En medio de la más grande manifestación social de la historia de Chile, el presidente Piñera ha decidido sacar a los militares a la calle. De esta forma, cumple con una larga tradición de la élite chilena avalada desde siempre y en comunión con un centenario desprecio por los “rotos” –la clase popular–. En 1892, Eduardo Matte, antepasado de una de las familias más poderosas del país, escribió: “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible”. Esta tradición se conserva en la derecha, base del actual gobierno y bastión de las élites empresariales y políticas.

Varias masacres han sido perpetradas por el ejército chileno en la contención de justas manifestaciones sociales: el mitin de la carne (1905), 250 muertos (hombres, mujeres, ancianos y niños, como en todos los casos); la matanza de la Escuela de Santa María de Iquique (1907), más de 3.000; la masacre de Marusia (1925), más de 500; la matanza de la Coruña (1927), más de 3.000; la masacre de Ránquil (1934), 477 muertos, por mencionar sólo algunas. A esto sumamos los atropellos ocurridos durante la última dictadura militar: 31.686 víctimas directas –28.459 fueron víctimas de tortura, 2.125 personas fallecidas y 1.102 desaparecidas–.

En el contexto histórico nacional, apostar a las fuerzas armadas en la calle es amenazar implícitamente, con las consecuencias que esto tiene. La imagen es peor si agregamos las declaraciones que ha hecho el presidente Piñera: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. Esta frase no es solo una cita textual de Pinochet, sino que además sitúa al pueblo de Chile y sus demandas en calidad de “enemigo”. Lo cual es más grave si consideramos que Piñera se ha rodeado de ministros que colaboraron estrechamente con el dictador Pinochet, como su primo, el ministro Chadwick.

En una rueda de prensa, el 20 de octubre pasado, el ministro de Defensa, Alberto Espina, “reconocido pinochetista”, informó que a los 7.541 funcionarios del ejército, carabineros y PDI que ya están en las calles, se agregarían 1.500 más. En medio de extrañas muecas, el ministro agregó que los manifestantes estaban provocando a los militares, aunque “saben que la respuesta del militar puede tener efectos letales”. Por último, señaló que “no existen inhibiciones” para que los militares cumplan el papel que les ha asignado la ley.

Pero el ministro Espina se equivoca: las detenciones (3162 personas), los heridos (413 por armas de fuego), los múltiples casos de violencia sexual que incluyen a niños y niñas, y las 19 muertes contabilizadas al día de hoy, son totalmente ilegales.

Según una comisión de DDHH del Congreso Nacional, efectuada hace unos días, “la situación actual es un estado de sitio de facto”. Añade que la autoridad militar está actuando como si estuviera “en estado de sitio”, ya que no posee “ninguna habilitación normativa” y opera “sin ningún tipo de control”. La comisión se apoya en la Constitución de Chile, e indica, en primer lugar, que esta solo habilita al presidente de la República para limitar la libertad de reunión y de locomoción, así como decretar toques de queda, y no al jefe de Defensa Nacional. En el artículo 4º de la Ley Orgánica Constitucional 18.415, se señala que una vez “declarado el estado de emergencia, las facultades conferidas al presidente de la República podrán ser delegadas, total o parcialmente, en los jefes de la Defensa Nacional que él designe”. Pero en el decreto supremo que designa a Iturriaga como jefe de Defensa, señala que el militar “tendrá” las facultades del presidente, pero no las delega. Es el uso del verbo tener es lo que legalmente hace toda la diferencia. Según Jaime Bassa, el experto de la comisión, en este momento “el jefe de Defensa cuenta con siete atribuciones que, en estricto rigor, no son aplicables en tanto el presidente de la República no ha delegado dicho mando”.

Carabineros de Chile ha repuesto una comisaría en desuso en la estación de Metro Baquedano, en Plaza Italia, centro neurálgico de la manifestación. Un detenido denunció que dicha estación de Metro se convirtió en un centro de torturas: vio personas amarradas y colgadas del techo del lugar. Los jueces de la fiscalía visitaron el sitio y comprobaron que concuerda con la descripción de la víctima. El juez Daniel Urrutia ha declarado que “no es posible descartar que haya sido centro de tortura”, porque en el lugar se encontraron “siete cartuchos percutados de escopeta, además de dos amarras usadas por el Ejército para inmovilizar a los detenidos”. Al término del día de hoy, se ha hecho pública una denuncia de un segundo manifestante alegando que, estando detenido en dicho cuartel, recibió un escopetazo en la pierna. Urrutia declara tajante que “esa situación es inaceptable y hay una responsabilidad política de parte de quien establece esa orden […] es una absoluta violación de los derechos humanos y […] eso es constitutivo de terrorismo de estado”.

