Hay libros que desde la contraportada nos avisan que el agua del riachuelo al que estamos a punto de zambullirnos es ficticia, como diciéndonos: “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, esto no es agua, esto no es un río”. Pero la línea se vuelve confusa cuando a pesar de saberlo podemos nadar, abrir los ojos dentro y sentir cómo el rostro de cada uno de nuestros dedos se arruga. Leer a K. Le Guin, sin embargo, supone, más allá del contrato de pacto ficcional que unx como lectorx firma desde que abre el libro, un estremecimiento constante provocado por el presentimiento de estar leyendo, con muchísimos más matices, un libro de historia que no fue escrito por aquellos que escriben los libros de historia: los vencedores.
Las niñas salvajes tampoco es una narración hecha por los vencidos, no se trata de eso. Es más bien el panóptico de un narrador completamente omnisciente, uno sin sesgo moral cuya objetividad en la visión podemos palpar. Visión con la que, al menos yo como mujer blanca, entro en conflicto al ser capaz de identificarme con la opresión de género que subyace siempre en la narrativas literarias como las conocemos, pero al también poder verme reflejada en aquellos hombres blancos blandiendo su bandera de “venimos a salvarlos”. Es, definitivamente, un relato que ladra y también muerde.
La ciencia ficción ha sido, como casi todo, un terreno conquistado por lo masculino, incluso se ha borrado de la historia que la inventora de este género literario, como afirma Layla Martínez en el puntual epílogo del libro, fue una mujer de veinte años llamada Mary Shelley. Aunque como es lógico, en una sociedad que se rige y modula con una serie de normas falocéntricas y misóginas, este mérito se le atribuye a escritores como Julio Verne, quien puede quedarse con él de haber sido (y ni siquiera estoy del todo segura) el primero en describir y narrar el centro de la Tierra, pero no jactarse de la invención de un género que abrió los ojos a través del moderno Prometeo.
Es así que un género que a pesar de tener como creadora a una mujer (quien además era hija de Mary Wollstonecraft, protofeminista y precursora de los derechos de las mujeres) terminó monopolizado, como todo, por los hombres, a tal nivel que estereotípicamente la ciencia ficción en la literatura se considera para ellos debido a los atributos bélicos y tecnológicos que han servido de recurso en estas narrativas y que además han sido características relacionadas con el constructo arcaico de masculinidad y las novelas románticas para mujeres.
Y como nos recuerda en el epílogo Layla Martínez, con cada uno de los apogeos de las olas feministas se han escrito paralelamente textos de ciencia ficción feminista, siendo una de ellas, y me atrevería a decir que la pionera, Úrsula K. Le Guin (trilogía Terramar, Los desposeídos), que con su pluma ha revolucionado la ciencia ficción. Ojo, la transgresión en su pluma no recae meramente en que la que escribe sea una mujer en un mundo de hombres en el que es más fácil que los publiquen sin chasquidos de lengua o arqueos de ceja. La transgresión está en el cambio de la concepción del género al crear una ciencia ficción que no necesariamente se vale de distopías cimentadas en tecnologías futurísticas y planes bélicos robotizados, sino que le da un papel protagónico a la naturaleza y no necesariamente a la relación con la que condescendientemente la vemos los seres humanos, sino más bien a la incapacidad de estos de observarla y convivir con ella horizontalmente sin el enfoque piramidal, jerárquico y antropocéntrico en la que la concebimos como simple recurso que existe a nuestra merced. Politiza, pues, cada sintagma que compone sus textos.
La autora no necesita de una cantidad exhaustiva de descripciones sobre el mundo que crea para lograr que se nos hundan los pies en el lodo, resbalemos sobre los troncos tapizados de musgo y sintamos las picaduras insistentes de los mosquitos hambrientos que rondan, incansables, los cuerpos empapados en sudor de los personajes. Tampoco necesita explicar conceptos antropológicos o históricos para plasmarlos, de ahí la delicia de su intermitencia entre transparencia y misterio. Es un mundo que quizá no necesita de hilos interminables de adjetivos porque, a pesar de ser uno inventado, obedece a las reglas que conforman el sistema al que nosotres estamos inscrites desde que damos nuestra primera bocanada de aire: patriarcal, colonial y regido por un sistema de “intercambio” injusto hasta el tuétano. No obstante, y retomo lo que mencionaba al inicio, lo hace con un enfoque objetivo y amoral en el que no hay una narrativa predominante o adecuada, no hay moraleja, las cosas suceden como suceden y nadie dentro de ese mundo es capaz de poner un “pero”, únicamente el lector tiene la capacidad de enunciar.
