Algo se expande siempre mientras otra cosa se contrae. Los latidos son eso, y también la vigilia y el sueño, o los sistemas de poder, o el carbono, o el “bien” y el “mal”. Y si bien “no hay mal que dure cien años”, muy pocos individuos viven hasta tal frontera temporal, lo cual indica ya una obviedad: cualquier observador del derrumbe también ha de constreñirse hasta su propio abatimiento. Y, a menos que un centagenario esté ya inconsciente o loco para no percatarse, en el año 101 sabe que comienza una nueva cuenta regresiva rumbo al caos. Así los años y los minutos, los siglos y los segundos. Los meses. Y diciembre no es la excepción. Por eso me parece un periodo de vuelta a la inocencia, pues la última parte del año merece reflexiones sobre el absurdo y la remembranza que queda como única recompensa.
Y si bien eso que recordamos es la constancia de que lo dejado atrás ha impuesto su huella, ¿estamos absolutamente seguros de que lo retenido en la memoria ha sucedido tal como lo evocamos, o incluso de que ha ocurrido en realidad? Poseemos, claro, un resultado que puede ser consecuencia de una concatenación de los hechos. Si tengo un objeto en la mano, es porque una serie de circunstancias, voluntarias unas y otras no, lo han puesto ahí. Sin embargo, el ciclo nuevo propone un cierto olvido, una renovación parcial de un yo fabricado según una ingeniería de improntas subjetivas y sus sucesivas borraduras. ¿Te acuerdas? No de todo. Porque no puedo, y no quiero. El Yo, entonces, no es el entero de sus recuerdos, sino solo algunos: el mal intentando desesperadamente convertirse en lo que no es. Eso es la navidad: natividad. Rimbaud lo decía en “Mañana”, ese misterioso poema de su temporada infernal:
Desde el mismo desierto, en la misma noche, siempre se despiertan mis ojos cansados bajo la estrella de plata, siempre, sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¡Cuándo iremos más allá de las playas y de los montes, a saludar el nacimiento del trabajo nuevo, la sabiduría nueva, la huida de los tiranos y de los demonios, el fin de la superstición, a adorar —¡antes que nadie!— la Natividad en la tierra!
Propongo luego de tal belleza alquímica de la esperanza —que seguramente dialogaba a la vez con las revueltas de la Comuna de París—, una joya de nuestra cultura popular latinoamericana. El salsero Héctor Lavoe aspirando “Los aires de navidad”, música cuya letra nos impone una visión candorosa, al tiempo que rayana en lo delincuencial:
Lo lai le lo le, lo lai le lo la
Aunque usted no quiera le vengo a cantar
Y a felicitar con voz de alegría […]
Asalto de Navidad…
Y que se me perdone esta imagen fatalista, porque al final son fechas para no pensar en tales cosas, si no queremos hacer lo mismo que nuestro cantautor: arrojarnos de un noveno piso, o cosa parecida. Nada más lejos de las intenciones de estas necedades escritas. Tomémoslo como un mal sueño solamente: el año viejo es como ese Lavoe intentando cantar junto a sus compañeros en la 15ª edición del Festival de Salsa, a la que lo instaron a ir ya con enfermedades relacionadas con el VIH, con cáncer de pulmón, diabetes y los estragos de una severa adicción a la cocaína y a la heroína. Con el micrófono en la mano derecha, el cantante apenas alcanzó a balbucear algunas palabras. Un año después sufriría un derrame cerebral que lo dejó paralizado. Si yo hubiese estado entre el público de aquella noche, sin duda habría llorado como sus compañeros en el escenario, gritando a la vez: ¡aguante Lavoe!:
1.- Sacrifica tres tiernos deseos y, mientras te comes las uvas, piensa en estos nacimientos literarios
¿Cuántas almas inocentes habrán fallecido ahogadas por haberse atragantado con las uvas al ritmo de las campanadas navideñas? Parece ser que es común, y en la red se pueden encontrar recomendaciones eficaces para salvar la existencia de quien comienza a ponerse azul mientras regurgita el mosto sobrante. Por eso, para no apresurarme y arriesgar la vida con semejante interrupción del conteo de las promesas a incumplir, yo a veces pido cosas sin sentido, entre risas y, sí, una velada sospecha de que podría estar cometiendo un error que me costará la realización de algo importante. No le hace. Para aminorar la ansiedad, pienso entonces que no es mala idea, para no dejar espacios vacíos o llenos de pura tontería, hacer recordatorios de natividades más significativas que las obviedades de mi cabeza. A la sazón, acá unas uvas decembrinas como sugerencia:
La primera: el nacimiento en Polonia del marinero-escritor Joseph Conrad un 3 de diciembre. Para ocasiones como estas, memoricé una frase de su novela cumbre El corazón de las tinieblas, y que suelo recitar cuando ya estoy borracho:
La vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo, que llega demasiado tarde, y una cosecha de remordimientos inextinguibles.
