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La muerte de mi madre empezó por ahí del 2011 y terminó en marzo del 2015. Esa muerte tan larga nos acercó mucho en cosas y también nos alejó en otras: nos acercó mucho corporalmente, por ejemplo. Lo que más extraño de ella y también lo que más recuerdo (y asumo que una es consecuencia de la otra y viceversa) es su cuerpecito ya más chiquito que antes siendo envuelto por el mío, esa sensación de concavidad de mi cuerpo adaptándose a cada suave pliegue de su piel y a cada frágil ángulo de sus huesos; de su columna curva y chiquita, de su cabecita palpitante, de su nariz grandota abajo de mi barbilla. Zarigüeya, le decía ya al final, porque se había ido volviendo una. Una particularmente bonita.
La principal distancia entre nosotros fue la fe. Siempre le había gustado mucho la fe a mi madre. Del catolicismo de su familia había pasado a Lobsang Rampa y su civilización de gigantes púrpuras milenarios escondida en los Himalayas y sus tercerojos, y de allí a Carlos Castaneda y el punto de encaje y luego al budismo tibetano. A mis hermanas y a mí no nos educó en la religión, pero me acuerdo mucho de un día en el que nos llevó a la iglesia a sentarnos en silencio a escuchar. Decía que había lugares sagrados y que había que entrar a ellos con respeto.
Nunca se pone tan a prueba la fe como cuando la muerte es inminente, y frente a la inminencia de la suya, ella decidió saltar. Confiar en todo y probarlo todo. La única terapia que no hizo fue una alopática llamada “blanco molecular”, porque uno de los efectos secundarios podía ser la depresión y para ella deprimirse era claudicar. Su fe se fue incrementando de manera inversamente proporcional a sus posibilidades de sobrevivir al cáncer y la mía, en cambio, fue decreciendo. Una vez lloró porque después de un rato de hablar de aliens le dije que era ridículo que creyera en todo. Por supuesto que yo no tenía ningún derecho a cuestionar su fe, que la mantenía viva de alguna manera, pero a la vez tenía todo el derecho, porque con su fe iba arrastrada también la poca salud mental que nos quedaba a mis hermanas, mis tías y a mí, y nuestra incapacidad para entender un mundo que se había reducido a cuidar a una mujer agonizante. Porque junto con su fe había que prepararle quinientos tés de distintas especificidades alquímicas, sonreírle a la charlatana de los imanes que le juraba que ya no tenía ni un gramo de metástasis en el cerebro, o abrazar a mi mamá cuando aseguraba que las velas que ese viejito le había extraído del abdomen eran una curación definitiva. Mi madre pasó de creer en una cosa a creer en otra a lo largo de toda su vida para, al final, creer en todas al mismo tiempo. Ovnis, Cristo, chakras, Buda, ángeles, brujas hermanadas, reiki, todo estaba por salvarla de la muerte. Y su proceso de autoduelo es algo que yo no puedo juzgar ni entender, pero sé que el mío me llevó al lado opuesto, a un escepticismo de lo más estricto. La medicina es sobre todo superstición, pensaba cada vez que un doctor balbuceaba un intento de diagnosticar algo a partir de una resonancia magnética o un petscan. Superstición electrónica amparada en ciencia mal pensada.
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El día de su funeral, mi manera de inventarme un ritual que me ayudara a pasar por eso fue leerle un poema de T. S. Eliot: The Hollow Men.
Somos los hombres vacíos
Los hombres rellenados
Reclinándonos juntos
Cabezas llenas de paja. Putamadre!
Nuestras voces secas
Cuando murmuramos juntos
Son inmóviles y no significan nada
Como viento sobre pasto seco
O pies de rata sobre vidrios rotos
En el sótano seco
Figura sin forma, sombra sin color
Fuerza paralizada, gesto sin movimiento;
Aquellos que han cruzado
Con ojos directos al otro reino de la muerte
Recuérdennos –si acaso– no como perdidas
Y violentas sombras, sino solo
Como los hombres vacíos
Los hombres rellenados
Así empieza. Leí este poema una infinidad de veces para tratar de hacer sentido de la nada, de la vacuidad aplastante del universo ante la muerte de alguien a quien amo y también como un arma contra la locura creyente de mi madre, porque no podía creer que fuera a reencarnar en un pavorreal o en un venado o en una yegua, como a ella le hubiera gustado, o porque no me importaba si eso era o no posible, porque la muerte, su muerte, para mí fue nomás un mirar de reojo al abismo, que no es poco.
