José A. Sánchez

A partir de algunas ideas planteadas en el grupo de estudio “Duelo colectivo, duelo planetario” (ARTEA/MNCARS, 2022-23).

Primera entrega

Hay palabras grandes, como “capitalismo”, “catástrofe”, “revolución” o “ideología”. Y hay cosas pequeñas, como esas a las que se refieren las palabras “semilla”, “mano”, “bacteria” o “sonrisa”. Los modos de pensar la vida y el mundo heredados de las transformaciones políticas y tecnológicas del siglo XIX instauraron una correspondencia entre las palabras grandes y las cosas grandes, lo que forzó a principios del siglo XX a dar prioridad a lo colectivo o a la masa como modo de responder a los grandes retos que afrontaba la humanidad. Aún a principios de la década de los sesenta, lo importante seguía siendo lo grande: las armas nucleares, los superpetroleros, los misiles, los cohetes, las cosechadoras, las factorías metalúrgicas, las autopistas, los rascacielos y los pasos elevados que atravesaban las ciudades. La Guerra Fría se relató como una gigantomaquia que volvía secundarias las vidas individuales, y más aún la de los bosques, la de los ríos o la de las islas. Una serie de desastres anunciaron el fin de ese relato: la guerra de Vietnam, las dictaduras latinoamericanas, el apartheid en Sudáfrica o la Guerra de los Seis Días. Quienes sufrieron las consecuencias de estos desastres no fueron los cuerpos ficticios de los gigantes en conflicto, sino los cuerpos singulares de las personas que resistieron el imperialismo, los golpes militares, la segregación o la ocupación de los territorios. Y con sus cuerpos sufrieron también las selvas defoliadas, los campos de cultivo arrasados, el agua confiscada, los olivos arrancados o la tierra desposeída.

La caída del muro de Berlín fue el acontecimiento histórico que marcó simbólicamente el final de la Guerra Fría; no fue una revolución, sino más bien una movilización ciudadana: lo deseos de libertad y convivencia amable fluían por un canal que conducía a una vuelta al orden. Pocos meses antes había tenido lugar la mayor catástrofe contemporánea: la explosión de uno de los reactores de la central nuclear de Chernóbil. La amenaza de una agresión nuclear o una guerra de liquidación mutua, que tantas ficciones, pesadillas y distopias había generado durante las décadas precedentes, no se cumplió. No hubo un final trágico para la guerra de gigantes, no hubo héroes, ni un exterminio global, sino víctimas concretas, ajenas en muchos casos al conflicto, y daños corporales y ecológicos para los cuales militares y líderes políticos carecían de estrategias y protocolos de actuación. “No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos”, escribió Alexievich, “y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras” [1]. Y, como no había palabras nuevas, se recurrió a las antiguas; en vez de reconocer la situación como “catástrofe”, se la nombró como “guerra”.

Pero una guerra es una disputa entre ejércitos, normalmente resultante de una invasión, de un litigio territorial o de una agresión sea del tipo que sea. En Ucrania y Bielorrusia no se desencadenó una guerra, pero sí se manifestaron muchos de sus síntomas: una limitación de derechos fundamentales (de expresión y movilidad), daños insólitos en los cuerpos, decisiones apresuradas sobre la vida y la muerte y una priorización de la supervivencia de la colectividad sobre la de los individuos. Esas mismas limitaciones se repitieron recientemente para responder a la expansión de la pandemia, y al igual que en 1986 también en 2020 se habló de guerra y se otorgó una responsabilidad insólita a las fuerzas armadas, que vieron incrementado su protagonismo en asuntos en los que habitualmente son competentes diferentes organismos de la sociedad civil. La emergencia sanitaria global se convirtió en una guerra.

Nos cuesta orientarnos en el ámbito de lo invisible, comunicar lo que nos afecta sin recurrir a la representación. Y nos cuesta, además, producir representaciones nuevas. Pero el recurso a la metáfora puede tener consecuencias perversas, como ya advirtió Susan Sontag en sus ensayos sobre el tratamiento metafórico de la enfermedad y más específicamente del cáncer y del VIH. La búsqueda de significado a la enfermedad conduce inevitablemente al juicio moral [2].  La identificación de enemigos en la supuesta guerra contra la pandemia de 2020 condujo a la xenofobia, la criminalización política y al odio social. La lucha por la supervivencia, mimetizada de las situaciones de guerra, justificó categorizaciones sociales excepcionales, por las que el trabajo de determinadas personas y colectivos fue declarado imprescindible, y las vidas de determinadas personas y colectivos (especialmente los ancianos de clase media y baja), prescindibles. Las teorías conspiranoicas, por otra parte, tenían el sentido de establecer responsables humanos: fueran científicos en un laboratorio, agentes secretos liberando virus o incluso magnates y políticos que se inventaban una pandemia inexistente para aumentar su fortuna o conseguir un poder absoluto.

