En estas fechas, el colectivo Arte Sin Frontera presenta el libro Ficciones del RENO, una reflexión en dos tiempos, basada en el trabajo teatral que el colectivo ha realizado en el último año con personas recluidas en el Reclusorio Norte.
Los dos tiempos del libro corresponden, en su primera parte, a un ángulo académico acerca del teatro y el sistema penitenciario. Y en la segunda -la más emocionante para mí- se reúnen testimonios de puño y letra de los reos, acerca de lo que ha significado esta desviación artística en su experiencia, así como sus impresiones sobre un par salidas de la compañía para dar funciones fuera del penal. El libro incluye fotografías de la experiencia completa. No deja de llamar la atención, sin embargo, la metodología de trabajo de Arte Sin Fronteras. Basado en la educación popular de Freire y otras experiencias libertarias, el colectivo ha abierto un espacio de mutuo aprendizaje y labor colaborativa que pone un valor muy alto a esta práctica y que sirve de contrapunto a la sordera de la política oficial hacia la cultura, que pareciera despreciar las experiencias artísticas independientes de carácter social.
Como invitación a la lectura, comparto aquí mi colaboración, en el entendido de que es una pálida introducción a la impecable intensidad e importancia de la segunda parte del libro: las palabras de los involucrados.
I.
Medida por medida es, sin duda, una de esas comedias shakespeareanas inquietantes. En su trama, el duque Vicencio se retira del poder para observarlo mejor. Ángelo, el hombre más justo de Viena, lo sustituye en su ausencia y lo primero que hace es revivir las leyes que parecían en letargo. Y entre las que anima se encuentra aquella con respecto a la fornicación fuera del matrimonio. Hacer la «bestia de dos espaldas» se pagará con la cárcel, lo que significa -para esos tiempos- la pena de muerte misma.
Así, la primera víctima de la nueva tiranía es el joven Claudio que resulta ser hermano de la muy firme Isabela. Ella ha resuelto entregarse a un convento y es casi en las puertas del lugar a donde llegan para pedirle que interceda por su hermano ante el cruel Ángelo. Ella accede, no muy convencida, pues le parece que la ley de los hombres es reflejo de la ley de Dios y nada debería oponérsele.
Finalmente se reúne con Ángelo para pedir clemencia por su hermano. Nos encontramos entonces frente a un juego de espejos: allí donde Ángelo parece implacable, Isabela es más resuelta; ante el alegato a favor de la ley, aparece otro todavía más vehemente y sólido. Ángelo, aturdido, pide un segundo combate para el día siguiente.
La jornada posterior, con el gobernante casi desvelado de fiebre amorosa, Isabela es sorprendida. Ángelo le pide su cuerpo a cambio de la libertad de su hermano. La escena de acoso es una de las más complejas de las escritas por Shakespeare. Ángelo pasa de la torpe insinuación a la propuesta feroz y culmina con la amenaza franca: ella lo ataca con la posibilidad de denuncia y él revira: «Y quién te creerá Isabela, mi alto cargo, mi limpia carrera te refutarán y olerás a calumnia. Consiente acceder a mi deseo o el verdugo matará a tu hermano».
Entonces, Shakespeare, maestro del enmascaramiento, nos revela que el duque ha estado rondando alrededor, oculto como monje. Y, enterado de los excesos de su sustituto, resuelve un plan, cuyo primer paso es hablar con Claudio, el condenado. El plan del Duque para volver al orden es, sin embargo, tan enrevesado como aquel que lo hizo renunciar al gobierno y poner en él a Ángelo. Pues al ir a hablar con Claudio, en su faceta de monje, más que darle consuelo, le lleva resignación. No apelará a la justicia ni terrenal ni divina, sino a la total aceptación de la suerte. Se trata, una vez más, de un brillante monólogo:
«Abre tus brazos a la muerte: así, ya sea vivir
o ya sea morir, será lo más dulce. Razona así con la vida:
si te pierdo, pierdo una cosa
que sólo los tontos quisieran mantener. Un suspiro eres.
