“…algunas ‘maneras de practicar’ [la religión] (los textos, los ritos, los grupos) modifican el valor de las representaciones o las costumbres por el solo hecho de volver a emplearlas y hacerlas funcionar de otro modo.”
Michel de Certeau, El lugar del otro
Cuando estudiaba Letras Hispánicas en la UAM Iztapalapa llevamos una materia dedicada a la literatura española de los Siglos de Oro y en ella visitamos a los tres poetas místicos señeros: santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y Fray Luis de León. Allí quedé arrobada por Teresa de Ávila, su poesía, su vida, sus libros, su trance místico, sus dolores. He leído con asombro y conmoción el Libro de la vida y Las moradas del castillo interior, y busqué en la “oración mental” sin saber bien qué… Teresa fue una de mis primeras acompañantes en el trayecto de estudiar y explorar la enfermedad, y a partir de entonces no he parado de leer a las místicas, de Hildegard von Bingen a Marguerite Porete.
Llegué a Simone Weil hace no mucho tiempo y comprendí que, pese a la apariencia superficial de mi fascinación, quizá buscaba, allá en Teresa, una salida “hacia lo alto”, escapar de la gravedad, de la bajeza, de la natural tendencia humana a caer, a lo bajo, por ejemplo en el dolor: “No olvidar que en determinados momentos de mis dolores de cabeza, cuando se agudizaba la crisis, me entraba un deseo intenso de hacer sufrir a otro ser humano golpeándolo precisamente en el mismo lugar de la frente […] En diversas ocasiones, estando así, llegué a ceder cuando menos a la tentación de pronunciar palabras hirientes. Obediencia a la gravedad. El pecado mayor. Se corrompe de ese modo la función del lenguaje, que es la de expresar las relaciones de las cosas” (Weil, “La gravedad y la gracia”). Una necesidad espiritual pulsaba en el camino que me condujo a las místicas y a Weil, no una conversión en el sentido más riguroso del catolicismo, otra cosa (si bien me defino devota de la Virgen de los Dolores). También me atrapó una búsqueda del cuerpo místico, atravesado de dolores, visiones y conocimiento en clave femenina que creo también fascina a la Rosalía de Lux (Columbia Records, 2025). Que Weil apareciera parece una alegre serendipia, pues aunque sabemos de su conversión al cristianismo, la realidad es que no se bautizó ni se paró nunca en una misa. Lo suyo era un ejercicio más personal y vivencial de práctica religiosa, algo que encontraremos en el más reciente disco de la Rosalía.
Digo todo esto porque no desconozco el encantamiento que la estética religiosa, y mística en particular, produce y que Lux ha puesto en la mesa. Eso mismo que me vibra del cuerpo místico lo siento reverberar en “Porcelana”:
“El placer anestesia mi dolor,
el dolor anestesia mi placer,
lo que tengo, lo que hago, mi valor
y el dolor siempre vuelve a aparecer.
En ti no creo
hasta que te derrames en mi pecho
dentro de mi corazón
y mi cerebro.”
Un cuerpo que anhela la experiencia de la unión divina con palabras del mundo, al que ha amado antes, como dice muy al principio de este viaje sonoro.
Debo contar que lo primero que escuché de la Rosalía, de hecho, fue una versión de Cantar del alma, “Aunque es de noche”, poema de san Juan de la Cruz musicalizado por Enrique Morente en el disco que lleva su nombre, de 1981. En el video, la cantante interpreta este poema/canción del místico frente a una capilla católica encendida de luces neones, una religiosidad pop que ya había probado y a la que vuelve, acaso con más profundidad, en Lux. Su escarceo con la estética cristiana no aparece de la nada, la llegada al cuerpo de las santas, a su propio cuerpo hecho reliquia constituye un viaje de años.
