De aquellos polvos, estos lodos
Actividades en equipo (Un divertimento)
En España no hacíamos convenciones. Creo que es más una costumbre latinoamericana o que quizá nos venga de Estados Unidos. Como sea, cuando llegué a México, la compañía que me había contratado ―una compañía joven, relativamente pequeña en aquel momento en la que reinaba un ambiente muy cordial y creativo― solía hacer una convención al año: La Convención. Era algo que todos esperábamos y que se preparaba cuidadosamente. Había que seleccionar el sitio y para ello, naturalmente, lo primero que considerábamos era lo que podía ofrecernos por las noches. La mayoría de la gente era joven y había que ir a un lugar que tuviera antros. La Convención era un premio. A mí me admiraba el derroche que suponía y siempre pensaba en el Carnaval: un auténtico gasto que, aunque servía para reponer fuerzas, ante todo se hacía porque sí. Puro exceso, un lujo que podíamos permitirnos en aquellos tiempos, que eran de bonanza. Durante el día, no crean, trabajábamos. No todo era fiesta. Aunque, eso sí, por la mañana no era raro que alguien llegara tarde por haberse quedado dormido. Todos nos manteníamos en pie gracias a un surtido de bebidas energéticas que nunca faltaban en el salón, y abundaban los lentes oscuros para protegerse contra la luz y de paso disimular algún inevitable cabeceo.
Un año se nos ocurrió contratar los servicios de una psicóloga para que planeara algunas actividades. No sé quién tuvo la brillante idea. Supongo que fue una de esas decisiones que de manera individual nadie tomaría nunca, pero que en grupo se suelen tomar. Lo que sí recuerdo es que la mujer se las veía y se las deseaba para obligarnos a hacer algo que nadie —incluidos los jefes que la habían contratado—estaba dispuesto a hacer, aunque, al final, todos hacíamos, porque como ya se la había contratado había que hacerlo. Al tercer día, la mujer desistió de seguir obligándonos a hacer cosas y tomó la decisión más sabia que pudo tomar, sumarse a nuestra fiesta. Fue nuestra última victoria, porque en La Convención del siguiente año las cosas ya habían cambiado.
Ya ni recuerdo a quién llevaron de instructor pero sí recuerdo que el primer día mandaron hacer dos grupos y cada uno de ellos tenía que esconder algunas cosas en la arena de la playa para que el otro las encontrara. Yo no me tomaba aquello nada en serio, pero recuerdo que uno de los directores, muy competitivo, se agarró una rabieta de aquéllas porque su equipo perdió y terminó acusándonos de haber hecho trampa. La cosa, en fin, no pasaba de ser una pelea de chiquillos en el patio del recreo. Al año siguiente, las actividades ya no sólo eran simples ocurrencias para entretenernos, sino que parecían formar parte de algún programa educativo; ahora se trataba de «aprender jugando» y, por supuesto, se convirtieron en casiabsolutamente obligatorias. Yo, que ya había cumplido los cincuenta, decidí no ir a una de ellas para evitarme la humillación de tener que hacer aquellas estupideces, así que me quedé leyendo en mi habitación. El resultado fue una reprimenda de mi jefe, a la que yo no podía dar crédito. En realidad aquello a todos nos parecía una tontería y durante las comidas hablábamos de qué excusa poner para evitarlas, así que yo no entendía la reprimenda. ¿De verdad me estaba hablando en serio?
A partir de ese momento fui a todas y siempre me llamó la atención que, aunque las conversaciones a la hora de la comida se seguían reproduciendo en los mismos términos, las valoraciones positivas sobre las actividades que se llevaban a cabo eran cada vez más frecuentes, incluso por parte de quienes habían dicho que no sabían cómo escaquearse de ellas. Nunca pude entender bien cómo quien un par de horas antes había afirmado que aquello no servía para nada, cuando le preguntabas cómo les había ido dijera, y con pleno convencimiento, que había sido una experiencia muy interesante.
