Como maestro, de vez en cuando me dan ganas de hacer experimentos fuera de mi área de enseñanza, nomás para seguir dándole novedad a un trabajo no falto de sorpresas, pero no inmune al tedio. Uno de ellos es el siguiente: para dar la calificación de un parcial, le pido al alumno/alumna que se acerque al escritorio.

“Ayúdeme a sacar su promedio”

“Sí, profe”

“25+10”

Apenas escuchan la operación, de inmediato abren la aplicación de la calculadora en su teléfono móvil.

“No no no, cálculo mental. Yo ya la hice”.

Las respuestas a continuación son variadas. Unos pocos desactivan la pantalla de su celular y aceptan el reto; otros más avanzan dificultosamente por 3 o 4 operaciones antes de caer vencidos ante la frustración y volver al dispositivo. Otros simplemente responden: “No es clase de matemáticas” y hacen suma tras suma transcribiendo cada operación en su aparato. Solamente para que el experimento quede claro, a los sujetos —usemos lenguaje científico— se les pide realizar sumas, ninguna otra operación aritmética y sus edades ya rebasan los 19 años.

Hay dos cosas que este ejercicio me revela; la primera, que el cálculo mental que yo odiaba en la primaria es una de las herramientas más valiosas que me quedan hoy día. La segunda es digna de una amplia discusión: la existencia de un soporte tecnológico para hacer frente a un requerimiento incómodo se vuelve la respuesta inmediata (para varios la única posible) con el fin de salir del paso lo antes posible. Saber que existe un recurso a la mano capaz de responder más rápido que nosotros nos lleva a optar por la practicidad y la certeza de que un aparato va a dar la respuesta correcta, en lugar de torturarnos en pos de ella y arriesgarnos al ridículo de dar una solución errónea. Si no es para eso, ¿para qué sirve la tecnología?

En específico, los últimos 100 años son la prueba de la aplicación del desarrollo tecnológico en favor de la comodidad: lavadoras en lugar de restregar las prendas en el lavadero, lavavajillas para no enjabonar y enjuagar los trastes 3 veces al día, computadoras o teclados electrónicos que evitan la molestia de repetir infinitamente textos mecanografiados donde un dedazo era imborrable. En nuestros tiempos, ni siquiera tenemos que recordar nuestro propio número telefónico o los de nuestro círculo cercano, ya que éstos se almacenan en la memoria del móvil, así como la agenda del día, la alarma de despertador, el recordatorio de la medicina. ¿Y cuándo se acaba la batería? ¿Cuándo el aparato simplemente no enciende más (como me ocurrió en una ocasión)? The horror, the horror

Por todo lo anterior, no me sorprende el éxito del avance tecnológico consolidado en 2023: la Inteligencia Artificial. Si bien esta innovación lleva décadas perfeccionándose, este año muchos dicen escuchar a la distancia el score de Terminator mientras un computador produce fotografías, textos de distinta naturaleza y otras maravillas por sí solo en cuestión de segundos. La IA  sabe de todo, dado que se nutre de la red de redes, lo cual en la mente de muchos representa el fin de la incomodidad escolar. ¿Desvelarse por escribir un ensayo? ¿Un reporte de lectura? Esos tiempos ya pasaron.

Antes de ponernos extremistas, me parece importante resaltar dos hechos de la IA que nos pueden ayudar a tener cierta perspectiva.