Escucho las entrevistas que ha dado Rosalía en las últimas semanas. Le cuesta trabajo responder qué es Dios para ella, el sustrato de esta divinización, de esta sensación blessed se le escapa de la boca. Los entrevistadores lo preguntan con seriedad, quieren un discurso, quieren las palabras exactas. En Lux, Dios es una experiencia amplia y entremezclada, a ratos kitsch, a ratos profunda, pop en todo caso. Dios es la Naturaleza (como dice Ana Julia Di Lisio en este ensayo), pero también es un stalker, un mirón, un ojo de huracán, el amor romántico agotado de sus recursos de enamoramiento, persecutores; una presencia omnipotente que llena los vacíos. Rosalía responde con paciencia aun cuando todo el disco sirva para contestar esta pregunta necia.
Una alternancia, no sé qué tan calculada, entre lo sacro y lo profano que raya lo herético se deja derramar por las líricas de Lux. Una síntesis de la experiencia de lo espiritual de su compositora, de las lecturas de las que ha hablado en estas semanas y de sus referentes callejeros, urbanos, banales. Un Cristo que llora diamantes que Rosalía usaría en las uñas.
Considero justo recordar que esta no es la primera vez que el pop explora la religiosidad, y en específico desde los ojos de sus representaciones femeninas, allí está, por ejemplo, Ray of Light (Maverick-Warner Bros., 1998) de Madonna, que rebusca en la maternidad y la espiritualidad sostenida por un cúmulo de beats en el que es el más electrónico de los discos de la Reina del Pop. Rosalía no ha hablado de este antecedente como una de sus influencias, pero no puedo evitar traerlo a colación. Está también The Beekeper (Epic Records, 2005) de Tori Amos en el que explora las figuras de la creación bíblica desde el punto de vista de la sensualidad femenina y donde además pone en juego el evangelio de María Magdalena. Más recientemente tenemos el Preacher’s Daughter (Daughters of Cain [via AWAL]) de Ethel Cain, un alter ego de Hayden Silas Anhedönia, en el que nos relata la historia de la hija de un pastor que ama y vive en un Estados Unidos religioso y recalcitrante. Por no hablar, fuera del pop, de Diamanda Galas y su búsqueda demoniaca (que incluye cantar en al menos una decena de idiomas, por cierto). En días pasados en mi muro de Facebook apareció una mención a Sinéad O’Connor como la verdadera polemista de la religión en la música pop, dejo aquí el apunte sin ahondar porque no he hecho inmersiones en su trabajo y desconozco sus inquietudes espirituales. *Quiero agregar a un dúo que trata con otra religiosidad, la yoruba, Ibeyi, en su disco homónimo de 2015, clasificado como art pop.
Por su parte, sé que el flamenco no es ajeno a la religiosidad, no obstante, no tengo el conocimiento suficiente como para extenderme. Escucho flamenco, me gusta, intenté aprender a bailarlo, pero no me alcanza para un análisis centrado en este tema. Sin embargo, hay algo que me atrae en el quejío de Rosalía en Lux, una sutileza que quizá tenga que ver su percepción de la experiencia sagrada o con alguna otra cosa que no logro atrapar. Supe sentir su raíz aunque no tenga claros los detalles. En todo caso, me interesa lo que ella dijo en el Popcast de The New York Times, lo suyo es pop. Un pop con quejío… [En el canal de Buscadores Flamencos pueden encontrar un análisis con sustento musical de la expresión flamenca en Lux.]
