Es medio día, las campanas repican, las calles ya están vacías. Por entre las ranuras bajo los pies brota la brea. La niña se agacha, saca un poco de esa masa negra con el dedo índice y lo agita para que se enfríe la brea, se mete el dedo en la boca y empieza a masticar, mientras que sube por la calle empinada, con paso veloz, la cabeza baja y aún embelesada por el final de una historia que el maestro les leyó en voz alta: un joven y una muchacha, estrechamente abrazados, se dejan llevar en una barca cargada de heno, y la luna de oro rojo deja una reluciente estela en el río.

La brea en su boca sabe a peligro.

La oreja que todavía atiende los ruidos de afuera oye pasitos que se acercan, y cuando pasan junto a esa oreja, la boca dice por sí sola Buenos días.

Sólo al no obtener respuesta la niña emerge bruscamente de la historia de la luna roja, se acomoda los lentes en la nariz y sigue los pasos con la vista.

Más abajo en la calle empinada camina una cabra cobriza con una franja negra en el lomo.

El animal voltea a verla como si se quisiera disculpar por la descortesía.

A veces el abuelo le decía a la abuela: Eres como una cabra, por un lado muy cariñosa, pero en cuanto hueles un hierbajo no hay quien te impida irte.

Poco después la niña está sentada a la mesa en la cocina y come la sopa a cucharadas con la abuela. De cuando en cuando la anciana deja la cuchara en el plato y mira el techo.

La tercera silla junto a la mesa está vacía. El abuelo está en Tamangur. Frente a la ventana de la cocina se inclina el saúco. Ya está cargado de bayas.

En el momento en que un cazador es recibido en Tamangur pierde veintiún gramos, porque su alma se desprende del cuerpo para regresar a donde vivía antes.

El alma es un animal de costumbres, dice la abuela, es fuerte aunque sólo pese unos cuantos gramos, y siempre impone su voluntad.

Es libre de ir a donde quiera. Con sus escasos veintiún gramos siempre encuentra un rinconcito donde quedarse y desde el cual sacar a la abuela del diario trajín. Ella se pelea con el alma y la regaña: No eres nada, le dice, no eres más que una cosita insignificante. ¿Qué voy a hacer con una cosita tan insignificante?

2

El pueblo es un lugar lleno de sombras, allá abajo, en lo profundo, entre las montañas; y sepultado más profundamente aún brama el río, grueso y reluciente, en dirección a la frontera.

Una iglesia en una colina a orillas del bosque, una escuela, algunas tiendas, restaurantes y la plaza del pueblo. Ahí hay una banca larga.

Si la banca está vacía, la niña va a sentarse ahí y piensa en las historias que habrá oído la banca. El asiento quizá esté tibio aún, y eso significa que alguien estuvo sentado ahí poco antes y que tuvo tiempo de contarle mentiras a la banca. Por eso se llama la Banca de las Mentiras.

La niña acaricia con el dedo las ranuras y resquicios de la madera, un perro o una cabra se pasean por la calle principal, que a esta hora reverbera bajo el sol y apesta a alquitrán.

No se sabe por qué la cabra anda siempre sola y sin cencerro. ¿Se habrá perdido en las calles? Parece que siempre estuviera buscando algo.

A veces a la niña la entristece la búsqueda inútil de la cabra. No puede distanciarse de las aflicciones ajenas.

Al otro lado del río, un pequeño valle se pierde entre las montañas.

El abuelo le contó a la niña que allá viven liebres y perdices de las nieves y otros seres y plantas que tienen la habilidad de adaptar su atuendo al paisaje de manera tan precisa que se vuelven invisibles.

3

Algunas tardes todo sabe a nostalgia. A la abuela no le queda nada bueno que decir sobre el pueblo.

Empieza donde acaba, dice, no es más que una cagada de mosca en el mapa. Cuando el viento sopla en el bosque, se siente ya el estremecimiento del otoño.

La abuela inhala el aire haciendo un fuerte ruido por la nariz. Es para que una lágrima se regrese a su canal, después de eso, sus ojos vuelven a ser grandes, juega un momento con su cabello y se desviste.

Bajo su vestido lleva otro vestido, uno color piel, con ganchitos brillantes que va abriendo uno por uno. Lo dobla con excesiva minuciosidad, lo acomoda sobre la silla y lo alisa con la mano.