Una vez se me ocurrió preguntarle a un compañero por qué se le había hecho tan interesante. Lo que me ha parecido interesante, me contestó, fue que cuando un equipo conjunta sus fuerzas y tira de la cuerda en sentido opuesto al que tira el otro tiene más probabilidades de ganar que éste. Me dieron ganas de preguntarle si me estaba hablando en serio, pero su respuesta fue tan contundente que no había lugar para la pregunta. Parecerá una broma, pero cada vez era más frecuente que, tras desarrollar una actividad, nos reunieran para ver qué habíamos aprendido. Naturalmente, las respuestas que se obtenían eran todas del calado de las que me dio aquel colega. Con el tiempo llegue a la conclusión de que el único fin de estas actividades era hacernos perder la dignidad. Sólo así se podía explicar que el rechazo a hacerlas se transformara, una vez hechas, en una loa. Transformar aquel sinsentido en algo que sí lo tiene es el único modo de evitarse el sentimiento de humillación que necesariamente tiene que acompañar al tener que participar.
Discutiendo el asunto con un amigo, me dijo que yo exageraba y me sugirió otra explicación. Convertir la fiesta en simulacro de fiesta ha sido siempre una de las formas de ejercicio del poder. Como explicación no estaba mal, aunque para mi gusto resultaba algo sofisticada, porque no lograba entender qué necesidad tenía el poder de esa simulación. Se trata, me contestó, de hacer creer que hay un vínculo que no hay; algo parecido, me aclaró, a cuando le preguntas a un cliente “¿en qué te puedo ayudar?” en lugar de “¿qué te vendo?”. Aquello tenía sentido, pero seguía sin convencerme del todo y seguí defendiendo mi posición. Para sostenerla le conté una inolvidable experiencia de la que fui partícipe en otra convención que se hizo en Sudáfrica. Estábamos alojados en un lujoso hotel que nos explicaron era de estilo africano y que a mí me parecía el escenario de alguna película de Tarzán. Una de las actividades que en aquella ocasión nos propusieron consistía en dividirnos por equipos de seis o siete personas y hacer que cada uno de ellos hiciera un recorrido del que sólo sabía el primer punto al que tenía que acudir. Una vez que había llegado a él se tenía que buscar un papel en el que se indicaba cómo llegar al siguiente punto, donde se repetía la misma operación.
Recuerdo que hacía un calor de mil demonios y que la mayoría de los participantes —hombres y mujeres que ocupaban altos puestos en la compañía y que tomaban decisiones de peso—, iba en pantalón corto y con una gorra que se nos había entregado al llegar al hotel en el que figuraba el logo de la compañía. Como yo tenía algunos años más que los demás, siempre llegaba tarde a cada uno de los puntos, de modo que nada más llegar, con la lengua fuera, los otros ya habían acabado la actividad y estaban saliendo viento en popa hacia el siguiente destino para repetir la misma escena. Al llegar a este punto del relato mi amigo me dijo que entendía por qué yo insistía en lo de la humillación. “El que se sentía humillado eras tú, que llegaba tarde”. “De eso nada —le respondí—, espera que te cuente la siguiente escena y luego me dices”. Todas las rutas, seguí, se desarrollaban en pleno desierto, de manera que nadie nos veía hacer el ridículo, pero uno de los trayectos tenía lugar dentro de un centro comercial muy extraño ―estaba algo oscuro, tenía iluminación artificial y, además de tiendas para los turistas en las que podías conseguir desde ídolos africanos hasta camisetas de futbol de cualquiera de los grandes equipos, tenía un casino― que formaba parte del hotel de la película de Tarzán. Imagínate la escena de un grupo de directores, corriendo con su sombrerito y su pantalón corto en medio de un centro comercial ante la mirada de todos los visitantes. Yo, por ir detrás, me libré del ridículo, pero no pude evitar la sensación de vergüenza ajena. Mi amigo me dio la razón, aunque me dijo que en mi relato había elementos más que suficientes para que él pudiera sostener su teoría del simulacro.
(Quizá la historia que he relatado se queda corta si la comparamos con la que a los pocos días me contó un jefe que había tenido hacía años y a quien me encontré poco tiempo después de aquella conversación. Mi ex jefe había sido militante comunista en su juventud y cuando lo encontré acababa de volver de una convención de su empresa, otra multinacional. La habían hecho en Marruecos y uno de los ejercicios era exactamente el mismo que yo tuve que hacer. La diferencia estaba en que no por un centro comercial adjunto a un hotel estilo africano por donde tuvieron que correr ataviados de pantalón corto y sombrero, sino por el mismísimo centro de la Medina. Lo escuché sin preguntar nada. No hizo falta. Fue él quien me dijo: “no creas, fue bastante interesante”.)
