El 7 de mayo de 2011, miles de personas acompañamos la marcha del Movimiento por la Paz con Justicia y la Dignidad que venía desde Cuernavaca y culminó en el zócalo de la Ciudad de México. Fue una marcha que en su transcurrir, tuvo réplicas en toda la República. Una marcha que sucedió, a petición de los organizadores, en silencio.
En esa ocasión, en palabras del periodista Jenaro Villamil:
(…) vienen sobre las calles de 5 de mayo, de Madero, de 16 de Septiembre los que se unieron al contingente que partió de Ciudad Universitaria, después de la jornada electrizante del sábado 7 de mayo, con el Réquiem de Mozart como trasfondo espiritual y emotivo de quienes no conciben la protesta sin arte.
Sobre la avenida del Eje Central marcharon los indígenas de San Juan Copala, Oaxaca, con sus trajes rojos, elegantes, fuertes como árboles del tiempo; comunidades indígenas de Morelos, de Michoacán y de Guerrero, víctimas de la reciente ola de violencia racista y narcotizada; también el contingente de madres de jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez, con su emblemática cruz rosada de protesta contra los feminicidios.
También marchan la familia Le Barón que se enfrentó a la doble violencia de los cuerpos policiacos y criminales en Chihuahua, portando el lábaro patrio; las víctimas de Tamaulipas, estado castigado por la barbarie, la renuncia anticipada de la razón ante el terrorismo persistente; los padres de los niños asesinados por la negligencia oficial en la guardería ABC de Hermosillo, Sonora; las viudas de los mineros de Pasta de Conchos, Coahuila; un movimiento de presos políticos de Tlaxcala; quienes portan un enorme cartel demandado “Justicia para Betty Cariño Iyri Jaakola”, entre decenas de contingentes.
Con los agraviados directos los solidarios y activistas: desde los estudiantes de la UNAM, los maestros de Chapingo, hasta integrantes de Amnistía Internacional, Unión de Vecinos 15 de Septiembre, México Unido contra la Delincuencia, artistas con performances, sanqueros y hasta quienes portan unas máscaras de Carlos Salinas, Vicente Fox y Marcelo Ebrard y piden la legalización de la mariguana.
Como ustedes recuerdan, el asesinato de Juan Francisco Sicilia ocurrió el 28 de marzo de ese año y la primera marcha de lo que luego sería el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ocurrió el 6 de abril. Es decir, que fue en menos de dos meses que el movimiento tuvo resonancia en todo el país.
En ese momento, no dejaba de llamarme la atención que el movimiento tuviera como fuerza de atracción la convocatoria de Javier Sicilia, un poeta. Máxime en un país que lee tan poco y que paga tan mal a sus artistas.
Pues bien, apenas unos meses después de esta mega marcha, en noviembre, el poeta Eduardo Vázquez -que fue, si lo recuerdan, otra de las personas forjadoras del movimiento y que regularmente aparecía al lado de Sicilia- Eduardo y yo, pues, coincidimos en un seminario sobre Surrealismo en Xilitla. De lo que fui a hacer allí no quiero acordarme, pero sí recuerdo con nitidez la charla de Eduardo Vásquez a propósito de Javier Sicilia y el Movimiento que, para entonces, ya había iniciado las caravanas hacia los Estados Unidos. Eduardo dijo poco más menos esto:
“El poeta renunció a la pluma [recordemos que Sicilia había prometido no volver a escribir poesía], para poner a transitar su cuerpo por el cuerpo adolorido de la nación; y así, abrir escenarios para que se escuchen las voces heridas que no se han escuchado”.
Esas palabras, tan precisas, me han estado dando vuelta desde entonces y vienen completamente a cuenta el día de hoy que me toca decir unas palabras acerca del libro Ética y representación de José Antonio Sánchez. Pero más que glosarlo, lo cual es imposible y sabrán por qué lo es cuando lo tengan, quisiera, en su homenaje, continuar con mis cavilaciones:
Pues bien, qué tenemos aquí:
Por una parte, un estado de emergencia que ha tocado el cuerpo de un artista.
