¿Qué sabemos de la muerte?, apenas nada. Suponemos mucho, nos tomamos todas las licencias poéticas. Blanchot decía que se escribe para no morir y seguramente Javier Raya sabía esto y por eso escribió en Alharaca: “el poema es lo que lucha / por seguir respirando frente a la muerte”. Javier, Raya, Rayita nos dejó… ha muerto, para decirlo con esas dos palabras que hacen temblar la mano y que me obligan a buscar metáforas. Pero sigue vivo, porque como dice Blanchot, escribió, se mantuvo vivo.

Valga como un pequeño homenaje esta selección de poemas de algunos de sus distintos libros. Nuestras condolencias a familia, amigos y colegas. Raya supo ser un interlocutor a múltiples bandas y hoy somos muchos quienes lo extrañamos desde ya.

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Alejandrina
Madre es una biblioteca de pie sobre la orfandad.
Tiene pocos libros, pero sabe todas las historias,
ha vivido todas las historias
incluso las incontables.
Nunca me di cuenta que su rostro daba al mar,
que sus ojos eran faro para evaporar la niebla
que pierde marineros y mercaderías, instancias,
sueños infantiles.
Fui cultivado mis meses de sombra y ceguera
en su centro cálido de guitarra. Madre es
madera, tensión entre sonidos, acorde llorando,
blues.
Madre canta en la 3ª superior relativa al tono natural
de Padre; lo armoniza casi como un accidente
pero nadie parece notarlo. Los marineros asumen
sirenas de luto.

De Por los rasgos de una bayoneta

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No se necesita mucho, ni

demasiado: suficiente.

Mantener vivo un aire dentro del cuerpo.

Una hoguera portátil.

Estamos prensados en ese paréntesis

del instante y el instante, en una garra.

Por eso es importante respirar, esto

sólo tomará un instante, dicen los paramédicos

mientras nos arrancan la mano, la pierna destrozada,

y al grito sobreviene el ahogo.

Respirar: alimentar la sombra

del grito como un fuego.

De Alharaca

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La sombra de una voz pisa el papel.

Voz de quién,

la sombra del papel tiembla

bajo el breve peso de los pasos.

El papel guarda la sombra, huella

hablando, blancura que se define

en prisa de ronco movimiento.

Al paso sigue el paso: eco:

en el árbol

la semilla se pone de pie.

La voz se pone de pie

en el libro.

De Ordalía

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Remington es una marca de rifles también, y ciertamente no

escasean referencias bélicas al pensar el acto de escribir, ni de

la escritura como campo de batalla. El modelo Quiet-Riter me

recuerda naturalmente a mis investigaciones sobre la historia de

la literatura ninja, el silencio, el sigilo, el disfraz, para completar

las coordenadas de la guerra inminente que tiene lugar en los

objetos de escritura. Incluso el sonido de las teclas recuerda un

retumbar de cascos enardecidos, señala lejanos nacionalismos,

e incluso al escribir sobre esto, su tabletear adopta un matiz

de serendipia con el ruido de una banda de guerra (tambores

y cornetas) de un parque cercano, además de la amenazadora

cercanía de la lluvia, precedida por una vanguardia de truenos.

Todo eso entra por la ventana, como ecos del teclear.

Hay un pequeño levantamiento armado al escribir con

estas cosas. Con las máquinas de escribir, me refiero (aunque

tal vez sin la corrección anterior habríamos podido pensar

que así se escribe también, efectivamente, con los truenos).

Un mínimo delirio de subversión con cada golpe. «Golpe»

es el nombre técnico en mecanografía para referirse a la

pulsación de una tecla. Es lo que sentimos —esa como travesura,

como desorden, como microdesmadre inofensivo— cuando oprimimos una tecla de una máquina vieja en un bazar o en un anticuario, como niños molestos que levantan la tapa

del piano y aporrean el teclado. Si me apuran un poco, hasta

diría que las máquinas de la escritura tienen una voz.

De Ejercicios de mecanografía

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Heteropeatonal

Los hombres lanzan palabras como piedras,

lanzan mujeres como insultos,

lanzan hombres como balas,

lanzan balas como besos,

lanzan besos como escupos turbios

para que otros hombres (¿quiénes?)

no vengan a rescindir sus credenciales

de hombrar, a cortarles la hombría

(¿de dónde?) que según ellos les crece

en lo capilar y testicular, para que no

venga ese fantasma del padre

a señalarlos en falta, a humillarlos

frente al equipo, los afeminados

igual que los castrados se reconocen

enseguida, y los verdaderos hombres

no tienen trato con esas sensibilidades:

ponen la boca en forma de ano y chupan

el aire tras la muchacha que acaba

de pasar, lamen su sombra, pavimentan

su andar a chiflidos, llamados de apareamiento

de la impotencia, su noción de lealtad

culmina en hinchar por el mismo equipo

desde chicos, aunque pierdan, juntarse

en las esquinas a escupir y gritar la risa

más que a reír, a anunciar en el espacio

público qué tan hombres somos, esos hombres

que no entendemos la belleza sin escupirla

y hablamos cándidamente de mujeres

como si alguna vez hubiéramos visto alguna

que no temiera pasar entre un grupo

de machos de la especie por la calle, como si alguna

vez hubiéramos visto una mujer sin teñirla

de nuestros pornofantasmas y rencores

edípicos, como si alguna vez hubiéramos

deseado desde nosotros mismos

sin confundir el amor

con una bala

con un beso

con una piedra

con un insulto

con otro hombre

a quien le tributamos la impotencia.

De La fábrica de domesticar