Entonces comprendí que la palabra que debía dirigirle a este cuerpo primitivo y embrionario tenía que provenir de una lengua sepultada en el tiempo.

Leonora Carrington, “La puerta de piedra”

Cada vez que veo una imagen, ya sea fotográfica o videograbada de Leonora Carrington, siento que está mirando algo o a alguien más allá de la persona detrás de la cámara y, por supuesto, más allá de nosotros al mirarla en un tiempo ajeno y lejano al momento en que esa imagen fue captada. Captar, según la RAE, significa dos cosas: “percibir por los sentidos lo que hay o lo que sucede alrededor”, y “recoger mediante algún mecanismo sonidos, imágenes, etc., del exterior para tenerlos registrados o poderlos transmitir”. Captar es acaso el verbo que mejor define lo que siento cuando miro a Leonora y percibo esa intensidad extraña en su cuerpo entero; en la fuerza mítica y ominosa, profundamente onírica que vibra en su obra visual y literaria: sé que ella está captando algo que pertenece a una otredad revelada sólo a sus sentidos, y sé que sabe que esa otredad le pide registrarlo y trasladarlo/traducirlo/transmitirlo mediante un lenguaje que obedezca a la naturaleza de lo que tiene que decirnos, que sea comprensible, pero nunca literal ni convencional. Por eso construye un código para cada pieza, para cada historia. Siempre hay algo que descifrar en lo que ella nos está narrando, ya sea a través de una pintura o escultura, o a través de las palabras: para entrar a la visión de aquello que Leonora está captando hay que entrar a su voz, a su lenguaje lleno de símbolos, de sombras y misterios provenientes de sabidurías ancestrales enraizadas en mitos y leyendas de la cultura celta, donde nació y creció, pero también de magia, esoterismo, alquimia y ocultismo de Oriente y Occidente que estudió y adoptó como herramientas para comprender los mecanismos del pensamiento y la existencia humana en relación con el cosmos y con entidades de otras naturalezas. Sé que los especialistas en historia del arte y filosofía han tratado estos temas con análisis muy profundos y que acaso lo que yo diga aquí no develará ningún hilo negro, pero mi intención no es otra que hablar de lo que la obra de Leonora Carrington ha detonado en mi propia percepción del mundo y, en consecuencia, en mi escritura.

Trato de recordar, por ejemplo, qué fue lo que sentí o pensé cuando vi una pintura suya por primera vez y aunque no lo sé con exactitud, estoy casi segura de que fue un extrañamiento profundo, una mezcla de fascinación y desasosiego por no entender lo que estaba viendo y, sin embargo, querer ver más; tratar de reconocer en alguna de esas escenas incomprensibles algo igual de oscuro e indescifrable de mí misma. Leí sobre su vida, sobre la gente surrealista con la que convivió, sobre su relación con Edward James, y mucho después llegó a mí el primer libro que leí de ella: La casa del miedo. Memorias de abajo (Siglo XXI Editores, 1992), que además de compilar algunas de sus historias ilustradas por Max Ernst, incluye un registro de sus días en el psiquiátrico de Santander, España. Ahí fue donde encontré la primera señal de una fuerza que la hacía no solo sobrevivir sino confrontar, a través de su percepción alterada, los sucesos terribles que estaba experimentando:

Yo pensaba que los Morales eran amos del Universo, magos poderosos que utilizaban su poderío para extender el horror y el terror. Sabía por adivinación que el mundo estaba congelado, que me correspondía a mí derrotar a los Morales y a los Van Ghent, al fin de volverlo a poner en movimiento. Después de varios días de forzada inmovilidad, observé que mi cerebro aún funcionaba y que no estaba vencida: creía que el poder de mi cerebro era superior al de mis enemigos. (pp. 182-183)

Su estadía en el hospital es un constante ir y venir de la lucidez, el sueño y el delirio provocado por los medicamentos y por tratar de entender lo que está sucediendo; qué hace ahí y por qué es tratada de esa forma. Este constante cruce de realidades propicia, a mi parecer, la construcción de los elementos que constituyen el mundo creativo y el lenguaje de Leonora; detonan una búsqueda de algo más que dé sentido a lo incomprensible de la sociedad normada por la lógica, la razón, la doble moral, la falsedad de lo políticamente correcto y el temperamento templado en donde está obligada a vivir. La reconfiguración que hace de ella misma a partir de su vínculo entre el mundo terrenal y el mundo cósmico se convierte desde ese instante en una visión recurrente en su obra plástica y literaria:

