La policía subió a pedir silencio a la medianoche. Los vecinos han llamado y, como respuesta, los juerguistas subieron el volumen tras la salida de los polis. Casi son las dos a eme, hay gritos, cantos a coro y portazos descarados de esa manada de chavorrucos. Celebran que el semáforo del confinamiento pasó oficialmente de rojo a naranja. O quizá un cumpleaños. O quizá que se van a mudar y por eso ya nada les importa. Los quejosos se han abstenido de reportar a la policía nuevamente.

La música en el tercer piso rebota cardiaca en las escaleras del edificio en esta colonia rancia de medio-abolengo. Trato de dormir, pero los sonidos despiertan mi curiosidad; afuera, la avenida principal es transitada por camiones de carga pesada que frenan bruscamente aún a estas horas. Toneladas de monstruo motores friccionan la calzada y resuenan de vez en vez. Voces de borrachos en las escaleras. Pienso en que sin tratamientos ni vacunas suficientes todas vamos a enfermarnos.

Mi estancia aquí es temporal. Llevo semanas durmiendo en la sala, como una arrimada. Hace meses que me echaron del trabajo. Gerardo y yo nos separamos en los primeros meses de la pandemia, así que he pasado este tiempo encerrada con la tía Carito. Hace más de dos años que no cojo con nadie.

Pienso en las fiestas de Holly Golightly y en las pachangas de los Beatles en A Hard Day’s Night. Admito que me quisiera ir de huarapeta, pero aquí, en el siglo xxi, un huateque de esos me parece imprudente.

Escucho la voz grave de un beodo bajar por la escalera. Si me escabullo, ¿despertará mi tía? No, no creo, basta con cerrar la puerta despacito. Pues sí está beodo, de otro modo no gritaría en la escalera que la fiesta es la savia de la vida. Alguien le responde con voz pretendidamente baja: “¡Cállate, güey!”, ambos se carcajean y de pronto, prac, zas, se oye un desbarajuste en las escaleras, una serie de golpes fuertes. Me levanto, me echo un suéter sin pensar y salgo.

Silencio.

De camino a la escalera, la voz quebrada de mi tía emerge somnolienta por la puerta: “¿Qué pasó?”. Contengo la respiración. Me asomo lentamente con el miedo de que el golpeteo que se escucha sea el de un desnucado cuyas piernas se sacuden como las de una cucaracha antes de quedar inerte. Me asomo finalmente: están ahí, dos cabrones tratando de levantarse. Les pregunto si están bien, me ven y se miran entre ellos. Están tan ebrios que, a continuación, se desternillan mientras tratan de levantarse como potros recién paridos. Más de cerca, huelen a hierba quemada. Me giro hacia la puerta de la casa de mi tía para responderle finalmente: “No pasó nada, ya voy”.

Cierro despacito la puerta por fuera.

Uno de los borrachos lleva un cubrebocas debajo de la nariz y el otro nada. Otro tiene la voz del que para mí se llamaba Beodo hacía unos minutos, aunque ahora me parece que tiene los ojos más hermosos que he visto; enrojecidos, claro, pero están tupidos de pestañas negras y largas. Finalmente, se levantan y suben de regreso al departamento de la fiesta. Creo que les he dado la impresión de ser un fantasma, quizá es mi súper poder de flotar lo que los hace ignorarme. No me importa, los sigo decidida a colarme. Y ahí me doy cuenta de que Otro tiene unas piernas fenomenales. El amigo no me importa, no me gusta. En general, los borrachos me dan asco, pero llevo meses sin contacto fuera de la cápsula espacial de la tía; el deseo de bailar al ritmo del reguetón y robar una cerveza me ha hipnotizado. Y las piernas de Otro.

Entro detrás de ellos. La atmósfera de la casa es oscura, fría; brillan tenues algunas veladoras como estrellas a través de la nebulosa Marihuana. Los vecinos quejosos deben tener más pena o más sueño que fe en la policía. Esta fiesta durará por lo menos un par de horas más gracias a que han aprovisionado bien el refrigerador. Algunas personas bailan. En los sillones y sobre un petate en el suelo, un grupo fuma y habla a gritos. Se ha citado a Žižek aquí lo mismo que a María Zambrano y a Rumi en la misma frase.

Nadie usa cubrebocas. Ni yo, lo he olvidado. Le doy un trago a la Bohemia que me robé del refri, nadie me nota. Creo.

Alguien pone “Juro que” de Rosalía. Una tipa que se levanta baila sensual. Da gusto verla. Empiezo a preguntarme quién, por probabilidad, será el portador entre este grupo. Habrá unas veinte irresponsables personas aquí, veintiuna conmigo.

Al segundo trago, desde mi posición en la entrada de la cocina, Otro me ve. Ya me cachó, pienso. Se le quita la sonrisa de la cara (¡pero qué guapo está!). Se acerca serio. Antes de que llegue, yo ya tengo varias excusas, una de ellas es que dejé las llaves dentro de la casa después de salir a ayudarlos. Lo digo cuando está frente a mí aún antes de que él hable. Sus brazos son de veras fuertes. Levanto mi mano izquierda para cubrirme el rostro. Doña Idiota, es decir, yo, tengo mis llaves en esa mano. Le explico que se trata de las llaves equivocadas. Él ríe divertido y, a mí, me vuelve el alma al cuerpo.