La metáfora de la guerra sirve para devolver una catástrofe que excede lo humano a sus dimensiones humanas, y así trasladarla del ámbito del daño caprichoso a los cuerpos a un conflicto que se debe resolver en el ámbito político o en el ámbito militar. Sin embargo, la insistencia en la metáfora, cuando no conduce a conflictos añadidos, o a la misma muerte, conduce al absurdo. ¿Quién era el enemigo en la supuesta situación de guerra declarada tras el accidente de Chernóbil? ¿Quienes declararon el estado de emergencia no eran los mismos que gestionaban la seguridad de las instalaciones? A no ser que se piense que el enemigo es algo tan abstracto como la radiactividad o como un virus. Si fuera así, la radiactividad no se puede combatir al modo antiguo, al modo heroico. El resultado de ese combate puede ser devastador y se plasma en el testimonio de la mujer con cuya voz se abre el libro de Alexiévich: la esposa de un liquidador que, tras muchos esfuerzos, consigue localizar a su marido en el hospital militar donde agoniza; quien durante unas horas fue un héroe, ha perdido ahora la forma humana: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación.” [3]

¿En qué momento un cuerpo humano deja de serlo? ¿Acaso la radiactividad borra la subjetividad? ¿No era ese cuerpo aún un sujeto de memoria, de afectos, de deseos y angustias? Las mismas preguntas cabe hacer respecto a los cuerpos afectados por una enfermedad terminal, los cuerpos de la tortura o los cuerpos de la vejez. Nos enfrentamos al abismo que se abre más allá del límite de lo humano, no un límite moral, sino un límite material, ahí donde la carne pesa más que la subjetividad y la ahoga. ¿Pero dónde se dibuja el límite? El límite moral nos resulta más conocido, es aquel que nos permite condenar la inhumanidad de determinados comportamientos que provocan grandes daños a otras personas; cuando pueden ser juzgados, la inhumanidad de esos individuos puede justificar, según la legislación vigente, su encierro, su tortura o su muerte. Se puede llegar a ejecutar a alguien por razón de su previa inhumanidad, pero resulta más problemático decidir, desde una posición estrictamente moral, excluir a un individuo del género humano.

Los límites precisos facilitan la toma de decisiones. Y en ocasiones no queda más opción que dibujarlos, a condición de asumirlos asociados a casos singulares o acuerdos transitorios. Cuando se vuelven esenciales, instauran comprensiones deformadas o directamente falsas de la realidad, que sirven a intereses espurios y conducen a fundamentalismos morales y a extremismos políticos. Así ocurre con los monoteísmos radicales, con los nacionalismos violentos, con el colonialismo o el esclavismo, ideologías todas ellas que niegan derechos fundamentales o incluso la condición de humano a una gran parte de la humanidad. El auge en los últimos años de estas ideologías, asociadas a diferentes formas de supremacismo identitario, xenofobia, clasismo o machismo, es un síntoma de una ansiedad colectiva provocada por esta fase del capitalismo extractivista y especulativo que ha puesto en riesgo la supervivencia a medio plazo.

Dado que la amenaza es demasiado grande, se tiende a la fabulación; de la metáfora se pasa a la alegoría, y se construyen relatos confusos: los que sustentan las citadas teorías conspiranoicas, pero también aquellos que proponían comprender la pandemia como una venganza de la naturaleza, una versión laica de la comprensión de las plagas como castigos divinos. Sólo que lo no humano se resiste al significado que se le intenta atribuir en esos relatos construidos sobre moldes humanos. Lo que causa mayor ansiedad es precisamente la experiencia subjetiva de lo que no es humano, y no por su gigantismo, sino más bien por su escala micro: la de los virus, la de los átomos, pero también la de los microplásticos y los metales que se filtran a la cadena alimentaria, la de los grados o incluso décimas que pueden provocar cambios climáticos catastróficos, o la de las mínimas variaciones macroeconómicas que pueden condenar a la pobreza y al hambre.

Las guerras del siglo XX demandaban de los individuos que renunciaran a sí para conformar un cuerpo colectivo, civil y militar que diera respuesta a la agresión de otro cuerpo colectivo; y esos cuerpos colectivos fabricaban aviones, portaviones, misiles, cuanto más grandes mejor. La armadura antigua fue siendo sustituida por corazas colectivas, al tiempo que las viejas fortalezas se vieron replicadas por “escudos” que llegaron a tener escala continental. Esas viejas defensas están concebidas como reforzamientos de la piel, a partir de la idea de un cuerpo impenetrable. El hierro de la armadura o la tecnología de los sistemas antimisiles se ponen al servicio de mantener la esencia impenetrable del cuerpo, y por extensión de una sociedad o de una nación. La vulnerabilidad del cuerpo, concebida como un defecto, obligaba a un esfuerzo tecnológico para asegurar la realización de su esencia impenetrable, que metafóricamente se expande hacia la fortificación de las fronteras o los aparatos legales que protegen las supuestas identidades, sean nacionales, raciales o de género. Pero la imagen de la piel como armadura natural que distingue no sólo a unos individuos de otros, sino a lo humano de lo no humano se ha acabado convirtiendo en una metáfora perniciosa.  

