03.05.23

En el tren a Olomuc, La vida secreta de Quignard. El capítulo: «La escena». Skene, término teatral para aquello que estaba detrás de la imagen, donde los actores cambiaban máscaras. Escena primaria o, incluso, ante-primaria y pos-pretérita: la cópula de nuestros padres o nuestro último suspiro.

Pero también posibilidad de la fascinación, del momento en que quedamos paralizados por el fulgor del rayo o de la mirada de nuestro depredador. La fascinación -la memoria de la imagen que nunca conoceremos- es lo que impulsa al amor. Los amantes se miran y quedan paralizados, como a punto de tirarse al río que les presenta la mirada de la otra persona que tienen enfrente. Devorantes-devorados, quedan suspendidos en el instante previo, en la imagen ancestral que resuena en la memoria de sus células.

Quedan suspendidos y suspenden todo. Suspenden el tiempo, pues ansían salir de él para habitar la fascinación. Suspenden el espacio, pues recortan todo lo que no queda dentro del binomio fascinante-fascinado.

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«Detente, rayo, eres tan hermoso. Atraviesa mi cuerpo y suspende la vida des-encantada. Muerde mi carne, flecha, y provoca la dulzura de los sentidos que están mucho antes que las palabras».

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En la estación Ivanovice, sale un hombre con saco, gorra de policía y banda roja en el brazo derecho. Se para de manera muy marcial frente a las vías. Trae bajo el brazo un palo con una señal. Mira el tren y en la frontera entre el movimiento militar y el movimiento cotidiano, levanta el signo: un círculo verde tachado. Lo dirige hacia el conductor del tren que le responde con el sonido de un silbato.

Tan precisamente como sacó el signo de su sobaco, lo vuelve a poner ahí. Mira hacia una puerta del tren donde el inspector habla por teléfono. El tren comienza a moverse. El inspector entra al tren. El hombre del símbolo rompe su marcialidad: levanta la mano para despedirse y le da una sonrisa sincera.

El tren se aleja. El hombre vuelve a su posición marcial. Antes de que se pierda de mi vista, lo veo mirar el reloj en su muñeca.

Gestos de otros siglos, gestos del antes. Gestos que persisten, insisten, como la escena que no conocemos.

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Sidera, dice Quignard, eran las constelaciones distintas a las astra. Las sidera precedían la primavera, el tiempo de la renovación y del apareamiento de los animales. Las sidera son una imagen que provoca y convoca, no porque la imagen esté allí afuera, sino porque regresa de todos los pasados -a los que es anterior-. Es un vocare, un llamado al que se atiende. Así, el amor nos sidera porque no está en el tiempo, porque a diferencia de la sexualidad, que es siempre rabiosamente devoradora del presente, el amor no consume: sostiene.

Incluso, más adelante, Quignard asegura que los amantes caen por accidente en la sexualidad. La fascinación es un tiempo de apertura total que no se satisface en un estertor. Pero tampoco lo niega, hay que agregar de inmediato.

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El amor es lo antisocial, dice Quignard, y me pregunto si es por eso que para los amantes hay un dolor acechante siempre: la presión del mundo, la presión de las formas sociales, del lenguaje, del trabajo.

El amor es una cápsula de los tiempos que el presente intenta derruir por todos lados.

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Quizá desde Safo, lo que todos los poemas de amor quieren decir es una cosa muy simple: si en este mundo doloroso puede aparecer el rayo de la fascinación, si puede abrirse la cápsula para los amantes; el mundo tal como está está mal, muy mal.

Hagamos otro. Un mundo fascinante.

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«pero yo ya no soy yo

ni mi casa es ya mi casa»

dice García Lorca.