If your love were taken from me
Every color would be black and white
“World Before Columbus,”
Suzanne Vega
Nota previa: este texto habla sobre la película El sonido del metal (Marder, 2019) y revela detalles de la trama que podrían considerarse spoilers. Si no quieres que te “arruine” la cinta, entonces échale un ojo al texto después de verla.
Vista, oído, olfato, gusto y tacto son los medios más poderosos e inmediatos mediante los cuales los seres vivos han logrado la supervivencia a través de los milenios que llevamos sobre la faz de la tierra. Gracias a ellos hemos evitado envenenamientos (percatándonos del amargor de ciertas plantas), golpes (evadiendo objetos acercándose a gran velocidad) y demás atentados a nuestra integridad. Un ejemplo que se me ocurre para ilustrar lo anterior es el modo en el que varios animales anticiparon la llegada del Tsunami que azotó el Sudeste asiático en 2004, dado que no pocos animales se alejaron de las costas con suficiente antelación y distancia para salvar la vida. No fue gracias a las noticias o una alerta satelital: sus sentidos los alertaron de la inminente llegada del fenómeno, por lo cual respondieron instintivamente con el fin de subsistir.
Pero más que la necesidad de los sentidos para mantenernos en este planeta, me interesa resaltar aquí cómo ellos son un vehículo del placer. Los seres humanos en específico hemos hallado en los sentidos un modo más para alcanzar el goce. Para nosotros ya no es sólo que un olor desagradable nos alerte de la presencia de un potencial peligro, sino que buscamos el modo en que una experiencia sensible libere endorfinas. Los invito a recordar, por ejemplo, la explosión que se siente en las papilas gustativas al pasar la lengua sobre una bola de helado (el sabor lo dejo a su preferencia): frío. azúcares, concentrado o quizá hasta semillas de una fruta. No comemos helado para no morir de hambre, lo hacemos por la experiencia estética que trae consigo, por puro placer.
Sé que muchos compartirán mi ejemplo del helado, pero otros más preferirán otro generador de placer. Los seres humanos somos seres complejos que disfrutan incluso experiencias estéticas que llevan a sus sentidos al límite, a afectarlos de manera parcial o total. Ése es el caso de Ruben, protagonista de la cinta El sonido del metal (Marder, 2019); Ruben es un baterista que comparte su pasión por el ruido con Lou, compañera de vida con quien viaja a través de los Estados Unidos tocando metal pesado pesadísimo. El placer de Ruben se ve trunco cuando nota que su audición ha sido severamente afectada y, tras consultar con un especialista, le es diagnosticada la pérdida de más de un 70% de su capacidad auditiva en ambos oídos.
El goce de Ruben por la estridencia termina por cerrar de manera súbita y casi absoluta una de esas ventanas de placer que los sentidos le dan a nuestro cuerpo. No es lo mismo nunca conocer la vista o la audición que perderlas después de haberlas paladeado hasta el límite. De inicio, Ruben padece las dificultades que cualquiera de nosotros experimentaría en una situación similar: incomprensión, dificultar para expresarse, angustia, desesperación. Sin embargo, en el transcurso de la cinta lo vemos reconfigurarse para que esto no sea un problema. Siendo un consumidor de drogas en recuperación, Ruben es admitido en un centro de apoyo para ex-adictos con deficiencia auditiva, donde paulatinamente aprende lenguaje de señas e interactúa con gente en su misma condición, especialmente con niños, con quienes comparte su amor por las vibraciones emanadas de los tambores batientes. Ruben, como bien recalca su coach Joe en algún punto del filme, tiene una amplia gama de posibilidades frente a sí en su nuevo estado, nuevos modos de hallar goce lejos de esa ventana que se cerró para él meses atrás.