Modh no dijo “pero…”. Ella veía clarísimo que se trataba de un sistema de intercambio y que no era un intercambio justo. Venía de un entorno lo bastante alejado de este como para ser capaz de observar desde fuera. Y, estando excluida de la reciprocidad, cualquier esclava podía contemplar el sistema con ojos incrédulos. Pero Modh no conocía otro sistema, ni la posibilidad de que tal sistema existiese, que es lo que le habría permitido decir “pero”.
La trama cuenta la historia que hemos escuchado siempre: un grupo de hombres blancos encuentran una aldea, degüellan gargantas y se adueñan, por la fuerza (siempre por la fuerza), de las niñas vírgenes de una de las tribus con la esperanza de convertirlas en una de dos cosas: esclavas o esposas (aunque a veces la diferencia entre ambas palabras no sea tanta). Y así, Le Guin traza un relato de colonización y despojo en el que, a pesar de lo despreciables y crueles de las acciones de los hombres de las Copas, no plantea el binarismo común y simplista de las narrativas que predominan en la literatura e incluso en la ciencia ficción: el bien y el mal, el héroe y el villano. Y es que los hombres que nos describe obedecen a una realidad en la que piensan que están actuando según el bien, según el orden y la justicia, como afirma Bela Belén, personaje del libro: “No os hemos hecho daño a ninguna de las dos” refiriéndose a Modh y a Mal, las niñas salvajes a las que arrebataron de la Tierra para ser convertidas en objetos caros, finos e intercambiables. O como dice la rebelde Modh incluso después de haber sido víctima del horror de la invasión de su aldea: “Eso hacían todos los hombres, los nómadas y los de la Ciudad. Asaltaban poblaciones, mataban a gente, se llevaban comida, esclavos. Así eran los hombres. Igual de estúpido sería odiarlos que amarlos por ello”.
Los tintes feministas son evidentes y casi palpables y no son perceptibles solo en lo explícito, como en el epílogo que tal cual alude a la ciencia ficción y al feminismo. Está, por ejemplo, la concepción que las mujeres y algunos de los hombres nómadas tienen con la tierra. Ésta es una relación horizontal, completamente igualitaria, una en la que árbol, monte, ciénaga o claro del bosque sostiene su mirada y se saben del mismo bando, se reconocen mutuamente. La opresión de género es algo que la autora no se olvida de dejar expuesto, a pesar de que Modh y Mal son las salvajes, las extranjeras, la otredad personificada y, por lo tanto, su condición es explícitamente inherente a la servidumbre y la esclavitud, también podemos apreciar el desgaste de las mujeres de la Ciudad, quienes a pesar de pertenecer al bando conquistador y a los ojos de la gente de la tierra sean entes divinos, permanece en ellas la condición de ser mujeres y no tienen la libertad que los hombres de la Ciudad sí tienen.
Hay tantas cosas que decir con respecto al libro que me es complicado darle un cierre a esta reseña, al igual que se me dificultaría seguir parloteando de él sin contarles prácticamente cada cosa que sucede. Con ilustraciones preciosas y una excelente traducción, la editorial Virus le hace justicia a una de las autoras más lúcidas que hemos tenido. Las niñas salvajes es un libro de seda y musgo, de olor a chamuscado y bailes con espadas afiladas. Es un relato que pica las muelas y deja callos en los dedos. Es un texto modesto y directo que entrelaza las diferentes temáticas que se tejen en una sociedad compleja, sin pasar por alto el choque de cosmovisiones, la espiritualidad y, por supuesto, la visceral violencia del ser humano. Pienso firmemente que es una gran introducción a Úrsula K. Le Guin (incluso si es apenas una probadita), y si ya conoces previamente a la autora, es un texto que puedes tener por seguro que será igual de caudaloso, político, salvaje y tan lleno de niebla espesa como suelen ser las páginas que tapiza la autora estadounidense.