***
Meses después estaba cenando en casa de una amiga bailarina que en ese momento trabajaba en un espectáculo con un ilusionista. Sobre la mesita de centro había un tenedor doblado que desató toda una discusión. Lo dobló el mago, me dijo, y me lo regaló como prueba de magia. Wow, increíble, y nos enfrascamos en horas de plática en la que ella defendía la existencia de la magia y a mí me daba mucha risa de superioridad moral, esa superioridad que da el escepticismo. En medio de esa plática me llegó un mensaje de texto a mi celular. Quién manda mensajes de texto en pleno 2015. Era de mi madre. Me sorprendió mucho y lo comentamos, pero seguimos hablando. Un rato después me llegó otro y después otro. Se me cayó al suelo todo. Llegué a mi casa a llorar y a responderle los mensajes, a decirle que la quería y que la extrañaba y que esperaba que estuviera bien donde fuera que estuviera si es que estaba. Pensé que, con lo cursi que era mi mamá, hubiera preferido mandar una señal más poética, pero quizá si se hubiera manifestado en forma de colibrí o de relámpago o nosequé, yo habría ignorado el mensaje. Hubiera, a lo sumo, pensado “que bonito colibrí, a mi mamá le encantaban”. Tuvo que, con un gesto de ironía maravillosa, con un gran sentido del humor que terminó de derrotarme en nuestra discusión, mandarme un puto mensaje de texto para que entendiera. Tres mensajes, en realidad, por si uno o dos podían ser leídos como un fallo en el sistema.
A partir de allí he pensado mucho en eso, en que quizá el escepticismo es sobre todo una fortaleza, una muralla, un ejercicio de inexpugnabilidad que lo mantiene a uno lejos del afecto del mundo, o que lo intenta…
Me gusta mucho la palabra epistemicidio. No la acción, sino la palabra. Creo que es un término muy poderoso. Con el tiempo he ido preguntándome cuántas formas de conocimiento habrán desaparecido por la higiene estéril del escepticismo. Cuántas maneras de vivir el mundo y de pensarlo y sentirlo han sido descalificadas sistemáticamente por la blancura oculta detrás de la razón. Porque ser escéptico es, en el fondo, tener fe en la ciencia, es tragarse completo a Descartes y también al empirismo. El escepticismo nunca es neutral. Defender la razón ilustrada, exigir evidencia científica es reducir el mundo a lo que la moral cristiana de la ciencia quiere o no permitir como legítimo porque, nos guste o no, la ciencia es en el fondo bastante cristiana (me quedó clarísimo en el hospital de oncología): la ciencia parte de la lógica monoteísta de que el único dios verdadero es el mío; tú, de facto, estás mal. En otras palabras, el problema no es la validez del conocimiento científico, todo bien con eso. El problema es esa necesidad de regular al mundo desde la ciencia y de decidir cuál conocimiento es válido y cuál no, de supeditar milenios a su cetro. El problema es la colonia, pues. Dice tan lúcidamente Arthur Evans en su libro La brujería y la contracultura gay:
No obstante la responsabilidad de la violencia cristiana en el nacimiento del moderno estado-nación, el estado se trabó en una guerra salvaje con su padre. Con el tiempo, el estado salió victorioso. El dominio del clérigo fue reemplazado por el dominio de los políticos. El escolasticismo fue reemplazado por la ciencia. La burocracia gubernamental se impuso a la jerarquía eclesiástica. Pero, por debajo, se mantuvo la misma dominación de clase, urbanismo, militarismo, racismo, explotación de la naturaleza y represión de las mujeres y la sexualidad.
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Crecí en Guanajuato, tierra cristera y yunquista. A los quince años tuve mi primer encuentro sexual, mi primera cogida, pues. Un amigo y yo hicimos un pic-nic de claras intenciones para ambos en un lugar hermoso. Un riachuelito en el cerro. Comimos rico, bebimos para superar el miedo, y poco a poco comenzamos a besarnos, a desnudarnos y a coger. El arroyo estaba bordeado de una especie de risco, y en algún momento de nuestra inexperta actividad, nos empezaron a llover pedradas desde arriba de ese risco. Logramos escondernos en las rocas, recogimos nuestras cosas en chinga y huimos de allí. Nadie salió herido, pero nuestra relación, a partir de ese ataque, se fue desvaneciendo. Nunca hablamos de eso y yo jamás se lo conté a nadie. Me volví, de facto, un criminal, y esas pedradas me comprometían a mí más que a quienes las lanzaron.
Apenas hace unos meses comencé a recordar esa historia. Y un día, por casualidad, me encontré a Yuri (mi amigo, que claramente también escapó de Guanajuato a la ciudad) y decidimos juntarnos. Hablamos mucho de nuestra relación, de nuestro cariño, yo le dije lo importante que había sido para mí tener un ejemplo identitario no heterosexual en mi adolescencia y recordamos esa historia. Fue en esa plática tan reciente, después de dieciocho años, que me di cuenta de que la primera vez que cogí fui apedreado. Fuimos. De que esas piedras marcaron mi vida sexual y mi conformación identitaria por el resto de mi vida. De que son esas piedras, y no con quién coja, las que me hacen joto. De que todos los jotos somos supervivientes de una u otra forma y ser superviviente también conlleva una responsabilidad y una violencia que uno trae adentro. Hace apenas ocho días (el 20 de enero del 2019), una pareja de jotos fue apedreada en su casa en Rosarito, Baja California. Uno de ellos, Ulises, murió por un golpe en la cabeza y por negligencia médica.
