Juanfran Maldonadoµ
“Are you Illegal?
―No hablo inglés, amigo.”
El 15 de marzo del 2008, un numerosísimo grupo de personas con atuendos cercanos a la estética punk y a la gótica se reunieron en la Glorieta de Insurgentes a golpear a los emos que allí se reunían. Se trataba de una batalla campal de odio que se había gestado lentamente gracias al bullying electrónico y a la ―más o menos―nueva facilidad organizativa de las redes sociales. Por azar llegué a esa glorieta justo cuando un grupo de granaderos había entrado a separar a agresores y agredidos y trataban a ambos bandos por igual, es decir, como delincuentes. Entré sin tener mucha idea de lo que ocurría (como otros tantos transeúntes) y demasiado tarde advertí que ya no podía salir. Los granaderos habían cerrado (supuse) todas las entradas a la plaza para contener el problema. Habían encapsulado, además, a los agresores con una valla de escudos antimotines en un extremo del círculo del territorio, y a los agredidos en el otro extremo. Un par de tipos encapsulados ―aún en poder de un megáfono― seguían injuriando a los emos.
Parecía haber estado cabrón. Nunca supe en realidad quiénes habían sido los agresores, pero si efectivamente eran gente autoidentificada con el punk y el gótico, me resultó tristísimo que dos grupos contraculturales con una larga historia de abogar por la periferia, la diferencia, la resistencia a la norma impuesta e incluso, más específicamente, por la andrógina (cada uno a su estilo y dentro de susproporciones), se sintieran tan amenazados por un grupo de jóvenes con flecos largos y mochilitas de Hello Kitty. Es decir, habría esperado que el ataque viniera de los testigos de Jehová o alguna otra organización religiosa o reaccionaria. Creo que en su momento el movimiento emo fue tan difícil de catalogar, de organizar dentro de un sentido previamente aceptado, que provocó miedo y, consecuentemente, violencia, y más allá de lo lejano que me pueda sentir de sus intereses estéticos, siempre les admiré eso. Fueron un otro muy otro, un inmigrante local, siempre (además) pacífico.
Pero regresando a la Glorieta de Insurgentes después de esta digresión que espero me disculpen, el ambiente era tenso y estaba cargado de una violencia contenida, aunque quizá simbólicamente aumentada, por la presencia del grupo antimotines de la policía. Aparte de las dos cápsulas que restringían a cada uno de los grupos, una valla de policías atravesaba diametralmente la plaza, lo que impedía a los transeúntes cruzar de un lado a otro. Y de pronto, en medio de esa situación,de la nada, o como dicen los ingleses “out of thin air” (quizá surgió de las puertas del metro sin ser notado), se materializó un grupo de Hare Krishnas que con sus vestuarios de colores brillantes, sus coletas y cabezas semirrapadas, sus campanillas y panderos y canciones empezó a circular por la plaza. Nadie supo qué hacer. El grupo atravesó en zig-zag, una y otra vez, la valla diametral sin ser detenido por los granaderos que en su desconcierto sólo podían mirar absortos. Por un momento nada tuvo sentido. Quizá los Hare Krishnas jamás se dieron cuenta de la magnitud de su acción. Quizá la tenían clarísima.
Alrededordel 25 de mayo del año que corre [2015], un pequeño grupo se reunió en elespacio público, en Phoenix Arizona, para (tal parece) apoyar al abiertamentexenofóbico sheriff Joe Arpaio. Gente blanca con carteles amarillos que rezaban enletras rojas y tipografía estilo señalética: “STOP ILLEGAL IMMIGRATION”. Nadaextraño hasta allí. La gente grita en la banqueta en apoyo al sheriff, losautos pasan raudos, es Phoenix y conocemos algo de su historia xenófoba.
El único video que he encontrado no registra el comienzo de la acción, pero igual no importa. En medio de este grupo racista aparece un tipo moreno y regordete que ondea una banderita mexicana y bailando al ritmo de “Do-Re-Mi” de Lee Dorsey.
“You don’t have the right tobe here. Are you Illegal?”, “No hablo inglés, amigo”, responde el mexicano sin parar de bailar. Trae cruzada en el pecho una canana a lo Pancho Villa, y mientras recorre el largo y ancho del grupo de manifestantes ondeando su bandera, tirando al suelo, casualmente, uno de los letreros amarillos, saludando a los automovilistas, sigue bailando a Lee Dorsey. Choca ligeramente con un manifestante y se disculpa mientras sigue bailando. Un tipo lo increpa de varias maneras, apela a la ofensa racista, a la humillación que se está autoinfligiendo, etcétera,
“Listen ‘Pablo’ why don’t you do yourself a favour and go elsewhere”, pero él sigue bailando.