  1. La Inteligencia Artificial no “piensa”

A pesar de lo que aparenta, la IA no tiene capacidad de realizar procesos cognitivos, colecciona información repetida y muestra conclusiones filtradas por el criterio de “lo más reiterado”. Por tanto, no puede discernir si algo es falso o verdadero, sólo va a mostrar la información más estereotipada y, al final, producir textos legibles y comprensibles, pero llenos de vacíos y datos imprecisos. Por citar un ejemplo empírico, el YouTuber anfitrión del canal Rocked le pidió a la IA de Google —llamada Bard— que elaborara una lista con los 10 peores discos de Metal de la historia. El software produjo una lista basándose en las reseñas y comentarios existentes en la red aportando argumentos para cada selección. Al discutir la lista, el anfitrión no está muy convencido del resultado (salvo por el número uno) y, más importante que lo anterior, destaca una serie de imprecisiones respecto a fechas de publicación de los álbumes, su lugar en la discografía de la banda e incluso los miembros que estaban en ella en tal disco. Esto expone, una vez más, que la Internet no es infalible: la información más repetida no siempre es la correcta; por otro lado, para hacer un listado como el presentado aquí la “objetividad” mecánica pierde ante la subjetividad de un humano que puede hablar de una experiencia estética (sensaciones, emociones); más aún, la generación de la lista no sería posible si cientos de usuarios de carne y hueso no hubieran escrito las reseñas que proveyeron el resultado final, por eso éste es humanamente falible.

2) El criterio de las peticiones a la IA es humano

“El maestro se enojó porque todos usaron la Inteligencia Artificial para hacer la reseña del libro”, escuché decir a una alumna mientras hablaba con su compañero en un pasillo de la escuela, “pero cuando yo se la pedí me salieron 10 putas líneas”. Me mantuve únicamente como testigo del intercambio, pero me dieron ganas de decirle “en el pedir está el dar, muchacha”. Ejemplos como éste nos dan cuenta de lo poco que sabe la mayoría de la gente sobre las herramientas que tiene a la mano. Si el comando de la alumna en cuestión hubiera sido “dame una reseña del libro X con 10 citas textuales y un enfoque en el tema Y” seguramente hubiera obtenido más de 10 putas líneas. Mejor que no lo supiera.

Precisamente porque no “piensa” por sí sola, la IA requiere la guía humana para funcionar mejor, y eso la vuelve deficiente sin una conducción adecuada. Recientemente, el Premio Nobel de Literatura 2012 Mo Yan fue criticado por revelar que usó ChatGPT para redactar un discurso en honor de su colega Yu Hua. Enterándose un poco más de la nota, puede verse, en primer lugar, que el escritor usó palabras clave precisas para obtener un resultado en particular (es decir, sabía qué estaba buscando); en segundo lugar, el texto generado sólo fue la base para que el autor superara su “falta de inspiración” (Yan dixit) para trabajar con algo a lo que él mismo terminó dándole personalidad y toque propios. En un tenor similar, los invito a ver los experimentos de otro YiuTuber, el español ShaunTrack, quien ha usado la IA para componer canciones “al estilo de” grupos musicales célebres. En el proceso documentado en los videos, puede notarse cómo Shaun cambia comandos e instrucciones, así como también modifica sobre la marcha los resultados de ChatGPT para que se ajusten a lo que a él le suena bien. ¿Hace la IA, entonces, todo el trabajo?

Es un hecho que la IA se va a pulir —por más que su creador ya reniegue de ella, a la Víctor Frankenstein— y varias de las imprecisiones arriba mencionadas terminen por minimizarse o erradicarse. Creo, sin embargo, que el debate no está tanto ahí. Yo cuestiono más bien el discurso de la comodidad, el no querer hacer ejercicio porque me duele o porque sudo, el no sobrecalentar nuestros cerebritos haciendo una simple operación aritmética. Y sí, siempre preferiré usar una lavadora antes de invertir 2 o 3 horas de mi día haciendo el chaca-chaca mano, pero aquí estamos hablando de la capacidad de seguir innovando. El reto será hacerle ver a las generaciones presentes y por venir que, aun existiendo una máquina que les resuelva la incomodidad de pensar y aprender por ellos mismos, eso siempre será simulacro. Sería de una torpeza extrema que un producto nacido de la mayor inventiva y creatividad terminara por volvernos idiotas. “Les tienes demasiada fe”, me grita Gulliver desde su establo, se da la vuelta y regresa a sus sueños de caballos.