Y aquí voy a hacer un aparte. No soy una rosaliista experta, pero tampoco vivo en una burbuja y conozco las acusaciones de apropiación cultural que han surgido hacia ella desde antes de El Mal Querer (Sony, 2017) . Quizá los que más he seguido son los que vienen de gitanas y gitanos, a los que ella ha respondido con una afirmación que solo ha atizado más el fuego: “El flamenco no es propiedad de los gitanos”. Rosalía no es gitana y estudió flamenco en una Escuela Superior de Música, su relación con esta cultura no le viene de “cuna”, pero ha absorbido sus referentes del entorno y de sus estudios. El acoplamiento del flamenco con sonidos y referentes del pop y una estética que bien podría ser kitsch han levantado mucha ámpula aun cuando figurones como Enrique Morente también han ejecutado estos crossovers, con el rock, por ejemplo, en Omega (El Europeo Música, 1996). O cuando el mainstream español ya tiene referentes de gitanas y no gitanas que hacen un cruce entre el flamenco y el pop, como Rosario, Niña Pastori o La Mari. Entiendo que esta sensación ha venido acrecentándose conforme se acrecienta la fama de la propia Rosalía y entra en un medio prácticamente inalcanzable para otras artistas: marketing, ropa de diseñador, viajes trasatlánticos, grammys, toda una generación de jóvenes que habla en su idioma particular. [Y sobre esto volveré en breve.]
De este debate podría hacerse una tesis (qué ganas de que alguien lo aborde). Pienso en otras músicas raizales que se han difundido por el mundo, la cumbia, por decir algo. Nacida en la Colombia indígena y negra, la cumbia se ha adaptado a diversos sonidos y gustos locales, como es el caso de los sonideros en México o la cumbia villera en Argentina. Sospecho que podríamos hacer una revisión del jazz, el blues, el soul… La respuesta de María José Llergo a Rosalía es un buen inicio para dialogar en este debate: “Sin los gitanos no hay flamenco”, esto es innegable. De este piso, desde México, sin ser gitana ni española siquiera: ¿cómo podemos visitar el origen, la evolución del flamenco y su futuro?, ¿qué es lo gitano, cómo se acopla con otras influencias?, ¿quién puede y quién no inspirarse en el flamenco o en cualquier otra cultura musical? Algo ya se está rompiendo y hay que aprovechar la brecha.
Ahora, las acusaciones que surgen de la aparición de Lux son cuando menos más curiosas. Veamos.
¿Neoconservadurismo, propaganda religiosa?
La portada del más reciente disco de Rosalía levantó las banderas rojas: religión, cristianismo, propaganda religiosa. “Quiere volver al papel tradicional de la mujer, está vestida de monja”. Ana Julia Di Lisio ya dijo en el ensayo al que remito arriba que estamos viendo mal: “Sin embargo, lo que viste Rosalía es una especie de chaleco de fuerza elástico, blanco, de tela fina, y un velo de novicia (monjas en formación)”. La tirantez entre un Dios/Cristo con el que es posible unirse y junto a quien se puede sentir compasión: “La verdad es que / ambos tenemos mácula / y ninguno de los dos puede escapar del otro” (“Mio Cristo Piange Diamanti”, traducción libre), y un Dios que stalkea —como en la expresión más rasposa del amor romántico—, se manifiestan en esta obra de Rosalía. No es una vuelta al catolicismo institucional dogmático, no podrá serlo cuando canta esto en “La yugular”[1]:
“Mira yo no tengo tiempo
para odiar a Lucifer,
estoy demasiado ocupada
amándote a ti Undibel.”
En esta breve estrofa hay ecos del Libre Espíritu de Marguerite Porete, allá en su El espejo de las almas simples, teoría que sumó a las evidencias que se usaron para quemarla en la hoguera: «[Amor] Esta Alma —dice Amor— no se cuida de vergüenza ni de honor, de pobreza ni de riqueza, de alegrías ni penas, de amor ni odio, de infierno ni paraíso» (Porete, El espejo de las almas simples).
Tomemos un ejemplo de la apertura de su espectro de lo religioso: el amante mundano, profano, y el amante crístico se funden constantemente, es difícil saber si en “Mio Cristo Piange Diamanti” quien tiene mácula es aquel o este. Rosalía camina el filo de la herejía. Esta canción es tan brutalmente humana, tan llena de ternura que no seré yo quien la señale. O en “Reliquia”, cuando dice “Coge un trozo de mí / quédatelo pa’ cuando no esté / seré tu reliquia / soy tu reliquia / seré tu reliquia”, Rosalía se vive como un cuerpo santificado, canonizado en el corazón del amante mundano. Una licencia profana llamativa en términos estéticos.