¡Feliz Año Nuevo! Y es que, aunque no quiero ser aguafiestas, nuestra siguiente diva-uva, nacida el 10 de diciembre de 1830, no es un ejemplo de vida plena, salvo en su gran poesía. Se trata de Emily Dickinson, quien se mantuvo encerrada en su habitación las últimas décadas de su existencia, apenas recibiendo a pocas visitas y negándose reiteradamente a publicar sus textos. Acá el sugerido, para esa bonita cena navideña o findeañera donde los temas financieros y de la propiedad de los terrenos aparecen en medio del alcoholismo de los invitados:
Solo perdí tanto dos veces—
y en la tierra ocurrió.
¡Dos veces de pie he mendigado
a las puertas de Dios!
Ángeles —dos veces descendiendo
repusieron mi caudal—
¡Ladrón! ¡Banquero-Padre!
¡Soy pobre una vez más!
¡Vamos ese ánimo! Porque la tercera uva cierra con broche de oro esta entrada. Nacido el 12 de diciembre de 1821, es el autor de una de las novelas que, a mi parecer, es de las más importantes de la literatura. Gustave Flaubert realizó con su Madame Bovary no solo una crítica a los residuos de un romanticismo que cubría la conciencia de su época, sino en general del culteranismo superficial que ocultaba la furia de los sentimientos soterrados, incluso manifestándose en la enfermedad de los órganos. Y en esta cita, parece darle continuidad a las reflexiones anteriores, con un ojo con la precisión de una máquina nanométrica:
[…] y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.
2.- 18 de diciembre: Día Internacional del Migrante
Peligro en las fronteras. Cada vez mayor en las de todos lados, porque a la par de un necrocapitalismo que lanza a los cuerpos deseantes a una diáspora en la que poco importan sus particularidades sensitivas, hay también un capitalismo de la estupidez que es capaz de suplir imágenes de colectividades destrozadas o vilipendiadas, por galletas o gatitos. “Catatónico”, podría decirse de él por igual, porque nos ha dejado paralizados ante el carrusel de memes y páginas de bulos televisivos o recomendaciones para crecer en Instagram. Quedarse ahí, por tanto, es acatar la norma y vaciar el mal de su horror para convertirlo en producto de mercado. E irse, migrar hacia otro lugar, es una reacción para no petrificarse, para encontrar lo que ya se presiente es, literalmente, épico en un sentido doble. Por un lado, la subjetividad llevada a otro lado hace que los pensamientos de los receptores se pongan en juego. Pero a la vez, la zona de arribo presenta nuevos retos, que indican que ahí las cosas pueden ser iguales o peores que en el sitio del que se partió. La esperanza es, sin embargo, el único derrotero para moverse, para renegar de una existencia asediada por la violencia o la pobreza. Si lo colocamos en una justa dimensión, los migrantes son prometeos modernos que llevan las nuevas de uno a otro lugar, y a la vez que intentan sacudirse, como sea, el absurdo. Algo que puede muy bien no lograrse. Porque esas nuevas, no son buenas. ¿Habrá doble moral entonces en la conmemoración que la Asamblea General de las Naciones Unidas impulsa? No hay que dudarlo. Es sabido que la organización suele condenar la conducta de naciones no occidentales, haciendo caso omiso a otras que pueden ser, incluso, peores que las primeras. ¿Esperaremos algo mejor en el caso de las declaraciones de Trump que prometen enviar al ejército de los EUA a nuestra frontera? Y las deportaciones masivas no serán cosa menor pues, en el caso de cumplir su promesa de campaña, entre 15 y 20 millones de personas serán regresadas a sus países de origen. A estas alturas es difícil tener claridad acerca de los resultados sobre un reproche público como el de la ONU, que no pase por conveniencias y arreglos políticos. Y a los ciudadanos de la calle, nos quedan las “condenas enérgicas” y poco más. En todo caso, una posible opción es involucrarse con colectivos que presionen a nuestros gobernantes para que no implementen políticas enmascaradas de “males menores”, lo cual termina por dañar a los desposeídos, que suelen ser los chivos expiatorios de toda negociación internacional.