“Pablo” (tomemos, a la manera de los impresionistas, el nombre con el que inútilmente se lo intentó despreciar) parasita con su baile una manifestación de odio con herramientas tan desconocidas para el contingente que son imposibles de contrarrestar. Los pocos intentos de reacción (los del tipo que no para de hablarle) son a todas luces inútiles, mientras que el resto del grupo está simplemente desencajado, sin ninguna capacidad de respuesta, porque ¿qué podrían hacer?: ignorarlo es permitir que gane. Irse de allí es aceptar que ganó, confrontarlo con violencia los evidenciaría a ellos como los salvajes que pretenden no ser, ridiculizarlo es imposible porque su danza ya es ridícula en sus términos (no en los míos y seguramente tampoco en los de Pablo), recurrir a estereotipos de mexicanos es impensable, porque Pablo mismo los está desbaratando al incorporarlos a su imagen corporal, entre otras cosas, con su canana a lo Pancho Villa. Pablo incluso en algún momento, sin dejar de bailar, se apropia de las consignas de la manifestación al gritarle a un automovilista“STOP ILLEGAL IMMIGRATION!”, tras lo que, sonriente, platica con uno de los manifestantes y le dice en perfecto inglés: “Ya me convirtieron al lado oscuro, me encanta” (“You turned me to the dark side, I love it”).
Pablo es inexpugnable mientras siga bailando porque su danza vibra en una frecuencia del todo ajena a ese contexto. Una frecuencia para la que el grupo de racistas simplemente no tiene capacidad de decodificación.
Alas 6 pm del 17 de junio, durante las protestas del 2013 en Turquía, después de días de choques violentos entre los manifestantes y la policía, un coreógrafo turco llamado Erdem Gunduz (¿importa el nombre?), se paró en la PlazaTaksim y se quedó allí durante ocho horas, inmóvil. El resultado afectivo fue inmediato. Provocó un desconcierto enorme entre las “fuerzas del orden” y llegó a ser, según un artículo en The Guardian del día siguiente, un peligro para el balance de fuerzas del inestable régimen del presidente Erdogan. Los medios internacionales cubrieron la noticia y los tuiteros locales lo bautizaron #duranadam (el “hombre parado” o standing man en la prensa internacional). Muchísima gente se unió a su táctica y la policía que acusaba a los manifestantes de terroristas, revoltosos o extranjeros que buscaban“desestabilizar al país” (me suena familiar), se vieron maniatados (por lo menos temporalmente), porque la danza impávida de Erdem y de los muchos que se le unieron, vibraba en una frecuencia para la que no había decodificador posible dentro del marco del discurso del régimen.
¿Qué tienen en común un Hare Krishna en una glorieta, un inmigrante mexicano bailando soul y un turco impávido? El desconcierto.
Las tres situaciones son radicalmente distintas y las tácticas empleadas en cada una para “redistribuir lo sensible”, como diría Rancière, también lo son. Es evidente, casi por definición, que para el desconcierto no hay un manual porque es siempre situacional. Podríamos pensar en el desconcierto como una especie de metatáctica (filósofos, disculpen mis imprecisiones) con resultados esquizoides que permite, siquiera por un momento, desarticular el mecanismo de ciertas estructuras de opresión. Erdogan sigue en la presidencia de Turquíaµ, los movimientos racistas anti inmigrantes siguen teniendo fuerza en Arizona, los emos desaparecieron del mapa. Es decir, no pretendo dar a estos acontecimientos dimensiones macropolíticas aplastantes. No creo que sólo bailar Hare Krishna harehare, soul, o una danza inmóvil sea suficiente para derrocar regímenes, desbaratar odios o desmilitarizar policías, pero el desconcierto es una herramienta que puede comprar tiempo, puede amortiguar caídas, puede evidenciar fisuras. No puedo, por razones descritas arriba, dar muchas pistas al respecto de cómo provocarlo. Sí puedo decir que por lo menos en los tres casos revisados el cuerpo está presente. En los tres casos el desconcierto se produce desde lo coreográfico, e incluso, desde la danza.
µ Este texto se publicó originalmente en Registromx, en 2015, como parte de la columna “Apocalypse Dance”, que el colectivo de danza AM sostuvo en esta publicación. Le dimos una retocada con autorización de Juanfran Maldonado para volver a publicarla ahora en Jerónimo porque los tiempos que corren obligan a retomar pensares que siguen vigentes.
µ Bailarín, coreógrafo, investigador del movimiento y los movimientos sociales.
µ Tan vigente es este texto, que Erdogan ganó su reelección en Turquía este 2018, no sin sospechas de coacción y no sin violencia contra identidades políticas minoritarias. N. de los E.