Cuando era niña me gustaba escribir historias, y esas historias me las rompió mi madre en la cara a los seis años. Puede que porque en algunas de ellas solía matarla. Inventaba que ella tenía un accidente, moría, y mi padre acababa casándose con una madrastra que sí era amorosa. O porque repetía el clásico cuento de haber sido adoptada y de que en algún lugar de la ciudad o del planeta residía mi verdadera madre, quien llena de suspiros añoraba tenerme entre sus brazos. No sólo rompió mis textitos, sino que me tiró a la basura algunos de los libros que mi padre me compraba; los que ella consideraba más irreverentes. Solo le faltó echarlos al fuego cual personaje cervantino. Gracias a ella comencé a desconfiar de las mujeres que tenían un poquito de poder. Desconfiaba de ellas porque estaba convencida de que lo habían adquirido a fuerza de repudiar la vulnerabilidad de los otros. Tenía la certeza de que disfrutaban vestir los hábitos de la crueldad. Me equivoqué, no todas las mujeres con poder violentaban directamente; a veces le dejaban esa tarea a alguno de sus subordinados. Eran otros tiempos, claro está; pero yo me convertí en una niña que desconfiaba de quienes usaban perfumes caros.
Comencé a pensar en este tipo de personas como descendientes de la Inquisición, como los inquisidores mismos o como los espectadores con caras deformes a quienes les gustaba ver cabezas en la picota. Mi madre, sin duda, hubiera sido una fiel seguidora de la garrucha; pero su violencia venía de otro lugar. Cuando volví a dirigirle la palabra —después de años, mientras la cuidaba y de su cáncer emergía una fragilidad inesperada y su miedo a morir—, pude escucharla por primera vez; verle todas sus costuras. Rasqué —aunque no profundamente— para conocer ese origen. Su abuelo fue capataz en una hacienda y pertenecía al grupo de hombres al que le gustaba atar a sus subordinados para castigarlos hasta el cansancio. En su árbol genealógico todos sabían hacer nudos y tirar sin fallar. Así, heredé de mi madre sus castigos, otras cosas que no nombraré y una carabina 30-30.

Mi madre fue la primera que me quiso encerrar y lo logró cuando supo que tenía amigas a las que azuzaba para salir en bici a conocer nuestra ciudad; le encantaba dejarme a doble llave en el baño. Fue en esas horas —que fueron muchas, mientras veía cómo le salían gotitas a la regadera que caían haciendo manchas blancas en el suelo— que me volví una cínica. Aprendí a preferir el castigo a renunciar a la calle; aprendí a decir no y mil veces no. Aprendí a hacer toda clase de muecas ante los delirios de poder y de grandeza; pero no lo hice todo por mi cuenta, una de las trabajadoras de mi casa me ayudó un par de años. Mi madre fue la primera que me prohibió hablarle a la hija de la vecina, a la niña del parque que desde su punto de vista tenía piojos y a la niña que según su opinión era una mala influencia. Fue la primera a la que vi discriminar a alguien, para inmediatamente después negarlo. También la primera a la que vi no respetar el cuerpo de los otros: una mañana rapó a una trabajadora porque aseguraba que su cabello estaba infestado de alimañas. Mi madre trabajó en un hospital y los médicos de buena gana le sirvieron —cual coctel— nuevos prejuicios «basados en la ciencia» que ella se bebió sin chistar y los cuales le causaban mucha risa. Siempre se sintió apoyada por la autoridad.
Por ella fue que entendí que quienes te violentan lo hacen discretamente, para no ser confrontados de golpe. Me vi obligada en contra de mi voluntad a desmitificar la maternidad y la bondad, para no sentirme culpable. Aprendí que las personas como mi madre solían tejer un velo de genialidad pública con el que más tarde que temprano cubrirían sus crueldades privadas. Con esta gente no son las margaritas de «me quiere o no me quiere»; aquí un día me amaba intensamente y dos no. Mi padre intentó alejarme de ella. Ella se había ensañado conmigo y yo me había vuelto aficionada a dejarla en mal en público.

Nunca he estado sola, tuve a mi padre, a dos trabajadoras del hogar que me amaron por años y a amigas de mi edad. En esa época solía estar confundida entre recibir de las manos maternas los deseadísimos objetos de Disney, vestidos muy bonitos y después una caja con una docena de bofetadas. Entre niñas nos susurrábamos tristezas y alegrías al oído y nos alentábamos las unas a las otras. Fue la presencia de una trabajadora la que nos ayudó con una traducción refinadísima y profesional de lo que nos estaba ocurriendo en los inicios de la adolescencia; porque esto, aumentado o disminuido, con un detalle más o un detalle menos, ejecutado por una abuela, un padre o un hermano, también pasaba en otros lados. A esa mujer terminaron por echarla de la casa; por metiche, aseguró mi madre. El día en que mi madre murió, esta mujer llegó al funeral y la veló conmigo toda la noche. Las dos permanecimos sentadas, frente a frente, cada una en un lado opuesto del féretro, haciéndonos gestos, como diciéndonos: ¡Ya se fue!
A mis dieciséis, mi padre tuvo una solución: rentarme un cuarto en el departamento de una amiga. Pero la solución fue pasajera, porque te puedes separar emocionalmente de un familiar o de un ser querido que te ha roto, de un lugar que te ha humillado, de un país que consideras perverso, pero allá donde fueres la violencia estará performada en quien menos te lo esperas. A pesar de que me pude ir, me quedó una tristeza, porque a veces recordaba a mis amigas de la infancia: ¿Y Celia, y Silvia, y Bárbara, y Carmencita? Sentía que la fortuna era lo que era, injusta y desequilibrada. Mi padre y mi madre pertenecían a bandos diferentes y a tradiciones dispares; en algún momento, comenzaron a detestarse.
En esa época los vecinos lo sabían, lo veían y lo toleraban. A mí me llamaron primero niña mimada, después adolescente caprichosa. Yo sólo sé que comencé a tener una conciencia de lo fácil que algunas personas podían volverse adictas al poder, porque cual sabuesos lo olían a la distancia, lo perseguían y lo necesitaban. Y después de eso, comenzaban a crear y recrear sus propias dinámicas, para hacerles probar a quienes les rodeaban —a sorbos o a cucharadas— más del mismo veneno. Muchas noches soñé, desde que me contaron algunos de sus atropellos, aunque estoy segura de que otras veces lo imaginé con todos sus detalles, que yo apuntaba, sin que me temblara la mano, al capataz de la hacienda para darle el tiro de gracia; es decir, a mi tatarabuelo materno.