3.- Esclavistas promoviendo el Día Internacional para la Abolición de la Esclavitud el 2 de diciembre
Otra vez la Asamblea General de las Naciones Unidas condenando algo. Por supuesto, lo más visible, lo terrible y criminal. Aquello que, sin duda, deberíamos todos reprobar. El tema con esto es que a la vez algo así es carne de cañón para que las buenas conciencias del presente laven las manos de sus propias decisiones, semejantes a eso que parecen rechazar. Esas que, a la vez, son incapaces de mover un ápice de sus privilegios para mejorar las cosas en verdad. “Esclavistas” de una política de las concesiones y los lugares comunes: toda “condena enérgica” termina por disolverse si no pone el cuerpo para modificar la realidad. Y nosotros, esclavos acostumbrados a una libertad supuesta que, sin embargo, está llena de limitantes. El esclavismo, así como lo imaginamos, es menos común ahora —aunque, por supuesto, no se puede negar que, por ejemplo, alrededor de 160 millones de niños son hoy obligados a trabajar. Sin embargo, la esclavitud va más allá de lo evidente—. ¿Cómo se le llama a la industria que necesita de mano de obra barata para maquilar miles de productos-basura a velocidades vertiginosas? El modelo esclavista canónico que implica la no retribución, y que por ello suele ser condenado, ha permitido a la vez el discurso que enarbola la idea de que toda remuneración, la que sea, supone un beneficio que hay que agradecer. Mentira. Detrás de un salario misérrimo está la administración del tiempo de vida del trabajador, y las condiciones para que termine por degradarse para obtener el pan, adquiriendo muchas veces una dignidad que puede regresarle el incorporarse al lado siniestro del mundo. La violencia, como ya lo sugiere el filósofo Paul Ricoeur en varios de sus ensayos, suele esconderse detrás de la rememoración sistematizada de los acontecimientos. Luego, las posiciones de sumisión que se nos exigen en los espacios de jerarquización del poder han sido moduladas por la hiperinflación de los conceptos cerrados, que nos amenazan con el rostro de lo peor. Es como cuando, desde el moralismo de los educadores, se te decía: “¡la bruja te va a comer si te portas mal!”, mientras los veías a la vez royendo, golosos, tu tobillo.