Un artista que, como tal, tiene un lugar en el escalafón de la legitimidad de sus pares.
Un artista, no olvidemos, católico y de cercanísimo pensamiento a la posición del pensador Ivan Illich.
Tenemos un país adolorido. Recuérdese la estúpida guerra calderonista.
Pero, además, tenemos voces y cuerpos acallados, minimizados y heridos mucho tiempo antes que las andanzas del poco ingenioso hidalgo Felipe Calderón.
Tenemos, pues, a un artista que deja la pluma para poner el cuerpo. Es decir que renuncia a la pura expresión y a los modos de enunciación y circulación del campo artístico. Y aquí me viene a la mente una frase de Margules -con su ejemplo pegado:
-la frase: “La ética de un director de escena está en su puesta en escena.
-el ejemplo: «Por ejemplo, Fassbinder no dudó en prostituir a sus actrices para pagar su película. (A la fecha no he querido confirmar la anécdota).
Así que veamos con calma: si asumimos que la ética de un director de escena está sólo en su obra y la de un poeta sólo en sus poemas, estamos aceptando que hay una división, una esquicia entre pieza artística y la vida cotidiana. (No es casual, tampoco, que la pieza más personal del último Margules haya sido su adaptación de Los justos, ese homenaje que rindió a la cultura rusa, donde vivió el campo de trabajo, pero también donde conoció a Dostoievski y a Chéjov.)
El caso es que para el poeta, Sicilia, la ética al servicio de la representación – el virtuosismo- dejó de ser suficiente. Pero aún más, a pesar de que las caravanas que el Movimiento echó a andar no se definieron a sí mismas como pieza artística, me resulta indispensable pensar que gran parte de su eficacia radicara precisamente en que la concepción de la idea idea proviniera de la experiencia vital de un artista.
Ampliemos el panorama: apenas dos años después del nacimiento del Movimiento, en 2013, en Santiago de Chile, Roger Bernat, Txalo Toloza y el equipo de FFF, llevaron a cabo el Desplazamiento de la Moneda. Un acontecimiento que consistió en llevar a través de la ciudad, una maqueta del edificio de la sede del poder ejecutivo del país, La Moneda (mundialmente conocida por la resistencia que dentro de ella ofreció y pagó con la vida Salvador Allende en 1973). La idea partió de la minga una acción que ocurre en ciertas acciones en regiones chilenas donde, ante contingencias naturales, la gente se reúne para mover las casas en peligro; y que significan un punto de reenlace de los vínculos comunales.
Al respecto, Bernat, afirma:
En la minga tradicional el traslado de uno se convierte en la movilización, el esfuerzo, la fiesta de todos. La comunidad mueve con nosotros el símbolo mismo de nuestra estabilidad familiar, económica y social. Es en este movimiento que nos despoja temporalmente de un techo cuando estamos, más que nunca, protegidos por el edificio en movimiento de los valores comunitarios.
Del mismo modo, el desmontaje y traslado de La Moneda, el monumento con que el Estado pretende representar su estabilidad, no es solo la celebración irónica de su inconsistencia, sino una forma de festejar su capacidad de estar en nuevos escenarios, de anunciar nuevos frentes de lucha y, porqué no, de exponerse a la crítica: hacerse realmente pública. Es trasplantando el Palacio como se introduce en su silencio la voz de todos.
Es a condición de circular que La Moneda puede adquirir y representar algún valor.
