combate…

II

En duermevela te diría que el centauro Quirón sanó el talón quemado del bebé de Tetis, que hizo una cirugía y puso en su lugar el hueso del gigante Dámiso. Te diría que en eso me identifico con él, en su prótesis, aunque a él lo hizo rápido como los rarámuri cuando corren cruzando las Barrancas del Cobre, aquileos sin salida al mar. Que su madre se fue de vuelta al agua pensando, quizá, que era mortal y con esa angustia… que dicen que lo abandonó; que fue el médico centauro quien le dio nombre: Aquiles.


El cuerpo de Aquiles

Aquí no estuvo Troya. Pero música del escudo de Aquiles a través del color rasgado que atraviesa lúcido el aire donde las hojas se miran temblar, escucho.

Javier Raya, «Árboles»

I

Una noche lluviosa de finales del invierno miraré tu cuerpo, pensaré que tienes el talón en toda la piel: mortal, angustiosamente mortal.

Tocaré tus hombros, con suavidad, sin decir nada ni de Tetis ni de nadie.

Te miraré mientras intento descifrar qué parte de tu cuerpo conserva el oráculo. Que no quiero que seas para matar y morir en la guerra, pensaré.

Que querré construir metáforas de danza y vuelo, sin tu cólera, Pélida; sin mi elefante de guerra.

Que no debamos más vivir nuestra muerte una y otra vez, como Nadia Vulvokov.

No soy pelirroja.

II

En toda la extensión de tu cuerpo trataré de ver los trozos de tierra perdida, los mares que se retiran de la playa, el croar de las ranas, el bochorno del calor cuando llueve, los silencios incómodos; el culto dormido a las diosas, la relatividad del tiempo.

Miraré tu impura existencia como un milagro; como un cálculo fortuito, el error alegre de no sé qué demiurgo que no podemos ni pensar.

Y comenzaré entonces otra historia. Tal vez te hable de Casandra, la que lo supo todo, pero Apolo hiere desde lejos, ¿recuerdas?

III

Voy a pasar mi mano por tu cara, bajaré hasta el cuello; con la punta de los dedos apenas voy a acariciar ese cartílago que llaman nuez o manzana. Pensaré en la cólera de Aquiles: “¿debería tenerte miedo?”.

Que duerma, me pedirás, que no piense en eso, que Aquiles no existe; me abrazarás como pensando que así ahuyentas estas historias de mi cuerpo, con tu cuerpo tallado músculo a músculo en el líquido amniótico de una mujer que no es hija del mar… Apretarás mi cuerpo de no-madre. Este cuerpo que no ha parido un hijo soldado que morirá en combate.

IV

Con tus manos apretando mis pechos voy a recordarte a Pentesilea. “Las amazonas tenían un seno mutilado”, diré. Sonreirás. Agradecerás que no soy una de ellas y tengo dos pechos que no han amamantado a un hijo soldado ni han ido a la guerra.

Y yo sentiré, en cambio, que mis pezones han llorado, no sabría explicarte.

Entonces me doblaré sobre tu cuerpo para morderte un labio; una pequeña herida, un dolor mínimo que te atraviese como la flecha de Apolo cuando hiere de lejos. Eres mortal. Dejaré de temblar.


La Dolorosa

Saldré despeinada sacudiéndome la modorra un Viernes Santo porque a las siete de la noche –noche primaveral– las mujeres de mi barrio sacan a La Dolorosa en procesión. Cuatro horas antes habrán torturado y asesinado a su hijo, dios mortal como Aquiles.

Te diré que debo ir y no comprenderás, está bien.

Voy a darle el pésame a una figura de yeso vestida de luto, en un país vestido de luto, tierra de Dolorosas en infinita procesión

por fosas recién halladas, una tras otra, con sus hijos dentro;

sus hijos torturados y asesinados cuatro horas antes, cuatro años antes,

cuatro vidas antes.

El pésame a María Dolorosa me conmueve hasta el llanto, te diré.

Querré llorar como Hécuba el cuerpo de Héctor,

como Tetis y las Nereidas a Aquiles,

como María a Cristo en la cruz.

Balbuciré que no recuerdo si las Escrituras dicen que María lloró,

pero lo sabemos: lloró.

Como Tetis fue con su hijo al combate

María caminó el Via Crucis a la vera de su hijo

y miró con detalle lo que le hicieron.

Extraño privilegio esa certeza.

Cientos de miles de Marías Dolorosas caminan esta tierra

sembrada de muertos, sin sus hijos soldados, sin sus hijos mártires,

y mientras miro a la efigie como flotando cuando las mujeres la cargan

se me ocurre, te diré, que la Santa Patrona de México no es María de Guadalupe

sino María Dolorosa.

Me pararé afuera del templo para verla salir.

Acompañaré a La Dolorosa, Las Dolorosas

en su luto.


María Zavala, La Destroyer

La soldada Jessica[1] se ahogó;

se la tragó el plancton.

Se la comió el lago.

La Destroyer, monstruo de la laguna,

la jala de los cabellos.

Pasa la Destroyer en el campo de batalla

ultimando soldados.

María reza, reza y sacude las yerbas.

Amortaja el cuerpo juvenil de Jessica.

¿Habrá conocido hombre, mujer?,

te pregunto sin abrir los ojos.

¿La última adrenalina se la entregó

a los sicarios que la perseguían?

Se ahogó,

como Alfonsina, como Virginia,

con 20 kilos de ropa militar.

El peso de ser hija bastarda de la Patria: 20 kilos.

Y los 25 gramos de su alma los toma María, la Destroyer,

para hacer explotar las vías del tren

donde viaja la Revolución.

VII

La soldada mira a la cámara y dice

“me convertí en un monstruo”,

lo dice en hebreo.

No parpadea,

tuerce un poco la boca.

“No hay manera de evitar

convertirse en una criatura violenta”.

Aquiles ha tomado su cuerpo.


[1] El 14 de enero de 2020 Jessica Abigail Alcalá Contreras, del 12 batallón de la Guardia Nacional, murió ahogada tras una persecución por parte de sicarios en Tamaulipas.

*Fragmentos del poemario Tetis próximo a publicarse.