Expuesto a todas las influencias del aire
que acongojan hora tras hora la residencia que habitas. Sinceramente, eres el bufón de la muerte,
pues te esfuerzas en huir de ella, evitándola,
y sin embargo no dejas de correr hacia ella.
No eres noble; pues todas las comodidades que sustentas
están nutridas por la mezquindad. No eres, de ninguna manera, valiente,
pues temes a la suave y tierna lengua del pobre gusano.
De lo que de ti resta, lo mejor es el sueño,
y aquel que a menudo invocas es el horror
de la muerte, que sólo sueño es.
Tú no eres quién eres,
pues tu existencia viene de millares de granos del polvo que el suelo arroja. Dichosa no eres.
Pues lo que no tienes te esfuerzas en conseguir,
y lo que sí tienes olvidas.
No eres constante. Pues tu complexión
cambia hacia extrañas apariencias
al salir la luna.
Si eres rica, pobre eres. Pues como un asno
cuyo lomo se dobla con los lingotes,
así llevas en un viaje tus pesadas riquezas,
hasta que la muerte de ellas te aligera.
Amigos no tienes. Pues el fruto
de tus entrañas, que te llama padre
-esa sencilla efusión de tus propios lomos-, maldice la gota,
el herpes, la lepra y la reuma,
por no acabarse pronto.
No tienes juventud, ni vejez, sino algo así
como una siesta después de la comida
que sueña con ambas.
Pues toda tu juventud dichosa la pasas envejeciendo
y mendigando almas a la paralítica vejez;
y cuando eres anciana y rica,
no tienes ya ni deseo, ni pasión ni vigor
ni belleza que hagan tus riquezas placenteras.
¿Qué queda de todo esto
que pueda llevar el nombre de vida?
Otras mil formas de muerte están todavía ocultas
en esta vida, y aún así tememos a la muerte
que todas estas miserias cancela.»
II.
Me detengo aquí para no arruinar a lectoras y lectores uno de las grandes obras de uno de los grandes dramaturgos. Y me detengo, también, para señalar algunas cosas que me parecen importantes.
En primer lugar, recordar que en los tiempos en que la gente se reunía en los teatros para hacer comunidad, las prisiones no eran lugares de encierro. Eran espacios de tránsito hacia la muerte o la absolución.
Podemos imaginar, entonces, que los crímenes por los que se llevaba a una persona tras las rejas debían ser los más graves para esa sociedad, según la ley.
Por otro lado, hay que pensar precisamente que la ley de los hombres estaban ligadas a las leyes de Dios, pero con muchos matices en el medio. Las leyes que el Duque había dejado en letargo no eran necesariamente las más justas. ¿Llevar ante el verdugo a un joven por hacer el amor antes del matrimonio y, en caso de embarazo, dejar a la enamorada como viuda? El Duque presentía que algo en la ley no resonaba con las cosas humanas más que humanas.
Y, finalmente, la impunidad. ¿En manos de quién está la ley? ¿La imagen de justicia que hace aparecer la ley se corresponde con quienes la aplican? Que el ángel enmascare al demonio más oscuro no es lo más terrible del asunto. Lo siniestro es que la justicia esté en manos de los ángeles. Cómo dice Isabela desolada: «¿Ante quién levantaré mi queja?». La respuesta es el silencio de Dios. No hay nadie por encima de la ley, porque ésta fue edificada por personas para asuntos humanos. Y es tan falible como los seres humanos mismos.
Ninguna ley es infalible y todos sus recursos son impugnables. Dicho de otro modo, cuando la ley no trae justicia es tiempo de reconsiderar los pactos y las instituciones.
III.
Volvamos al primer asunto. Si la prisión en algún momento no fue pensada como un castigo en sí, sino como el paso hacia la pena de muerte (y pensemos que podía haber quien permaneciera en prisión, pero solo para morir), podemos imaginar, por descarte, que los casos delitos menores se sancionaban en la sociedad misma. Sin necesidad de aislamiento.