Mientras me echa en cara, chapucero, ser la vecina torpe, empieza a contarme que no vive aquí, que es hermano de la anfitriona, que había bajado a comprar cigarros, pero con el tropiezo que él y Ángel, su amigo feo, tuvieron en la escalera, se olvidaron de todo. Yo me visualizo besándolo, me imagino sus brazos apretando mi cuerpo. Ojalá tuviera la gracia de la Rosalía. O sus nalgas, al menos.

Otro no se presenta, tampoco me pregunta el nombre. Y me toma del brazo y me acerca al grupo del petate. Me pasan una pipa que chupo justificando para mí misma que el calor del instrumento va a matar el bicho. Inhalo, sostengo y vuelo suave. Se me sube el payaso ipso facto. No hay quien no ría alrededor de mí.

Otro se levanta. Mi piyama consiste en un pants viejo y una camiseta consalpicaduras de cloro. Encima, la prenda de gala: un largo suéter viejo color gris rata. Dice Otro “qué elegante, es lo más fino que he visto hoy” y todos reímos. Siento que me meo.

Me gustaría mojarme pero contigo, le digo telepáticamente, y él, que no sé si ha recibido mi fax mental, sonríe y me levanta en sus brazos: “¡A bailar!”. Suena “Brown Sugar” de Little Richard; el reproductor de música parece ser el de un frito.

Mis pies no sienten el piso, lo rozan. Otro me baila, literalmente, con tal fuerza y a tal ritmo que mi cabeza se ha desfasado. Todo transcurre en un lento silencio en mi cabeza, como quien flota en un traje espacial. Desde esta nave que es el cannabis, me pregunto qué pasaría si Otro me soltara, qué haría el resto si me cayera, cómo o en qué momento me voy a caer. Y miro las manchas de luz en sus rostros y las llamas de las velas mezcladas a través del efecto Doppler.

La canción dura unos minutos en el plano terrestre; en mi cabeza, hace años que empezó y el final se cierra sobre el equilibrio ajeno de mis pies que se siente como nubes sin tocar el suelo. ¿A qué hora me he quitado las chanclas?

Otro ríe y levanta a otra mujer. Yo no puedo concentrarme en nada, sólo siento que la vejiga me crece en el vientre como Alicia en la casita del Conejo Blanco. Busco la puerta del baño cuando, como un rayo, imágenes microscópicas de lo que pisan las plantas de mis pies, como las huellas de los zapatos de los visitantes, que seguramente llevan restos de heces caninas, salivas de contagiados de covid-19, chicles y jugos de basura, pasan por mi imaginación agrandadas como por un proyector. Me quedo a mitad del camino y miro mi mano izquierda: las llaves de casa de mi tía siguen entre mis dedos.

Ahora suena un merengue de los años noventa, es como si esto estuviera pasando hace muchos años. De reojo, veo a Otro sacudiendo la cadera de su acompañante. Se dibuja un rictus en mi rostro, no por celos, es la mota que me paraliza media cara y el asco de pensar en que el virus está en su vaho. Dirijo los pasos sintiéndome una astronauta hacia la salida.

Mi camino a casa es el de Neil Armstrong en la Luna: mis pies rebotan en cámara lenta hasta el siguiente nivel. De frente a la escotilla, escucho mi respiración como a través de una caracola, ya se sabe, como en Hollywood se representa que los astronautas se oyen a sí mismos. Y quizá esta sensación me recuerda que huyo, que Otro podría venir a cobrarme la cerveza que le robé a su hermana o a tirarme encima las chancletas, ahora contaminadas de sars-cov-2.

Me apresuro. Bueno, en mi cabeza me quiero dar prisa, pero los guantes del traje de astronauta impiden que sujete bien la llave. Voy a despresurizarme de un momento a otro… Otro, Otro viene por mí con su infección maldita y la escotilla no abre. La fumada me dio paranoia. Choc, choc, no abre, éstas no son las llaves, los escucho ya cerca, viene Otro y su hermana Otra a romperme la cabeza por invadir su fiesta. Empiezo a golpear.

Golpeo con el puño, deben ser las tres de la madrugada en la Tierra, la hora de la bruja. Madre mía, no me desampares ni de noche ni de día. Los pasos de la escalera hacen eco, ya exhalo como una loca y grito: “¡Ábranme, ayuda!”; se empaña todo en torno mío, me estoy congelando. No paro de gritar, pero nadie me escucha, es como una pesadilla. Finalmente, Gore abre la puta escotilla y me jala dentro de la nave.

Pasan unos pocos segundos y se abre la compuerta de la sección intermedia de la nave. Gore y Alexander me introducen y dan la orden de cerrar la escotilla. Pronto reconozco la voz de Gore con su acento alemán: “¡Doctora Aviña, doctora, ya está a salvo!”, me dice. Me quitan el casco, por fin puedo respirar ya segura en la estación espacial. Alexander me toma los signos vitales y pregunta en qué año estamos. “2038”, le digo, cierra el botiquín. Estoy a salvo.

* Este cuento se publicó en la antología Sinvergüenzas de la editorial Tinta & Sal en 2022.