Insultar a árbitros, jugadores y entrenadores es parte del rito en el que nos involucramos como espectadores de un evento deportivo. No es correcto, pero tiene que ver con nuestra herencia del circo romano, si no es que de antes. Hay un acto liberador —como también nos enseñaron los griegos— en verter nuestras frustraciones diarias sobre terceros sin que esto traiga consecuencias: de lanzar aquellos improperios contra los verdaderos destinatarios de nuestra ira (esposa, jefes, vecinos, parientes) las repercusiones serían posiblemente funestas.
Cabe añadir que las agresiones verbales no provocan necesariamente riñas en los estadios, siendo los verdaderos detonadores de dichos eventos barras y aficionados en busca de madrazos, la ingesta de alcohol y drogas o alguno que se enchila en un mal día. Si fuera por los insultos que se hacen presentes tanto en el estadio como en bares, casas y hasta centros comerciales donde se sintonizan los juegos, los golpes serían más comunes de lo que realmente son.
Debido a lo anterior, la discusión sobre el famoso corito que ya se ha vuelto el sello de los partidos donde hay mexicanos (y hasta empieza a exportarse) me parece revela cuestiones más interesantes que una simple postura políticamente correcta ante la discriminación. Si el insulto por sí solo no deriva en golpes y si los involucrados en la ceremonia deportiva entienden y asumen que no hay por qué tomarse las peladeces a modo personal, ¿por qué un organismo internacional sanciona al equipo nacional mexicano si sigue escuchándose en los estadios «Eeeeeeeeeeee… ¡PUTO!».
Durante un juego de futbol puede escucharse toda clase de improperios que aluden a orientaciones sexuales, razas, tamaños del pene, discapacidades físicas y más. ¿Por qué, entre todos ellos, puto es el discriminatorio? ¿Por qué no censurar culero que, en su origen, también alude a la homosexualidad? Probablemente no lo saben, por eso mejor no ahondamos en esta palabrita, no la vayan a censurar también. Puto, en el neandertal que hablan algunos aficionados al soccer es antónimo de hombre; al ser este deporte en particular exclusivo para este género, un antihombre resulta incapacitado para ser un buen jugador. En tierra de machines, un puto no tiene lugar.
El escozor que levanta el uso de un término desenmascara un problema latente que busca evitarse u ocultarse. David Faitelson compara este puto-gate con las manifestaciones racistas en contra de jugadores africanos en las ligas europeas, lo cual es atinado, ya que en ambos casos se pone en evidencia una situación que se quiere pasar por alto. En el Viejo Continente queda claro que la democrática Europa está plagada de grupos que rechazan la llegada de inmigrantes africanos y asiáticos a su territorio. En el punto que nos concierne ahora, el mundo del futbol parece negarse a aceptar que ahí hay tanta putería como en cualquier otro lugar.
¿Un futbolista homosexual es menos apto para desempeñarse en la cancha que uno heterosexual? Por supuesto que no: sin embargo, las cargas simbólicas de un balón de futbol son difíciles de contrarrestar. Este objeto, entre otros semas, representa el primer indicador de que el bebé fue varón, o es el medio para destacarse o hundirse entre los pares en la primaria. Masculinidad, heterosexualidad y ser bueno en futbol son conceptos que parecen estar asociados naturalmente, por más que la realidad nos muestra una y otra vez lo inoperantes que son estas relaciones.
Esta vinculación artificial orilla a Cristiano Ronaldo a responder cada que se filtran fotografías suyas en compañía de otros musculocas (como él), a Carlos Salcido a convertirse en la botana del mes después de su «encuentro» con un travesti, a que la foto en la cual se ve a dos jugadores de Tigres celebrando la corona del torneo pasado con un beso bien plantado en los labios haya sido el motivo de innumerables memes. Por más que se niegue un grito en el estadio, éste resuena en todos lados, incluso en la cancha al festejar cada gol, según relata un comediante de stand up (no recuerdo su nombre) que confiesa haber recibido la agasajada de su vida después de anotar casi por accidente.
En este caso, la censura envía un mensaje incorrecto, ya que la institución censora, al mostrarse especialmente preocupada por una palabra, demuestra sus propios prejuicios. Si bien coincidí con Faitelson unos párrafos arriba, no comparto el tono de alarma con el que él establecía la comparación entre los insultos racistas y el puto-gate. Arrojar plátanos a jugadores afrodescendientes es una ofensa con nombre y apellido; el «Eeeeeeee… ¡PUTO!» no discrimina, pues está destinado por igual a quien se lo merezca según la tribuna, independientemente de su orientación sexual. Lo dicho: el trasfondo es neandertal, pero otras prácticas de los aficionados al futbol no son más lógicas (¿celebrar victorias mediocres en el Ángel, por ejemplo?). No celebro el grito, pero tampoco lo considero más o menos discriminatorio que otras cosas que se entonan al calor del juego. ¿Y la respuesta institucional? Una tapadera para no darle cabida a un asunto que les duele, por putos.