Yo no sé qué culpa quieres pagar aquí,
en el infierno de la ciudad.
Pancho Madrigal, Jacinto Cenobio
Las distancias apartan las ciudades,
las ciudades destruyen las costumbres.José Alfredo Jiménez, Las ciudades
Nunca volverás, paloma,
triste está el palomar.Juan Gabriel, La muerte del palomo
Un pajarito me contó que al llegar a la Ciudad de México, hace casi cincuenta años, había campos de cultivo donde pasó un metro que se cae a pedazos. Tuve el honor de sostener con él una serie de entrevistas en su casa, que dejó poblada de plantas medicinales, flores y hortalizas. Hizo del agreste paisaje de la cordillera de Santa Catarina, conocida alguna vez como Península de Iztapalapa y más antiguamente Sierra de Ahuizotl, un pequeño oasis vegetal. Desde su palomar, resistía. Se rebelaba.
La ciudad es de papel. Se superponen en ella, como un palimpsesto, los textos arquitectónicos de diferentes épocas. Y sigue siendo reconocible el estrato rural de una megalópolis que, como todas, ha exacerbado hasta el absurdo la oposición entre el campo y la ciudad. Aquel palomo, viajero en el tiempo, me dio el testimonio vivo de una proliferación descontrolada de tejido urbano. Y los mismos tumores crecen del otro lado del mundo.
Liljana Arsovska, quien se hizo acompañar de Juan Pablo Jáuregui para la traducción de la más reciente novela de Xu Zechen, Sobreviviendo en Pekín, apunta que la vida orillera de aquella ciudad explica y se explica por la modernización acelerada vivida en China desde finales de los años setenta. Ingentes multitudes migran a las ciudades soñando un lugar en el tren de la modernidad establecida. Son, tanto como nosotros, residentes temporales del progreso; todos ambulantes. El calidoscopio de Zechen me acompañó silenciosamente mientras nos internábamos al túnel sin retorno que ha desatado este pandemónium, capital imaginaria del reino infernal. Los furgones, en su alocado movimiento, provocan que las imágenes se fuguen por el rabillo del ojo.
Xu Zechen me ha obsequiado con la posibilidad de tejer mis pasos a sus palabras. Conservo en el interior de su texto unas hojas otoñales de las tierras altas de Puebla, donde bebí sol y sombra, recientemente. De allí son mis compadres, Ara y Rubén. Ir allá con ellos fue también viajar a otro tiempo, tan otro como en el que vive Dunhuang, protagonista del libro. Ahora lo imagino, sin embargo, a la sombra del mismo árbol de las peras que comimos nosotros.
Allí sigue él, detenido momento, pensando que lo normal sería sentirse como un tumor maligno en los bordes de la vida. Pero resiste, como Rubén, que pierde su mirada desde la madrugada, buscando al armadillo; o como Ara, que prende fuego con cualquier hojarasca y juega con sus hijos. Todos ellos viven, desde hace poco, en la capital. Cuando van al pueblo se llenan los sentidos de aquellas cosas que se hallan en los inmortales sitios que amamos.
Cuando estaba a punto de iniciar la escritura de esta reseña, abrí mi libro y hallé restos del Chrysobalanus icaco, un arbusto capaz de cobrar forma arbórea. Guardé algunos vegetales corazones de su espesura, que da sombra a la familia del compañero que lo sembró para tal efecto. Fui a despedirlo. De las cosas que dejó con nosotros pude repasar, de su última golosina de gran lector, los párrafos que tocaron sus ojos. Leerlos me llevó al siglo XIX mexicano, un mundo recreado en lo que podría ser la primera novela de folletín por estas tierras: El fistol del diablo, de Manuel Payno. Baten allí las olas de numerosos personajes movidos por perennes pasiones humanas.
Aquel día se perturbaron las fronteras entre distintos niveles de realidad. Con sus cordiales ojos, aquel icaco es, sobre el encrespado mar de las pasiones, un cálido refugio para dos amantes que viajan en el tiempo y con sus cuerpos desnudos hacen volver el río a la llanura, una y otra vez, como en un instante repetido:
Esos amantes,
en el alto vacío,
burlan la arena.
En alas del deseo, el lector sobrevuela a la pareja sin par que busca algún sentido para sus pequeños destinos individuales. Son nómadas que se apartan de la calle donde un sol de lija arrincona a la ciudad. Al final del libro, de mi ejemplar, hay una hoja en blanco donde habitan las condolencias jamás redactadas que tuve el privilegio de llevar en persona. Cuando regresé a la Ciudad de México, con Pekín bajo el brazo, recibí otros dolores y otras condolencias. Hemos podido acompañarnos, amigos, mientras arrecia el vendaval.