Incluso desnuda la abuela se ve como si estuviera vestida. Se queda de pie un ratito en silencio ante al espejo y se mira con curiosidad, como si enfrente estuviera otra persona. Le muestra a la otra su trasero y gira la cabeza hacia el espejo, para mirar cómo se ve de atrás la otra, antes de dejar que el camisón se deslice sobre su cuerpo.

Los pies de la abuela son muy pequeños. Cuando está acostada en la cama y estira las piernas, los dedos parecen bayas jugosas, pero cuando la abuela se para sobre la alfombra, las bayas se extienden bajo su peso y se aplanan. El peso las sume entre las flores del tapete junto a la cama. Se vuelve a balancear por la recámara, abre un poco la ventana, regresa al espejo, toma sus pesados pechos en las manos, los empuja un poco hacia arriba y le dice a la otra en el espejo: Todavía tengo un busto bonito. Bajo la pálida luz de la farola el corsé con sus ganchitos titilantes parece un insecto.

4

El corazón de la abuela es un gran bosque de apretada espesura, con árboles tan altos como el cielo y otros muy bajitos, y con muchos arbustos. Uno puede pasear o perderse en él.

El bosque también tiene claros, que se abren como una sorpresa. Un paso y de pronto la niña está en la luz, sobre ella el cielo, los almohadones suaves de las nubes, el sol. Ahí la abuela es un ángel que concede todos los deseos.

Se balancea por la casa, toma a la niña de la mano, corre con ella a la zapatería y de pronto le compra las ballerinas rojas que tanto desea.

Otras veces la niña se ve arrojada a la espesura, donde se rasguña los pies y las piernas, las ramas le golpean la cara, se acurruca en la oscuridad y tiembla de miedo ante la abuela, transformada en bruja.

Sin querer, a veces la niña despierta un mal recuerdo en la abuela; toca en el piano la tecla equivocada en el momento equivocado.

Y odia a la abuela con todas sus fuerzas. Cómo aprieta los labios, porque en su boca se formó un tapón de palabras hirientes. La niña conoce esos labios que se adelgazan, en esos momentos tiene que estar en guardia, se escabulle entre la espesura hasta que la boca se vuelve a relajar.

Ese gran tapón no debe saltar. Hay notas y palabras que le rajan a uno el corazón más que cualquier cuchillo, por afilado que éste sea. Entonces, es recomendable desaparecer por un rato en la espesura y quedarse bien calladita.

Con el corazón pasa como con las articulaciones, dice la abuela. Fíjate en la India, dice. Ahí viven hombres de noventa años que se trenzan las piernas alrededor del cuello. También al corazón hay que ejercitarlo. Hay que sacudirlo y estirarlo hasta desgarrarlo para que se mantenga en forma. Hay que usarlo mientras que siga latiendo, si no se encoge y al final termina como una papa arrugada.

No tiene ganas de sentarse en la banquita frente a la casa y tejer calcetas. Ya tejió suficientes. Para el abuelo. Para que sus pies de seda, bien protegidos por la lana y el amor, regresaran una y otra vez a ella tras la cacería.

Lo reconoce de inmediato cuando aparece al otro lado del río, a la orilla del bosque, y baja hacia el puente con pasos largos y elásticos. Con o sin presa, avanza como un rey.

5

En cuanto la abuela se acuesta en la cama junto a la niña, toma el periódico y lee un ratito.

A ver quién estiró la pata y desde ahora le cuida las gallinas a Dios.

¡Oh!, dice de repente, ¡uno que encontró la muerte! ¡Como si la hubiera buscado! Como si alguien quisiera encontrarse con la muerte, con excepción de los suicidas. Y tampoco ellos tuvieron que buscarla, era su amiga.

En la noche la ira y la indignación brotan especialmente bien. A la luz de la lámpara los ojos de la abuela centellean peligrosamente. Pero la niña no tiene miedo, la ira y la indignación le son familiares, forman parte de su cotidianidad, como la lluvia. La abuela sabe que se lo puede permitir todo, que no va a perder a la niña. Ella se desliza en sus pensamientos, puede oír los pensamientos de la abuela, y tiene buen olfato, sabe qué se esconde tras su ira.

La abuela apaga la luz. En la oscuridad se oye mejor.

Atrás de la casa la señora rana está sentada con sus crías en el agujero del sótano y croa. Hace mucho que vive allí.

Traducción: Claudia Cabrera.

Gracias a la autorización de La cifra editorial reproducimos un fragmento de Tamangur (Leta Semadeni 1944, Scuol, Suiza), primera edición en español de la novela ganadora del National Swiss Award 2016, el galardón literario más importante de Suiza.