Hace un año descubrí un libro increíble (que ya cité más arriba): La brujería y la contracultura gay. En él, Arthur Evans habla de cómo la lucha contra los jotos ha sido también epistemicida. Destruir la jotería no es nomás un odio irracional, es un proyecto político y lo ha sido por más de mil años. Destruir la jotería fue también en su momento destruir las antiguas religiones e implantar la familia nuclear monoteísta, más adecuada para el proyecto civilizatorio protocapitalista que la vida comunal. Habla de cómo, en algún momento, las palabras usadas para designar jotos o herejes eran las mismas. Joto y hereje eran sinónimos. Habla de cómo la palabra faggot, que en inglés significa joto, también significa hato de leña. Leña de los árboles sagrados de los paganos con la que quemaban a los jotos. La palabra faggot significa joto porque para la cristiandad, un joto era algo que querían ver arder, era la leña de su fe, el combustible de su iglesia, el hogar de su familia nuclear. Pienso en esas piras y en las piedras que me marcaron a mí, y pienso que, aunque mucho de ese conocimiento pagano y maricón se haya perdido en la guerra epistemicida del último milenio, hay una magia jota que permanece, hay un hilo de continuidad entre esos muertos y Ulises en Rosarito y entre esos vivos cogiendo a la luz de las fogatas alrededor de árboles sagrados y nosotrxs, bailando reggaetón en la cañita.
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A principios del siglo XX se acuñó la palabra joto en México, porque en el Palacio Negro de Lecumberri, esa infame cárcel de nuestra historia, las alas estaban ordenadas alfabéticamente. El ala “J” correspondía a la sección para desviados sexuales. ¿Qué diferencia hay entre el faggot de los ingleses y el joto de los mexicanos? ¿Qué diferencia hay entre la pira y la mazmorra? La única que veo es la que muestra Evans en el párrafo que cité arriba: el cambio de la estructura cristiana a la secular.
Nombrarnos jotos es asumir esa infamia y ese peligro constante, pero también es abrevar de esa genealogía y de esa sangre derramada, chamuscada o podrida en las celdas. Es invocar a esos demonios de los que venimos. A esos herejes sodomitas, a esos pecadores nefandos. Es decirles que creemos en su magia que es nuestra también. Que reclamamos nuestro lugar en el infierno y en el bosque. Que no somos escépticos. Que creemos en todo en principio, aunque desconfiemos también de todo.
Cuando veo que a mis amigos maricones les encanta el horóscopo, no puedo dejar de pensar (después de haberme burlado horrores), que allí hay potencia. Que hay una añoranza por lxs diosxs antiguxs, por los conocimientos no machos, por reconstruir un mundo que, aunque soterrado, no está para nada perdido, y aunque me miren desde su superioridad zodiacal y me digan que estoy de la chingada por ser Aries, los quiero cerca y quiero que me expliquen qué significa que mi ascendente sea Virgo.
Hace poco retomé La Diosa Blanca. Un libro maravilloso y obviamente tomado muy poco en serio por la academia, en el que Robert Graves desglosa una canción antigua que es también, secretamente, un mapa, un tratado de medicina, un libro de magia, un calendario astronómico y un alfabeto sagrado. Cada letra del alfabeto corresponde a un árbol mágico y guarda en ella su poder. Las palabras, las letras incluso, contienen poder.
Antes de Rancière hacía ya mucho tiempo que la magia del lenguaje había sido extraviada por occidente (extraviada, aquí, es más bien un eufemismo para lapidada). Para mi leer a Rancière (lo poco y mal que lo leí, si quieren) fue un equivalente a pensarme atrapado en el lenguaje, en un juego de signos que no es más que representación y que da forma a un espejismo del mundo de otra forma inaccesible. Ahora creo lo contrario. Creo que cuando digo la palabra joto esos seres que murieron gangrenados en la crujía “J” de Lecumberri están conmigo y vienen a perrear en noches de calor, y que esos faggots que murieron en las piras que los nombraron vienen a visitarme y me traen sus saberes ancestrales. Creo que puedo comunicarme con ellxs, que podemos conjurarlos, que nuestra historia es otra y que tenemos la magia que la iglesia nunca pudo terminar de quemar, que la razón no pudo terminar de encarcelar.
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Publicado originalmente en https://juanfranmaldonado.wordpress.com/2019/01/28/en-defensa-de-la-magia/