Empezaré por dos obviedades. La primera: esto no es una reseña, y quizá se comprenda mejor luego de ver la serie. Y la segunda: nunca había tenido esta edad. Y jamás había sentido estar con esta edad, en un tiempo interesante ‒como dice la maldición china‒. Quiero decir que de pronto se me cruzan por el cuerpo y por la mente algunas transformaciones que no sé bien a qué achacar: si a la edad propia o a los tiempos comunes. No sé si los achaques son de mis congéneres o son de todos mis contemporáneos.
Y, claro, es más fácil darse cuenta de dónde viene el desajuste en asuntos como una pandemia que en ciertas trivialidades como una serie de televisión. (¿Pero esto es todavía televisión?)
Todo esto viene a cuento porque, como no queriendo la cosa, terminé viendo las dos temporadas de la serie de Netflix Cobra Kai. Al principio veía los primeros segundos del promocional, pero como este tenía la escena climática de Karate kid, no me llamaba la atención. Es más, no relacionaba la escena con el nombre de la serie. Pensé que Cobra Kai era alguna de tantas resurrecciones de series de animé que ‒primera señal de senectud precoz‒ no tienen mucho que ver con los años de mi adolescencia.
Pero tampoco me interesaba ‒me decía a mí mismo al ver en el trailer a Daniel San gesticular la grulla‒ volver a ver la película.
Y no porque la película hubiera sido intrascendente para mí. Todo lo contrario. Cómo no iba a conmoverle a aquel flaco niño de 13 años que fui, sin padre, sujeto de burlas de los más fuertes e incapaz de dirigirle la palabra a ninguna muchacha la historia de un chico flaco de 13 años, sujeto de burlas de los más fuertes e incapaz de dirigir la palabra a ninguna muchacha, ganar de todas todas. Y, por si fuera poco, el jersey que yo llevaba en el equipo de futbol americano (mi dojo, digamos), era el 89; exactamente el mismo que lleva Daniel San cuando le ponen tremenda tunda en la fiesta de la playa.
Pero en treinta y tantos años no he vuelto a la película, sino en algún viaje en los camiones que obligan a los pasajeros a ver la misma pantalla. No suelo meterme en líos nostálgicos y sin embargo, el anzuelo estaba servido: Cobra Kai no me hubiera llamado la atención si no fuera porque reúne a los dos actores de la película original. Hay, pongámonos intratables, una intrusión de lo real. Según parece, Cobra Kai es un proyecto largamente anhelado por los escritores del guion inicial y que al fin pudieron realizar luego de librar obstáculos de derechos de autor. Pues bien, el añejamiento ha hecho su trabajo.
Pero Cobra Kai podría ser también uno más de tantos pretextos de mala calidad para la reunión de estrellas olvidadas. A decir verdad, el melodrama es lo que es: una sarta de situaciones predecibles a más no poder, con las peripecias colocadas en los minutos correctos. Donde además los actores, en términos de virtuosismo, tienen muy poco por aportar: Ralph Macchio tiene lo que en teatro llamamos brazos de rana, que nunca están relajados y gritan lo contrario de lo que el libreto tiene escrito; además de que tuvo la (mala) suerte de que todo el encanto de su adolescencia se coagulara en lo que llamaríamos sangre pesada. El tipo cae mal con solo mirarlo.
Y William Zabka no tiene mucho más, sus habilidades actorales ‒como dijo un famoso crítico de Broadway de alguna diva‒ son tan extensas como ir de la A a la B. Sus close-up son enigmáticos, pues mantienen el mismo semblante para el asombro que para la ira.
De manera que el reparto secundario y los creativos tienen que hacer un gran esfuerzo para que nuestra atención no se quede fija en las tensiones de los protagonistas.
Y, sin embargo, ya Bergman nos prevenía sobre que trabajar con actores de mediana o mayor edad llevaba ya la gran ventaja de que la experiencia de vida brotaba sola de su rostro. En este sentido, los ojos de Macchio tienen la chispa de la inocencia que llamó la atención en su primer casting, contrapesados ahora por un potable cansancio existencial. Y por parte de Zabka, sus ojos tienen la profundidad de la decepción que, en su personaje, es suficiente para no desarrollar nada más.
Pero eso no es todo, pensaba yo en el quinto capítulo de la primera temporada. Hay aquí algo más, algo que me inquieta dolorosamente y que no logro comprender.
Entonces, Johnny/Zabka, con su interminable cerveza americana, intenta entender por qué una mujer se apunta a su clase, por qué tiene que guardarse de comentarios racistas e incluso intenta encender una computadora. Este hombre, que todavía cree que Guns’n Roses es lo mejor del mundo, ha vivido en una burbuja. Por una parte, el mundo se le ha vuelto intraducible y, por otro, la habitación de sus afectos se ha vuelto una tienda de cosas vintage. Temblé. Bien, me dije, la cosa está resuelta. La brecha generacional (pero esperen: ¡la reproducción aleatoria me ha puesto Father and son de Cat Stevens!) se ha mostrado.
Pero la primera temporada había terminado y la inquietud no disminuía. Te hiciste viejo, me dije. Finalmente tus huesos han cedido (I know, I have to go).
Hasta que llegó el capítulo de la muerte del amigo y el golpe dramático amarró el sentido.
Los personajes de la obra no son estos señoros incapaces de madurar. Como en los mejores dramas, los personajes son los espectros: en este caso, los padres (ausentes) de Larousso/Macchio y Lawrence/Zabka. Esta serie ‒como Pedro Páramo, como Hamlet‒ va sobre la paternidad espectral.
Cobra Kai (y acá me asumo como espectador actuado por la obra) nos habla de cómo el lugar vacío del padre nos hizo incapaces de cerrar ciclos vitales de nuestra vida.
Cobra Kai nos muestra cómo hemos intentado llenar esa casilla vacía con santos y con demonios.
Cobra Kai nos muestra cuánto hemos sido capaces de aferrarnos al papel que el espectro nos ha destinado: rudos (bad asses) o redentores (miyaguis) sin términos medios.
La serie nos muestra como padres completamente perdidos, inexpertos, cobardes y manipuladores para ocultar la fragilidad en donde nos tiene colocados el terror.
La serie habla de unos hombres que yacemos posición fetal dentro de nuestro pasado. La serie nos muestra incapaces de darnos a luz.
La serie, como Hamlet, nos deja ver que ningún peso es tan pesado como un peso fantasma. Que los comandos de masculinidad son tan densos e imposibles de accionar como imaginarios. Que actuamos porque jamás hemos sabido cómo accionar. Remedamos muertos, fingimos dioses. Que para seguir un mandato jamás pronunciado con claridad, nos aliamos lo mismo a un tirano o a un santo para llenar la armadura del padre.
Y que el espectro del padre se dará la vuelta y se desvanecerá cuando hayamos podido articular preguntas para él.
Que si el dojo de nuestra existencia se basa en reglas dictadas por un fantasma, quedaremos encerrados en un círculo violento.
Que si invitamos a las nuevas generaciones, el dojo debe hacer espacio a nuestros miedos tanto como a los sueños ajenos. (Y que siempre va a haber invitados a nuestro dojo.)
Así, no podría emitir algún juicio inteligente sobre la serie. Para mí, como dije, más allá de sus defectos de fábrica, esta habla del declive de una generación, pero no logro descifrar si asimismo es el declive de una especie. Estoy en tinieblas.
Los ojos de Daniel San siempre me evocaron a los del primo que más quería y que fue el modelo del adolescente que quise ser, y me conmueve seguir encontrándolos así de vivos y así de envejecidos.
(Suena el riff de Sweet child o’ mine.)