Es en este punto donde El sonido del metal plantea la pregunta —para mí— más interesante: ¿se puede abandonar esta ventana del placer sabiendo que hay modo de que pueda abrirse de nuevo? Desde que le fue dado su diagnóstico, las palabras “implante coclear” resuenan en el silencio de Ruben. Aun habiéndose habituado a convivir con la debilidad auditiva, nuestro protagonista no puede abandonar la idea de volver a sentir el goce de las vibraciones estridentes que lo ligan no sólo a la música, sino también a Lou. Ruben ya puede defenderse y sobrevivir a pesar de carecer de un sentido; sin embargo, la mera posibilidad de poder sumergirse de nuevo en el placer de antaño es motivación suficiente para desprenderse de sus posesiones más preciadas con el fin de pagar una costosa operación que le permitirá correr al menos un poco la cortina de la audición.
“Suenas como un adicto”, dice Joe a Ruben una vez que éste ya ha pasado la ansiada cirugía y espera por el resultado. Y sí, es difícil desprenderse de algo que ha generado tal grado de placer: música, ruido, amor, vibraciones poderosas que nos dominan. Volver a pasar la lengua por la superficie de una bola de helado y sentir la explosión en las papilas gustativas. ¿Cómo renunciar a eso, aún sabiendo, como se lo han dicho antes los expertos, que no será lo mismo? Lo que sea es bueno, aunque sea sólo un rozón, una sombra de lo anterior.
Como espectadores, hemos compartido la desolación, el aprendizaje y la calma de Ruben a través de la cinta, así como también compartimos el temor por saber si la operación ha sido exitosa. Al descubrir que funcionó, que los implantes hacen que Ruben perciba nuevamente sonidos inteligibles la alegría se extiende a nosotros también; igualmente, la vemos escapar casi de inmediato al percatarnos de la “funcionalidad” de los implantes, los cuales permiten identificar las palabras que otros nos dicen o notar de dónde vienen esos sonidos, pero no son lo suficientemente sensibles para distinguir los tonos y timbres de esas voces, el refinamiento de los sonidos. Los implantes —le recuerdan una vez más a Ruben— no lo harán recuperar el oído, sino la “impresión” de que escucha. ¿Y entonces? El asunto no era la necesidad de escuchar, dado que Ruben había resuelto con creces las vicisitudes de carecer de ese sentido; el motivo de tanto sacrificio era recuperar el color del sonido, las tonalidades, la explosión de los platillos, Lou…
Bendita sea la tecnología que ha logrado generar “impresiones” de sonido en quienes carecen o han perdido la audición. Sin embargo, la película cuestiona la manera en que la sociedad lidia con una discapacidad. Escuchar como sea, para estar más cerca de la norma, aún si esta escucha, si bien funcional, no es placentera. Ruben se reencuentra con Lou y es testigo una vez más de la belleza de su voz sin gozarla realmente: sabe que canta, nota el idioma en que lo hace, incluso se acerca a la emoción en cada una de las notas que emite, pero el persistente ruido blanco en su cerebro, la voz robotizada convierten al acto en una tortura. Resulta, al final, que la pálida sombra de escuchar causa más pena que renunciar a ella completamente. Nunca había visto un planteamiento así en una película; vaya, creo que jamás me había pasado por la mente siquiera.
Rousseau arguye en el Discurso sobre el origen de las lenguas que fueron las pasiones y no la necesidad lo que llevó a los seres humanos a crear el habla. Pienso que ocurre algo parecido con los sentidos; podemos subsistir sin alguno (o algunos) de ellos, pero nuestro apego proviene del placer que nos producen. Nos regocijamos de ellos todos los días sin tener mucha conciencia de lo que implica su carencia. Me gusta de El sonido del metal que nos sensibiliza ante la gente con alguna debilidad sensorial sin tirar rollos ni victimizar a quienes viven con estas condiciones. Más valiosa todavía me parece la reflexión sobre el regalo que son vista, oído, olfato, tacto y gusto, y cómo debemos dejar que estas experiencias estéticas generadas por ellos nos inunden. Son probablemente sólo un préstamo, y como tal habría que gozarlos mientras las ventanas estén abiertas.
El sonido del metal (EUA). Dir. Darius Marder. Con Riz Ahmed, Olivia Cooke, Paul Raci. Amazon Studios, 2019