Esto no significa que el castigo no pudiera ser menos cruel, pero lo que quiero subrayar es que hubo un tiempo en que la vida social no había aislado sus fronteras entre un adentro y un afuera. Las obras de teatro, por ejemplo, se hacían en lugares abiertos y la sociedad sancionaba directamente lo que le parecía objeto de amenaza. Por ponerle un nombre, diré que la vida tenía pactos comunales, pactos e instituciones que no habían sido monopolizados aún por el Estado-Nación.
Basta regresar al texto clásico de Foucault sobre el tema -me refiero a Vigilar y castigar-, para sentir la extrañeza de que una sociedad decida aislar en paredes interiores -y en los márgenes de la vida social- a los infractores la ley.
Pero eso no es todo. Podemos seguir al francés y comprender que esta dinámica de encierro corresponde a la configuración de un nuevo tipo de sociedad. No solo a la sociedad de vigilancia (como le llama Foucault para evadir los marxianos sofocantes de su tiempo), sino simple y llanamente a la sociedad que tiene a la reproducción del capital como su piedra de toque.
En ese sentido, pensemos también en el análisis que el pensador austriaco Iván Illich, hace de las instituciones médicas. Sin tiempo para detenerme mucho, quiero solo subrayar que Illich llama la atención sobre la medicalización de la sociedad. Esto implica, de nuevo, que (sin dejar de lado los avances de la ciencia) la configuración de la sociedad ha secuestrado la salud, convirtiéndola en enfermedad y refundiéndola en interiores llamados hospitales. Y, de manera no siempre visible, pero siempre lógica, esta medicalización produce más enfermedad. A esto Illich le llama iatrogenia. Pues bien, en estas sociedades, de la misma manera que el monopolio de la salud produce enfermedad, el monopolio del castigo produce más delincuencia. O mejor dicho, la delincuencia se vuelve un fenómeno más. Ya no la excepción actuada por unos, sino una parte integral del devenir social.
Casi nada.
Mientras escribo este texto, el semanario Proceso, publica lo siguiente:
«MONTERREY, N.L. (apro).- Con el cierre definitivo del penal de Topo Chico termina uno de los capítulos más oscuros del sistema penitenciario estatal. Las autoridades estatales anunciaron su transformación en Archivo General del estado y un parque público.
Los 120 internos que aún permanecían en la prisión construida el 3 de octubre de 1943 fueron reubicados en la penitenciaría de Apodaca 1.
Tras colgar simbólicamente el candado en uno de sus pesados portones de acceso, para dar por clausurado oficialmente el recinto carcelario, el gobernador Jaime Rodríguez Calderón explicó que el próximo mes habrá visitas guiadas para que toda la población acceda y pueda ver cómo era por dentro el Centro de Readaptación Social (Cereso), donde la noche del 10 y la madrugada del 11 de febrero de 2016 se perpetró la masacre de 49 reos, considerada una de las peores tragedias en la historia penitenciaria del país.»
V.
Pero me pidieron hablar del teatro y no de las prisiones, que no son mi tema de especialidad.
Para seguir el hilo de lo escrito ¿No habría una teatrogenia? Si la medicalización de la sociedad produce enfermedad y su disciplinización produce delincuencia, ¿qué produciría la teatrogenia?
Decíamos arriba que un fenómeno colateral a la aparición de los Estados-Nación es el encierro entre paredes de las relaciones sociales. El hospital, la prisión, pero también los teatros.
Déjenme contarles velozmente otra historia. Hacia finales del siglo XIX, el músico y artista escénico Wagner, construyó un teatro que sería la culminación de casi cuatro siglos de un diseño de teatros cerrados. Era, para Wagner, un teatro que educaría sensitivamente hacia el Estado por venir. Y la gran innovación de Wagner fue hacer una sala totalmente frontal al escenario, es decir, distinta del semicírculo de los teatros anteriores, pero donde el espectáculo dominaría totalmente el tiempo de reunión. Para lo cual hizo algo que nadie antes de él hubiera imaginado: apagó las luces de la sala.