Sólo que, ante la imposibilidad de llevar el verdadero Palacio de la Moneda, se optó por hacer una representación, una maqueta que fue construida en el barrio de La legua, uno de los más peligrosos de la ciudad, pero también con una historia de lucha y conquista de la tierra. Pues bien, el evento duró dos días, el primero en el que la maqueta viajó del verdadero Palacio de la Moneda hasta la tumba de Allende y el segundo desde el cementerio hasta el mentado barrio de La legua. El acontecimiento invitó a diversos grupos organizados -generalmente con escasa visibilidad (y no lo olvido la manera en que Txalo me contó cómo cuando fueron a proponer la participación en la pieza a un sindicato de trabajadoras del hogar, la líder contestó: sí vamos, no me explique más)- que, en diversas paradas subían al palco de La Moneda y daban un discurso, su discurso. Los grupos organizados pues, conseguían un lugar de enunciación (pertinente nombre para nuestro antiquísimo «escenario») del que carecían y que la forma artística les proveyó intempestivamente. Al mismo tiempo, ciudadanos y otras organizaciones se iban uniendo a la procesión con coreografías, música o simplemente con su entusiasmo.
De manera que si en 2011 me preguntaba por la eficacia de la Caravana, hoy me asombro de que en Chile haya ocurrido el reverso carnavalesco de lo aquí fue una acción de duelo y denuncia directa.
Sólo quisiera que pensáramos a la luz de estos ejemplos en los desplazamientos y los juegos de representación que se nos plantean en ambos casos: en el nivel representativo del poeta con respecto a su país; en la maqueta de la Moneda como representación miniaturizada pero con gran capacidad de convocar a la reorganización de la realidad, a su potencia ficticia; en la representación en primera persona (del singularplural) que asumen en ambos casos obtienen las organizaciones del trabajo o del dolor común. En el desplazamiento, en fin que lleva a cabo la ética de los artistas en la concepción de los dispositivos.
Quiero concluir con un apunte que cierra el círculo. En la citada marcha silenciosa de mayo, en el mitin final, además del discurso de Sicilia y de los testimonios, a muchos nos conmovió profundamente la lectura del poema Los muertos, en voz de su autora, María Rivera. Así que hoy caigo en la cuenta de cómo el poeta, pues, había dejado la pluma, pero abría el escenario -un lugar de enunciación- para que también la poesía pasara, circulara, de otro modo. Y es con un extracto del poema -una escritura de verdadera desapropiación– como quisiera concluir:
Allá vienen
los descabezados,
los mancos,
los descuartizados,
a las que les partieron el coxis,
a los que les aplastaron la cabeza,
los pequeñitos llorando
entre paredes oscuras
de minerales y arena.
Allá vienen
los que duermen en edificios
de tumbas clandestinas:
vienen con los ojos vendados,
atadas las manos,
baleados entre las sienes.
Allí vienen los que se perdieron por Tamaulipas,
cuñados, yernos, vecinos,
la mujer que violaron entre todos antes de matarla,
el hombre que intentó evitarlo y recibió un balazo,
la que también violaron, escapó y lo contó viene
caminando por Broadway,
se consuela con el llanto de las ambulancias,
las puertas de los hospitales,
la luz brillando en el agua del Hudson.
Allá vienen
los muertos que salieron de Usulután,
de La Paz,
de La Unión,
de La libertad,
de Sonsonate,
de San Salvador,
de San Juan Mixtepec,
de Cuscatlán,
de El Progreso,
de El Guante,
llorando,
a los que despidieron en una fiesta con karaoke,
y los encontraron baleados en Tecate.
Allí viene al que obligaron a cavar la fosa para su hermano,
al que asesinaron luego de cobrar cuatro mil dólares,
los que estuvieron secuestrados
con una mujer que violaron frente a su hijo de ocho años
tres veces.
¿De dónde vienen,
de qué gangrena,
oh linfa,
los sanguinarios,
los desalmados,
los carniceros
asesinos?
Allá vienen
los muertos tan solitos, tan mudos, tan nuestros,
engarzados bajo el cielo enorme del Anáhuac,
caminan,
se arrastran,
con su cuenco de horror entre las manos,
su espeluznante ternura.
* Texto leído el 7 de abril en el MUAC, para la presentación del libro de José Sánchez y el libro Escena expandida. Teatralidades del siglo XXI.
** Este texto fue publicado originalmente en registromx.net hace algunos años.