Los amantes, en la historia de Zechen, viven en el medio de una tormenta que llamamos progreso. Una suerte de guerra silenciosa que nos aleja del paraíso donde, como dice la canción, sólo había paz. Pancho Madrigal, autor del aludido tema musical, mira a un Adán donde había un Jacinto. ¿De qué huye Jacinto Adán? ¿De la ley? ¿Del pasado? ¿Del sinsentido? En todo caso se anda ocultando, como Dunhuang.
Éste, después de salir de una breve estancia en prisión por vender documentos falsos, cambió de giro comercial para traficar con películas piratas. Por intuición y con unos pocos datos, encuentra a Quibao, que también hace contrabando. A la sombra del icaco que sembró mi tío, un presunto hombre normal que me sembré en el alma para toda la vida, está el domicilio donde Dunhuang mismo es pirata; se hace pasar, ahí, por un estudiante que postula para un doctorado en artes.
Las cosas están preñadas de su contrario: la tierra del viento, la luz de la sombra, la verdad de la mentira. Lo sólido se desvanece en el aire; lo mismo una ciudad que una civilización. Con un heliotropismo de estirpe secreta, esta dupla de bucaneros chinos salta sobre su propia sombra y se afirma en cuerpos eróticos, proteicos, generativos: originales. En medio de la violencia que late cotidiana, en ese cuartito clandestino, se cabalgan a placer mientras transcurre en una pantalla el gozo ilusorio de una película porno. Hacen el alto contraste; restituyen al ser todo cuanto de dignidad y belleza encierra el mundo. La pantalla se queda atónita, iluminando la estancia de azul.
Liljana recuerda. Caminar por los alrededores de Ciudad Universitaria, en la Ciudad de México, es igual a contemplar aquello que Xu describe de diferente manera. Las colonias de la urbanización salvaje pueden ser la ficción geográfica de cualquiera de las otras, como maquetas genéricas. Debajo de las particularidades, de la huella que dejan sus habitantes, se reconoce una misma tumefacción cancerosa: la mercantilización de la vida en cuanto vida.
Perros, árboles, banquetas, anuncios espectaculares, cielos despejados, aves, estudiantes, oficinistas, compradores ambulantes, indigentes, niños y niñas, cables, miles de automóviles. Liljana se asombra. En su vuelo es capaz de reconocer mucha vida en pocas páginas. Sin ser china, ni mexicana, descubre su propio rostro en un pozo de palabras. A pesar de su alquimia, la traducción preserva el sentido que captó la mirada cronista y crítica de Zechen. Se puede observar el recorrido del tiempo; la manera en que la historia se desplaza lentamente. Liljana tiene mirada de siglos.
Juan Pablo medita. Las palabras pierden potencia sin un contexto. Mientras traduce, maldice, logrando que “malas palabras” sean las buenas para decir mejor y más alto lo que está allí, aquí, sucediendo dentro. Es de quienes sufren a conciencia porque saben que no serán consolados. Juan Pablo se fuma los cigarrillos de Dunhuang. Puede vivir encenizado de colillas como lúcido héroe agazapado. Y sabe que insultar las cosas y la gente es otro modo de inventar un lenguaje, éste políglota, capaz de reproducir un juego infinito de proximidades o distancias. Apocado en su grandeza y enorme en su sencillez, Juan Pablo tiene mirada de sabio y de hombre común.
Todo es único e irrepetible. Cada libro es el libro. No puedo imaginar las lecturas que se bordarán a las palabras que Siglo XXI Editores puso en movimiento. Sobreviviendo en Pekín es una novela que permite ampliar la perspectiva sobre el tiempo que nos ha tocado vivir. Una tormenta de arena hace del cielo abierto una caverna. Un polvo fino se nos mete en la nariz, los ojos y la boca. Aquí y en China.
Y como lo vi, lo cuento. Una mujer sin decidirse entre “triunfar en la ciudad” o “volver a su pueblo” para tener una familia; un proxeneta emprendedor que quiere ser proveedor de proveedores de mercancía; un hombre que pone el cuero por evitar que su cómplice y amigo vaya a prisión; una hermosa muchacha con aires suicidas a quien le repugna y le atrae, al mismo tiempo, entregarse a una aventura; una casera que miente para no devolver el depósito de la renta; una señora que muestra piedad por alguien que, por no darse cuenta de su realidad, se siente ofendido; una muchacha furiosa que anuncia a gritos su embarazo; un transeúnte al que se lo está llevado la policía; dos amigos arrancando una sonrisa al otro desde su lecho de muerte, en la distancia. Todo esto lo vieron varios. Y lo vi yo.
Sobreviviendo en Pekín, de Xu Zechen, Traducción de Liljana Arsovska y Juan Pablo Jáuregui, Siglo XXI Editores, colección “El país del centro”, México; 2019.