
César Chávez, César Chávez, el caudillo,
al que los agricultores tienen miedo,
no necesitó pistolas ni cuchillos,
pero sus demandas se le concedieron
24 días en el 75,
promulgar la ley agrícola valieron.
-Los Tigres del Norte-
Como una mujer que vive en la frontera con Estados Unidos, crecí escuchando el nombre de César Chávez (31 de marzo de 1927-23 de abril de 1993). En mi casa, en las marchas del Día del Trabajador Agrícola y en las historias de mis abuelos, quienes conocieron de cerca la lucha de los campesinos. Chávez no fue solo un líder sindical, fue un símbolo de resistencia, un hombre que encarnó la lucha por la dignidad de los trabajadores migrantes, muchos de ellos mexicanos y chicanos, como mi familia. Su legado no nada más transformó las condiciones laborales en los campos de California, también dejó tácticas de protesta que hoy siguen inspirando movimientos sociales.
César Chávez nació en Arizona en 1927, en una familia de campesinos migrantes que, como la mía, sufrió los abusos del sistema. Después de años trabajando en condiciones inhumanas —jornadas extenuantes, pesticidas tóxicos, salarios miserables—, Chávez decidió que era hora de organizarse. En 1962, fundó la Asociación Nacional de Trabajadores del Campo (NFWA, por sus siglas en inglés), que más tarde se convirtió en el Sindicato Unido de Trabajadores Agrícolas (UFW).
Para nosotros, la gente de la frontera, los chicanos, su lucha personal fue una pelea por nuestra gente. Mis abuelos me contaban cómo los patrones les pagaban centavos por una jornada bajo el sol, cómo les negaban agua limpia y cómo los despidos eran comunes si alguien se quejaba. Chávez les enseñó que, unidos, podían exigir respeto.

Pero lo que más admiro de Chávez es su compromiso con la no violencia, inspirado en figuras como Gandhi y Martin Luther King Jr. En una época en que muchos movimientos recurrían a la confrontación, él demostró que el ayuno, las marchas y los boicots podían ser más poderosos que los puños. Sirva de ejemplo la Huelga de la Uva (1965-1970) en la que Chávez y Dolores Huerta lideraron un boicot nacional contra los productores de uva en California. Mi madre recuerda cómo en nuestro barrio nadie compraba uvas, incluso si eran baratas. Era nuestra forma de apoyar, aunque no estuviéramos en los campos. Otro ejemplo impresionante fue la marcha a Sacramento (1966), una peregrinación de 340 millas (más de 500 kilómetros) para exigir derechos laborales. Esta táctica llamó la atención de los medios y al mismo tiempo mostró la disciplina y fe del movimiento. Por último, la cereza en el pastel y le dio la visibilidad necesaria fue el ayuno de 25 días (1968) en el que, para renovar el compromiso con la no violencia, Chávez no probó alimentos. Este acto de sacrificio personal resonó en todas las comunidades como la mía, donde el respeto a la dignidad humana era central.
Tras estos años de lucha y resistencia pacífica, Chávez no solo ganó contratos laborales; sino que cambió la mentalidad de nuestra gente. Nos enseñó que ser pobre o migrante no significaba ser invisible. Hoy, su legado vive en las luchas por salarios justos, en el movimiento por los Dreamers y en cada chicana que alza la voz contra la injusticia. En mi familia, su foto está junto a la Virgen de Guadalupe y nos recuerda que la lucha continúa. Como chicana, heredé su espíritu: la convicción de que la justicia no se mendiga, se exige. En un tiempo en que el trumpismo con su política antiinmigrante avanza por todo el país, su mensaje sigue vigente: «Sí se puede». Y nosotros, sus herederas, lo seguiremos gritando. ¡Que viva César Chávez! ¡Que viva Dolores Huerta!