Qué enigmático el niño solo: apenas

se le presenta oportunidad

puebla de voces, de presencias

lo que le rodea; si la soledad

se le abalanza, inventa una canción

para hacerse compañía. Es que el niño

solo, sólo se permite la soledad 

de saberse visto, monitoreado

por el eco de alguna voz,

el amor que hará eco en la prestante

ausencia de los padres, de alguna tía,

de la cuidadora, voces de mujeres

en el horizonte del niño que juega 

a la orfandad, seguro de que al disparar

un sólo grito solo se activa la máquina

de abrazar; a los 20 meses de vida

lo que alarma al cachorro humano

es que los objetos y las causas

no se plieguen de inmediato

ni a una misma orden: la galleta

destrozada, la piedra que no vuelve

luego de tirarla a un charco

recién nacido bajo la lluvia, la lluvia

misma que le hace cosquillas 

en la nariz, las nociones de altura,

profundidad, peso, resistencia,

incomodidades varias que le informa

su propio cuerpo, tributos que de por vida

tendrá que abonar al hambre 

y al sueño. Y de pronto: 

figuras que lo abisman, que lo asombran,

que lo requieren por completo: la copa

de un árbol empujada por el viento,

la temperatura de una ventana

durante la lluvia, su propia voz

que se le escapa como si fuese

para siempre, y sólo a fuerza de gritar

pudiera el niño solo recobrar aquello

que, a cada instante, incluso antes

de nacer, está perdiendo. Mejor

no interrumpir al niño solo,

que no está realmente solo

mientras el mundo esté poblado

por su presencia.

La fábrica de domesticar, México, Parentalia Ediciones, 2019, col. Fervores.

*Reproducimos este poema con permiso expreso de su autor.