Es importante, entonces, que te diga, lector, que antes de Wagner los teatros siempre fueron lugar de reunión y un espacio comunal para ver y dejarse ver. La vida que había en el patio de los viejos teatros en España, Francia o Inglaterra (y ni hablar de las teatralidades en otras regiones del mundo), era tan rica como la que transcurría en el escenario.
La historia de los teatros cerrados es la historia del monopolio de la atención. Cuando Wagner apaga la sala, extingue en un gesto la rica vida que allí florecía y, a la atención distraída, impone la atención total.
Imagina, entonces, lector, la importancia de tener a la gente concentrada por cinco horas en una sola anécdota. Se trata, como diría Foucault hablando de las prisiones, de la sutil disciplina de los cuerpos. Se trata de unos cuerpos que pueden quedar listos para atender un pizarrón, de la misma manera que atienden una máquina de montaje industrial o que, dócilmente, esperan ser atendidos por horas en un hospital.
Wagner, pues, inaugura la era del espectáculo total. Una era donde en la economía de la atención hay quienes fabrican representaciones -con ciertas intenciones- y hay quienes simplemente las consumen. No es difícil darse cuenta. Por ejemplo, el cineasta Peter Watkins ha señalado cómo este monopolio de la atención encarna, en los medios de comunicación, en algo que llama la monoforma. Esta monoforma implica una manera de contar los hechos y una forma de montar las imágenes que, dice Watkins, legitima la explotación del entretenimiento; controla la agenda de discusión de las cosas comunes y la hace embonar con “la ideología de la sociedad de consumo y el orden económico existente”; y, además, homogeniza el lenguaje y bloquea el debate crítico. En una palabra, reproduce lo que legitima y sostiene a aquellas instituciones que producen enfermedad y delincuencia. Y todavía más –esto no lo dice Watkins, sino yo- la enfermedad, la delincuencia y la espectacularización de la existencia no solo son producto residual, sino el combustible mismo de esta sociedad. Quiero decir que esta sociedad no puede deshacerse de la enfermedad, la delincuencia y el espectáculo como atención total pues, de hacerlo, esta sociedad de consumo -y su orden económico- quedarían condenados a la extinción. (Y hablando de extinción, ¿tendría que señalar que justamente esta sociedad y este orden económico nos están extinguiendo ya en los interiores de las cárceles, de los hospitales, de las casas; ya en los exteriores de la atmósfera y los ecosistemas?).
VI
Me acerco al final que sería una forma de regreso. Las cárceles aíslan los cuerpos en espacios individuales, los hospitales alejan los cuerpos de la dinámica de sus contextos, los teatros no permiten que los cuerpos de los espectadores se muevan y contacten entre ellos. El monopolio del castigo, de la enfermedad y de la atención implica un aislamiento de los vínculos más extensos de cada persona. Cada cuerpo sobrevive como puede. La compartimentación de nuestra sociedad lleva a –y se alimenta de- cierto tipo de darwinismo que implica una economía de los cuerpos: hay que competir, hay que ganar, hay que sobrevivir. Matar o morir. Y, sin embargo, como nos han mostrado otros científicos, la naturaleza pone en marcha otras economías: las de la cooperación y el apoyo mutuo. ¿Qué pueden significar estas otras economías de los cuerpos ahora mismo? ¿Qué podría hacer el teatro por ellas? ¿En las prisiones? ¿En los hospitales? ¿En las escuelas? ¿En los barrios? ¿Disolvería la delincuencia, la enfermedad, la espectacularización? ¿Podría al menos ponerlas en cuestión? ¿Podría, digamos, prefigurar otras formas de atender a las faltas sociales, a la salud, al entretenimiento? ¿Podría, mínimamente, ponernos a imaginar que otras formas de vínculos -menos rapaces, menos crueles, con menos pactos de muerte- son posibles? ¿Podría, finalmente, ayudarnos a visionar el paso de vigilar y castigar a cooperar y emancipar?