Cuando se supo de la referencia a Simone Weil, mi amiga Ruth me envió la nota enseguida. Sabía que me interpelaría, y decidí escuchar el disco sin revisar antes los debates. Las impresiones comenzaron a aparecer: me gusta su delicadeza, el quejío (ya lo dije), el intercambio entre sacro y profano, reconozco con calidez sonidos cercanos, como el fado con Carminho o la rumba con Estrella Morente. Por allí aparecen la gravedad y la gracia, carne de la obra de Weil. Pero vamos de nuevo a los señalamientos: Rosalía es una artista hiperprivilegiada que viste de diseñador y recorre el globo en vuelos trasatlánticos básicamente todo el año. ¿Qué pensaría Simone Weil al respecto?, ¿se sentiría representada por eso que su obra inspira en Rosalía? Seguramente no.
Lo digo sin mala leche y con el ánimo de evitar un presentismo injusto. Revisemos a Simone Weil: “Sin embargo, si alguien pidiera cuentas a los escritores acerca de la orientación de su influencia, se refugiarían indignados en el privilegio sagrado del arte por el arte. […] Además, debe quedar establecido que un escritor, a partir del momento en que ocupa una posición influyente en la dirección de la opinión pública, no puede aspirar ya a una libertad ilimitada” (Weil, Echar raíces). En este sentido, quizá sí, Simone Weil estaría del lado de quienes acusan a Rosalía de guardar silencio ante coyunturas críticas (como el genocidio en Palestina) o de no comprometer su posición política o de vivir una vida que reifica al capitalismo. Weil, recordemos, dejó de comer en solidaridad con los obreros y las víctimas de la guerra que no tenían alimentos, y eso la condujo a la muerte. Es verdad que aquí la referencia a la obra de Weil podría ser más superficial, pero no la considero cínica, más bien naif. ¿Debe Rosalía responder a lo que, políticamente, se le pide desde las críticas a su lugar en la cultura? Si ha incorporado a Weil en su vida, quizá debería cuando menos hacerle ruido, pero no estoy en su mente. Por otro lado, yo misma me siento incapaz de comprometerme con el ejemplo de Weil (sigo intentándolo) y he llegado a decir que ninguna de nosotras, sus lectoras millennials, está a su altura.
He dicho que me parece naif su refugio en Weil, pero no quiero ser paternalista con Rosalía. Es ella quien debe convivir y transitar con estas contradicciones y con las interpelaciones íntimas que abre la búsqueda en el misticismo y la espiritualidad. ¿Hasta dónde es un mero ejercicio estético —que no solo ha hecho Rosalía en la historia del arte—, hasta dónde hay una búsqueda íntima que se manifiesta públicamente en su arte, hasta dónde podría haber cinismo? Y tampoco quiero ser paternalista con sus fanáticos y con quienes la escuchamos: ¿qué hacemos o no con estos señalamientos?
Para terminar, no es Rosalía la primera artista del pop (o de cualquier cultura musical) que explora en la religión y busca allí respuestas en un mundo convulso, e incluso sin referentes religiosos, de los que podríamos mencionar muchos fandoms. Me llama la atención la inquina que genera Lux, ¿dónde es aceptable proyectar y buscar respuestas existenciales? Hay aspectos de este debate que atañen necesariamente a Rosalía y sus decisiones, pero hay aristas que se escapan: reclamos y expectativas que están siendo recogidos por su figura y que acaban por recaer en quienes la escuchan, en su mayoría jóvenes de la Gen Z. ¿De qué sí y de qué no nos habla todo el asunto?
[1] En la escritura de este artículo, Francisco Robles Gil Martínez del Río me sugirió volver a Michel de Certeau, El lugar del otro; como no quiero llenar de citas, los remito a este libro para ver cómo la brecha entre la religiosidad vivida y la dogmática (o las Escrituras) es un tema de discusión desde hace siglos.