Son numerosos los registros de todo tipo que atestiguan la violencia ejercida por las fuerzas de orden contra civiles: un hombre es colocado en el portamaletas de una patrulla policial, policías disparando a baja altura, disparos con balines de goma (a la fecha se registran 60 personas con daño ocular grave), disparos desde el “cuartel” Baquedano, detenciones a personas por manifestarse desde su domicilio en toque de queda, atropellos con vehículos policiales, restricciones a la libertad de prensa, detenciones y maltrato a manifestantes desarmados, entre otros. Por otra parte, también hay registros de la policía haciendo montajes de robos y saqueos a farmacias, ocasionando incendios en supermercados, etc. El material audiovisual que ha generado esta crisis dará pie a muchas investigaciones.

Por ahora importa aclarar a la brevedad las circunstancias en que han muerto ya 19 personas, en todo Chile, de las cuales al menos cinco, comprobadamente, ha fallecido en manos de las fuerzas policiales: atropellados, golpeados y disparados. A pesar de estas cifras oficiales todavía hay más víctimas sobre las cuales el gobierno no ha entregado información clara: una mujer secuestrada por militares cuyo cadáver apareció con señas de violación, una mujer que recibió una bala en una protesta y un hombre supuestamente “suicidado” en un calabozo en momentos que las cámaras no funcionaban.

Tampoco ha sido posible aclarar las circunstancias del fallecimiento de al menos dos de las catorce personas calcinadas en diferentes incendios. Para hacer aún más complejo el panorama, el gobierno acaba de remover de su cargo a la jefa del Servicio Médico Legal, organismo encargado de las autopsias, quien se negó a abandonar sus funciones mediante un video que difundió en redes sociales.

A causa de la compleja situación, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) se encuentra investigando “denuncias por presuntos desnudamientos, torturas, disparos contra civiles, maltrato físico y verbal”. Por su parte, la presidenta del Colegio Médico, Izkia Siches, ha denunciado un cerco informativo por parte de los servicios públicos de salud, que “han dado orden a gran parte de nuestros médicos de no dar datos de los heridos”, además de prohibirles a funcionarios del INDH de entrar a los recintos de salud para constatar el estado de los heridos durante las manifestaciones. Actualmente, el INDH está conduciendo gestiones, junto con la Fiscalía Nacional, para dar con el paradero de al menos 20 personas, la mayoría jóvenes, todas desaparecidas desde el 17 de octubre en adelante. Uno de ellos, Francisco Reyes, fue secuestrado violentamente por la policía desde su domicilio el día 21 de octubre. Reyes es un conocido líder contra la escasez hídrica de la región, provocada por las grandes empresas.

Un elemento que agrava la situación es que el movimiento social carece de representatividad; la pérdida de legitimidad de los partidos es muy profunda. Al tratarse de un movimiento espontáneo, que aglutina a ciudadanos de diferentes realidades políticas y sociales contra el 1% más rico del país –que capta 33% del PIB–, no existe un interlocutor que pueda canalizar todas las demandas. Solo medidas radicales y estructurales de las élites pueden resolver a corto plazo el conflicto, para lo cual se necesita, en primer lugar, que el Ejecutivo lleve adelante un proceso participativo para cambiar la Constitución redactada en dictadura. Esto requeriría ir en contra del sentido de la historia chilena, en un país donde la clase dominante prefiere antes que ceder parte de sus privilegios, salir a disparar a una masa que desprecia.

Tras una manifestación que congregó a más de un millón y medio de personas en las calles de todo Chile, el presidente ha pedido públicamente a los ministros que pongan sus cargos a disposición, aunque no todos han renunciado. Para el nuevo gabinete se barajan nombres que incluyen partidarios de la DC, partido de centro, lo que no augura el esperado cambio radical. Las movilizaciones siguen, con la misma represión, pero ahora sin la cobertura mediática que han tenido hasta ahora. La gran pregunta que nos queda es: ¿cómo responderá el gobierno ante la ilegalidad de los crímenes cometidos? Tal vez la respuesta la entrega un hashtag que se ha popularizado en las últimas horas: #EstoNoHaTerminado.