Lo supe apenas hace unas horas. Claudia estaba desconsolada. Me enteré de todo por escrito; desde hace semanas estaba mal, había entrado y salido dos veces de un hospital en un solo fin de semana; problemas renales, síndrome de no sé qué, cáncer en el páncreas, dijeron que tenía ya pocas esperanzas. Según mis cuentas, tan solo tenía 13 años y en octubre cumpliría los 14.
Me había mantenido atento en las últimas semanas, preguntando por él, escribiéndole a Claudia para darle ánimos y pedirle que me dejara verlo. Ya no se pudo. Creo que ella hizo lo correcto al protegerlo y mantenerlo en calma, sin sobresaltos. ¿Qué podría significarle mi visita? ¿Cómo iba a reaccionar el pequeño? No lo sé ni lo sabré. Rolando se murió y listo, no hay más.
Finalmente, yo solo había pasado con él cinco años de nuestras vidas. Nunca fue mío, eso llegué a pensar. Esta habría sido otra buena manera de comenzar: yo nunca he tenido a alguien como él. Sobre todo, hoy me doy cuenta, nunca he tenido a nadie, porque no hay manera de decir que se tiene a alguien, mucho menos cuando se quiere expresar que hubo una relación de cariño o, mejor aún, de amor entre otra persona y tú. En esos casos sería mejor decir que se quiso o se amó a alguien o que se vivió un periodo de amor con alguien y que por eso cuando se va duele en el pecho, el entrecejo se frunce, las lágrimas brotan, la garganta se cierra y la nariz escurre mientras nos llevamos las manos a la cara llenos de desconsuelo, hasta que esos movimientos y gestos nos agotan dejándonos un rostro arrugado, blanqueado o rosado, según sea el caso, como hoy, que me entero que Rolando se ha muerto.
Rolando nunca fue mío. Solo compartimos un lustro en diversas circunstancias. En casa comíamos muchas veces de lo mismo y siempre quería que le compartiera de mi plato, le encantaba estar en la cocina cuando Claudia o yo estábamos cocinando. Hurtaba las verduras o cualquier resto que encontrara al paso y a nuestro descuido. Amaba las manzanas, las zanahorias y las palomitas que le gustaba coger al vuelo con la boca. Sonreía descarado al saber que siempre se salía con la suya. Inevitablemente, dormía siempre en la misma cama que yo.
Salíamos a fiestas y reuniones con amigos, estuvo en varias borracheras; me escuchaba tranquilo tocar el bajo o la guitarra, más por complacerme, sin mucho interés; corrimos algunas carreras juntos y lo celebramos con muchas fotos y sonrisas; salimos de viaje, tuvimos vacaciones, jugamos en la arena y en el mar. Lo cuidé cuando tuvo aquel accidente que lo paralizó, lo cargué para ir al baño y alguna vez tuve que sondarlo y apretarle la vejiga para que pudiera orinar. Nos divertimos, lloramos y hasta nos enojamos en esos tiempos.
Tenía casi cuatro años que no lo veía. La última vez, el año pasado, noté que estaba diferente. Quizá ya era la enfermedad. Siempre fue un gruñón, pero sé que me reconoció y noté su calma en aquella ocasión que estuvimos juntos de nuevo por unos minutos. Subió a mi auto, como acostumbraba, junto a Claudia, entre sus piernas y terminó acostándose ahí, escuchándonos en silencio. Me sentí contento de verlo nuevamente, aunque también sentí pena al verlo tan debilitado. Lo acaricié un poco aquel día, hoy pienso que me habría gustado acariciarlo más, haberlo abrazado, besado y haberle dicho lo importante que había sido su presencia en mi vida. Lo siento mucho, amigo, no pude decírtelo por penoso, tímido, prejuicioso y quién sabe qué más.
Rolando no era mío, solo me regaló su compañía por el tiempo suficiente para que yo entendiera a través de nuestra convivencia que él tenía sentimientos, deseos, voluntad, inteligencia y todo aquello que insolentemente nombramos exclusivamente humano. Rolando fue un compañero, un amigo, casi un hijo, una gran alegría y también un gran dolor, ahora que está muerto. Rolando fue un hermoso ser llamado perro al que amé.