Creía que estaba siendo sometida a torturas purificadoras, a fin de poder alcanzar el Saber absoluto, momento a partir del cual podría vivir en “Abajo”. El pabellón de este nombre era para mí la Tierra, el Mundo Real, el Paraíso, el Edén, Jerusalén. Don Luis y don Mariano eran Dios y Su Hijo. Pensaba que eran judíos; pensaba que yo, una celta y aria sajona, soportaba estos sufrimientos para vengar a los judíos por las persecuciones a que estaban sometidos. Más tarde, alcanzada por la lucidez, iría a “Abajo” en calidad de tercera persona de la Trinidad. Creía que, por acción del Sol, era andrógina, La Luna, el Espíritu Santo, una gitana, una acróbata, Leonora Carrington y mujer. También estaba destinada a ser, más adelante, Isabel de Inglaterra. Era yo quien revelaba religiones y llevaba sobre los hombros la libertad y los pecados de la tierra transformados en Saber, la unión del Hombre y la Mujer con Dios y el Cosmos, todos iguales entre sí. (p. 191)

Si bien la descripción de estas visiones parece un flujo de imágenes confusas e inconexas, creo que para Leonora es muy claro su significado y su lugar en la representación, las variaciones y reiteraciones que tienen a lo largo de su obra, a las que se van sumando un bestiario particular por el que desfilan caballos, hienas, conejos, avispas, cuervos, ovejas, jabalís, serpientes, murciélagos, ratas, perros y una intensa atmósfera onírica e incluso metafísica.

Con el paso del tiempo y con las nuevas experiencias de vida en México, su genealogía natal confluye en diversos aspectos con el imaginario que encuentra en nuestro país: el humor negro, el sincretismo del pensamiento mágico y místico en las tradiciones de la cultura popular, el ritual, el sacrificio y la presencia constante de la muerte como una compañera cotidiana y natural de la vida. Sus personajes, aunque tomados de la realidad cotidiana, nunca, o muy pocas veces, intentan ser una réplica del entorno tangible; por el contrario, al ser captados por la mirada y el cuerpo entero de Leonora, son transfigurados en seres inasibles, gigantes, diminutos, deformes, o mejor dicho, polimorfos y en esa multiplicidad de formas se desencadena la posibilidad de la hibridación entre entidades terrestres, animales, vegetales y de otras dimensiones desconocidas para nosotros, pero familiares para ella. Y esta familiaridad se nota bastante, por ejemplo, en la naturalidad y fluidez de su escritura, justo porque en su narrativa prevalece la intención de transmitir aquello que vio, que vivió, que recordó, que encontró en su paso constante entre el sueño, el delirio, el cuestionamiento profundo sobre la existencia humana y otras existencias, sin preocuparse mucho por la categoría literaria a la que pertenecería su trabajo. Más allá de la escritura automática que solían practicar los surrealistas, las historias de Leonora Carrington exploran escenarios, paisajes y situaciones que retoman elementos de la tradición de lo maravilloso y los cuentos de hadas; la fábula; los relatos sufís; el suspenso y el misterio de leyendas antiguas; el absurdo; el juego de palabras; la ironía y ese humor tan suyo que nos recuerda que la irreverencia también es una forma de rebeldía. Precisamente, si hay una palabra que defina la vitalidad de Leonora, es rebeldía: contra los estatutos sociales, la familia como institución, la figura del padre autoritario, el patriarcado, la norma que establece un solo camino por donde se debe y puede andar. Ante todo eso, ella dice que no a través de sus historias en papel y en el lienzo o en el bronce; ella dice que no, que existe la posibilidad de la magia, de un orden secreto, del saber en la cábala, de un quiebre en los estándares establecidos para descubrir la alteridad que está ahí afuera, pero que hay que aprender a captar.