No hay barreras que nos protejan efectivamente a los cuerpos de la contaminación atmosférica o alimentaria, de los vertidos tóxicos, de los derrames de petróleo, de las fugas radiactivas, de las epidemias víricas o de las células cancerígenas. Es cierto que cualquiera de esos factores catastróficos afecta o puede afectar a territorios enormes y a millones de personas, pero su acción es fluida, microscópica, invisible o interna, y en cada caso produce la enfermedad o la muerte de individuos, insertos en una red ecológica y en una red de afectos y memorias. Cualquier tentativa de enfrentar la catástrofe al modo heroico tendrá siempre una efectividad limitada y un coste elevado para los cuerpos que se comprometen urgidos por la voluntad de disminuir los daños en otros cuerpos, sean humanos o no humanos. Pero esos cuerpos no participan en una guerra, no componen una vanguardia, son cuerpos solidarios, conscientes de lo que arriesgan, así como de que ese riesgo podría evitarse en el futuro si se emprendieran acciones para cambiar las cosas pequeñas que las grandes palabras ocultan. Son los vecinos que se lanzaron a la calle para desescombrar y salvar vidas tras el terremoto de México en 2017 o los pescadores y percebeiros que trataron de contener la llegada del petróleo vertido por el Prestige a las costas gallegas en 2002 y las de los voluntarios que participaron en la limpieza del chapapote. Ambas son catástrofes con una dimensión material visible y táctil, de ahí la rapidez en la reacción y de ahí también quizá que fuera posible sortear la necesidad de las metáforas. No había enemigos, sino responsables: la especulación que alentó construcciones deficientes y licencias de obra fraudulentas junto a la desigualdad social extrema en un caso; la pésima gestión política junto al poder intocable de las empresas petroleras y la economía dependiente de ellas, en el otro. Por ello, a la acción solidaria siguió al duelo, y al duelo la indignación y la movilización contra los responsables agazapados en sus despachos. No era difícil localizarlos, pero sí fue imposible procesarlos.

El poder se ha vuelto tan fluido como sus fuentes de riqueza: la energía, el agua, los genes modificados, el control de la información, los tipos de interés, que sirven para acumular propiedades inmateriales, como las patentes o los bancos de datos, pero también materiales, como tierras e islas, infraestructuras y edificios. Las catástrofes, provocadas por la avaricia o por la insensatez [4], ya raramente tienen una dimensión plástica. La magnitud de los daños causados por agentes invisibles produce desconcierto, la angustia se instala en los cuerpos, hasta hacernos sentir responsables.

¿Qué puede un cuerpo frente a palabras tan grandes como “radiactividad”, “pandemia”, “crisis económica”, “desabastecimiento energético”, “capitalismo” o “cambio climático”? Sólo que la “radiactividad” no es una cosa grande, sino la suma de millones de átomos en colisión que queman y corroen los materiales y los tejidos sin hacer distinción entre lo humano y lo no humano. Y el cambio climático es una abstracción resultante del procesamiento de millones de datos que nos alertan sobre consecuencias reales que determinan nuestra supervivencia.

Hay problemas globales que exigen soluciones globales y complejas, que no admiten simplificaciones, como aquellas de las que se nutren las ideologías identitarias y totalitarias, y que nos obligan a aceptar negociaciones multilaterales e intrincados sistemas de representación. Pero las palabras grandes no siempre son útiles para denominar lo que nos pasa ni para encontrar respuesta; no sirven para denunciar un caso de corrupción, la explotación de un acuífero o una agresión sexual, ni para plantar semillas sin patentes, organizar una cooperativa de vivienda o defender la sanidad local.

“Duelo planetario” es una metáfora, como lo son las ideas de “un planeta enfermo” o “una humanidad enferma”. Sirve en la medida en que seamos capaces de mantener el sentido de la escala, los sujetos que operan en cada una de las escalas y las acciones posibles. La “movilización planetaria”, sin la cual el duelo carecería de sentido político, sólo puede ser resultado de la suma de movilizaciones que emergen de cada uno de los duelos colectivos. Para que sean posibles, tenemos que restablecer la correspondencia ente las palabras grandes y las cosas pequeñas, o bien inventar nuevas palabras de las que no se haya borrado la trama de sentido que conecta lo grande con lo pequeño, esas palabras en las que confiamos para sostenernos solidariamente ante las catástrofes y trabajar por las transformaciones posibles en la dirección de nuestros deseos.

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[1] Svetlana Alexiévich, Voces de Voces de Chernóbil. Crónica del futuro (1997)Debate, Barcelona, 2016: 46

[2] Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas (1977). El sida y sus metáforas (1988), trad. de Mario Muchnik, Penguin Random House, Barcelona, 2008. 

[3] Ibid: 32.

[4] Bárbara W. Tuchman, La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam, FCE, México, 1989.

Texto originalmente publicado en: https://parataxis20.wordpress.com/2023/02/12/las-palabras-grandes-y-las-cosas-pequenas/?fbclid=IwAR3rSVSMiTOwFPDHDs_ryndx5onahtSp0WTwm2AP7QL_fWH8am5SI9nU8d0