“¿De dónde abreva la poesía en nuestros días?”, me preguntaron en un Festival de literatura expandida. Mi respuesta comenzó por confesar que desde que inició el confinamiento habito en mi computadora, no solo la utilizo: la habito. Me alimento de textos cifrados, sueño con pixeles y tengo pesadillas en las que estoy en una videollamada donde todos apagaron sus cámaras porque, en realidad, ya se fueron. Durante 2020 hice más tele-encuentros de los que hubiera hecho en toda mi vida y produje infinidad de escrituras digitales que se convirtieron no en poemas, sino en reportes de trabajo a distancia. Me he convertido en una tecleadora, una proletaria del capitalismo electrónico, una jornalera digital intentando extender la banda ancha de su servidor para no desaparecer.
Ante la caosmosis electrónica tuve que elaborame un álter ego: La borradora, una personaja inconforme con su realidad que más que escribir prefiere borrar. Se opone a la creación masiva de discursos y a la canonización literaria. Al carecer de tiempo libre incorpora incisiones poéticas en su entorno, más que poesía, produce ruidos y en lugar de crear imágenes, las toma prestadas de bancos de internet, de páginas populares y de cementerios de la memoria electrónica, mejor conocidos como blogs. Mantiene una relación amorosa a distancia con los gif, no los produce: los descarga, los mima, los ensambla, los plancha y los enamora para hacerlos decir cosas que no querían decir en un inicio. Así construye sus video-poemas con las imágenes que otros, sin saberlo, han creado para ella. Rescatando la creatividad compartida, la euforia transitiva, la poética de la inmediatez y la sociabilidad de las redes.
Así como la Baronesa Elsa von Freitag-Loringhoven envió un urinario firmado a un concurso de arte (cuya autoría fue tomada después por Marcel Duchamp), La borradora realiza video-poemas con imágenes retomadas de la web para presentarse en festivales, con la convicción de que la vida y el arte se funden también en la cibercultura. Sus videopoemas son ready-mades digitales, mapas de una navegación desorientada entre los mensajes hiperveloces y constantes que llegan a su bandeja de entrada.
Frente a la Alta definición impuesta por el mercado visual contemporáneo, los gif suelen tener muy poca calidad, transitan como fantasmas: imagen sobre imagen, sobre imagen, sobre imagen. Son formas pobres, como díría Hito Steyerl, de baja resolución, de confección improvisada, de evidente inmediatez. Imágenes hechas de retazos, descontextualizadas y recontextualizables. Los gif aparecen en una cultura donde se promueve la reacción instantánea, son configuraciones emotivas hipercondensadas e hiperbolizadas a través de la repetición.
Nada más empático que un gif para expresar una emoción inmediata respetando la sana distancia, porque en efecto: sí, también son una forma de distanciamiento y de no compromiso. ¿Para qué procuparse por seleccionar palabras que se expresarán en un diálogo? ¿Para qué invertir tiempo en clarificar las ideas? ¿Para qué preocuparnos por construir estructuras legibles, dotadas de identidad, elboradas de manera reflexiva, si se puede contestar una publicación con un gif que generará una sonrisa inmediata? Los gif son también un síntoma de evasión verbal, en ellos se manifiesta la condensación visual de la era hipermoderna.
Los gif exaltan, redoblan, extienden como un loop mensajes que se reproducen una y otra vez. Son evidencias visuales de un mundo fragmentado, repetido ad infinitum. Mise en abime de la melancolía en un mundo sin happy endings.
Pienso en el gif como una expresión estética del confinamiento en el que cada día parece ser el mismo día repetido, como si nuestra vida no fuera ahora sino un video atrapado en la plataforma de You Tube reproduciéndose de manera incesante.
Muchos de los gif provienen de la cultura popular: fragmentos de películas, series, programas, etc. Me interesan, por ello, como ejercicios de bricolage. Me gusta su estética del “Hágalo usted mismo”: su hechura artesanal, su pobreza, su estética kitsch.
La borradora usa los gif para hacerlos decir cosas que no están previstas. Insertar la poesía como contranarrativa en medio de la proliferación y acumulación de material audiovisual, esa diarrea de imágenes como le llama Joan Fontcuberta. Pero La borradora no es una DJ literaria, figura propuesta por Nicholas Borriaud, es más bien una maquiladora que en sus ratos libres junta rebabas de las máquinas textuales que opera y las apila para construir con ellas una estructura temporal, un museo de la contingencia, un poema accidentado donde se hacen evidentes las gramáticas de la hipercultura. Como aparatos de la percepción contemporánea, exponen el déficit de atención resultado de la hiperestimulación sensorial en la época de Netflix.
De acuerdo con Hito Steyerl: “cada vez que una imagen es copiada, manipulada y pegada, su definición se deteriora. Por lo tanto, la pérdida de visualidad en estas imágenes es proporcional al aumento de su movimiento y circulación por distintas redes”. En eso radica su potencial subversivo aunque también es muestra de las contradicciones que nos interpelan. El gif expresa la inercia creativa de una multitud que desdeña las academias y las pedagogías estructuradas abrazando la inmediatez; así también aparece en él nuestro oportunismo mediático y el espíritu plagiario de la vida contemporánea. En esta forma expresiva habita una capacidad latente para transgredir las autorías y los rituales literarios, pero al mismo tiempo aparece en ella la sumisión de las prácticas del enjambre digital, criticadas por Byung-Chul Han, en las que la diversidad aparente es también homogeneidad programada, congregación efímera y olvido.
Víctima de la neurosis, la paranoia y el miedo que asola en la comunicación virtual, La borradora utiliza sus creaciones como estrategia de supervivencia. A través de los videopomeas La borradora recodifica, invade, transita en las pantallas y habita la mirada de aquellos que le permiten ingresar a sus dispositivos, es decir, a su hogar.
Si una de las palabra más buscadas en Google durante el 2020 fue traducción es porque habitamos en un mundo de transferencias donde los lenguajes acumulados en la hiperproducción cultural de la pandemia se distorsionan con mucha frecuencia volviéndose ilegibles. Los videopoemas son una forma de asimiliar el subtitulaje necesario para comprender e intervenir en la confusión, la transitoriedad y el habitar codificado en la era de la comunicación digital.
Los video-poemas que presento aquí son Subtitulaje y La Borradora. El primero es una manufactura de retazos verbales recolectados frente al ordenador. Se trata del registro psicopatológico del habitar en confinamiento. Anoté mis obsesiones, mi presencia diluída, mi actuación en las redes y mi distanciamiento social. Los gif utilizados provienen, sobre todo, de la poética glitch, errores de codificación que se celebran jubilosos como el triunfo de la imperfección, las risas siniestras acompañan y aplauden la repetición, sonorisando la pulsión de superviviencia. Por otra parte, La borradora es un manifiesto, un llamado a la rebelión, una puesta en cuestionamiento de la escritura retórica, una denuncia de las dictaduras nada blandas del mundo editorial. Un trabajo que se adhiere a las literaturas del no, porque en el México contemporáneo hay muchas cosas que necesitan ser borradas.