4.- La Feria Internacional del Libro en Guadalajara como gran parque temático
Los libros son una dicha del decir-otro. Pero pueden, también, ser un fetiche cuando se les alaba más allá de lo que cuentan, de aquello que transmiten. Sin embargo, en la producción de objetos de este tipo, existe una puerta secreta que implica el descubrimiento de las mil posibilidades para lo vivo. Los libros mantienen en su multiplicidad, entonces, aquello que relativiza las conductas, volviéndolas posturas, y no “verdades incontrovertibles”. Puede, sin embargo, también leerse para la radicalización, lo que implanta ideologías cerradas. Porque nuestra cultura material nos determina y, dándonos identidad, nos quita a la vez movilidad de pensamiento. El fetiche ahí opera entonces de manera más siniestra. Una celebración del libro, que rebasa la importancia franca de lo dicho, implementa una maquinaria espectacular que difícilmente da pasos fuera de sus propias normas. Muchos autores han hablado ya de lo que suele llamarse la waltdisneización de la cultura. Por ejemplo: esta tendencia a hacer del mundo un parque temático en el que todo parece maravilloso y sorprendente, siempre y cuando ocurra más allá de la existencia cotidiana. Y eso es lo que me pasa cuando voy a la Feria del Libro en Guadalajara (este año llevada a cabo del 30 de noviembre al 8 de diciembre): una monumentalidad para promocionar publicaciones de todo tipo, incluyendo las de la extrema derecha o, incluso, las de la extrema estupidez. No digo que, más allá de eso, no ocurran eventos relevantes que vale la pena presenciar ahí. Con eso no me meto, pues en los foros de cualquier feria del libro he asistido a debates memorables, tomas de postura, pronunciamientos de ideas brillantes. Aquello no me produce extrañeza, sino alegría, porque se trata del intercambio de sentido donde se muestran las posiciones de mucha gente involucrada en el sector. Lo que en contextos como el de esta Feria no me conmueve en absoluto es la instrumentalización banal que se hace de todo ello. Los editores comerciales, y no tanto, que apenas se preocupan por emular ambientes en los que se da por sentado el intelectualismo, sin que en realidad se intercambie ninguna idea interesante en ellos. En ese sentido, la simulación tiene el recubrimiento de un castillo de hadas de utilería: grandes logos fosforescentes coronando las puertas de stands convertidos en palacetes. Miles de fotografías de gente que toma los libros de las estanterías de colores, que sirven más como promoción que como demostración de que en el país se está leyendo más. ¿Y las encuestas de lectura en el país, apás? En México el rango ha bajado. Este año un adulto alfabetizado ha leído un promedio de 3.2 libros al año, respecto al 2022 cuya cifra era de 3.9. De hecho, el número de lectores ha disminuido en los últimos años en un 12%, según datos del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi). Es decir que, mientras la botarga con forma de libro dispara cañonazos de confeti al aire, la comprensión significativa de los mexicanos está dejando de abrevar sentido de los libros, que tanto se ensalzan desde hace años. ¿Dónde, entonces, se encontrará tal potencia que, por supuesto, no desaparece? En las ferias del libro, me temo que muy poco.
5.- En Navidad y Nochevieja, ¡embriagaos!
Ya se la saben, padrinos y madrinas. Embriagaos, como decía Baudelaire:
Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como os plazca.
Cuando niños, cada temporada de Navidad y Año Nuevo parecía ser memorable, para bien o para mal. Pero luego, ya no nos acordamos. Hay algunas iguales a las otras, y otras increíbles. Yo he pasado una entre las balas, y otra, borracho con la mitad de la cara enterrada en la arena, mientras el amanecer que había jurado contemplar se iba convirtiendo más bien en mediodía. Otra más, saltando entre confeti y tragos espumosos que volaban en el aire. Aunque lo común ha sido estar con la familia repitiendo los rituales que, para algunos, resultan entrañables —con todo respeto, ¿por qué no?—. Pero una temporada de fin de año, que fue especial para mí, la viví en pandemia. Yo me había ido a una montaña para escapar del trabajo en línea, y estuve meditando meses ahí. Y en el lugar era posible ver las constelaciones en las noches. Curiosamente, sin demasiados conocimientos astronómicos, los astros en esas condiciones revelan el sentido de su danza. Así pues, el 31 de diciembre de aquel año lo celebré embriagado, agradeciendo el manto inmenso de las estrellas sobre mi cabeza, observando a los reyes del “corazón, el alma, el espíritu”.