Una lengua extraña
A esas alturas yo había aprendido algunas cosas. Ya sabía, por ejemplo, que trabajábamos con «personas», a las que había que «escuchar»en un ambiente distendido y natural (aunque las conversaciones que con ellas tuviéramos debían ser planeadas minuciosamente); y también sabía que uno tiene que simular que pone el máximo interés en hacer algo que piensa que es una mera simulación que no vale para nada. Pero aún me faltaba mucho que aprender.
Un día volaba con un colega en un viaje de trabajo. Él, junto con otra mujer, dirigía un equipo. Ambos eran personas jóvenes, trabajadoras, inteligentes y con aspiraciones. Con él yo tenía cierta amistad no exenta de afecto. Durante el vuelo la conversación derivó hacia el trabajo y comenzó hablarme de las personas de su equipo. Me contó cómo las tenía clasificadas según los atributos, positivos o negativos, que cada una poseía. Por ejemplo, me decía que Fulano era muy «proactivo» con los clientes y Mengano un buen «líder de equipo», al que todos acudían en busca de consejo; Zutano era «ambicioso pero en el buen sentido» y Perengano no tenía suficiente accountability. Me maravillaba la capacidad de análisis de mi colega y hasta sentía un poco de vergüenza porque me sabía incapaz de describir de manera tan prolija y tan técnica a las personas que trabajaban conmigo.
Yo podía decir que tal era un «trepa»o que aquel era un vago redomado; podía decir que éste no tenía capacidades de análisis y aquel otro tenía una irresistible tendencia a maltratar a los proveedores. Mi lenguaje era bastante vulgar y pobre frente al suyo, mucho más sofisticado y rico. Le pregunté cómo se les había ocurrido hacer esa clasificación y me contestó que había leído en un libro de management en el que se hablaba de la conveniencia de hacer un ejercicio de ese tipo. No me atreví a preguntarle qué era eso del management, que desde hacía algún tiempo estaba en boca de todos.
Poco a poco aquellas palabras se me fueron haciendo familiares y, aunque nunca llegué a utilizar algunas de ellas por pudor o porque me entraba la risa floja si lo hacía, sí incorporé otras sin darme cuenta. Por ejemplo, nunca pude decir en serio de una persona que era proactiva; la palabra líder siempre despertó mis recelos y procuraba evitarla; y algunas otras, como la de accountability directamente me parecían ridículas y me recordaban largas y tediosas discusiones sobre su significado en las reuniones de dirección en las que se ponía el máximo esmero en diferenciarla de responsabilidad: “accountability es, es… es otra cosa”. Vaya usted a saber qué. Estas conversaciones resultaban grotescas, parecía que las empresas se habían convertido en sucursales de la Real Academia de la Lengua y los directivos se sentían casi gramáticos. El caso es que, por extraño que parezca, todos tuvimos que aprender un nuevo idioma, que, por cierto, sólo se usaba en el interior de las empresas y que nada tenía que ver con el que usábamos en nuestras vidas fuera de ella, al menos eso espero.
Ese lenguaje, ya digo, se empezó a usar cada día más dentro de la empresa, pero había un espacio en el que se utilizaba de un modo especialmente intenso. Era durante las llamadas evaluaciones de desempeño. Incluso llegué a pensar si no se había creado precisamente para esos espacios. La historia de las evaluaciones de desempeño merece todo un tratado. Cuando en una ocasión le comenté a una colega que eran un invento reciente y que antes no se hacían esas cosas, no me podía creer lo que le estaba diciendo. «Entonces, ¿cómo evaluaban?», me dijo. «No, no evaluábamos, eso es lo que te quiero decir, que no había evaluaciones», le respondí. Ella me miró muy extrañada, como quien no acaba de creer lo que escucha. Pero así fue, no las había. Quizá no las había porque no teníamos estas palabras. O quizá fue al revés y las evaluaciones se hicieron sólo como momento de celebración de ellas.
Tardé algún tiempo en saber que eran esas y no otras las palabras que debía usar para hablar de alguien dentro de la empresa, sobre todo en los momentos de la evaluación. También algún que otro ridículo. Recuerdo una de las primeras evaluaciones. Estábamos hablando de un empleado con el que yo me llevaba muy bien y se me ocurrió decir que era muy buena persona y un buen analista. Me miraron con cara de éste qué está diciendo. A partir de ese instante intenté como pude eliminar de mi lenguaje palabras y calificativos como: “trepa”, “vago redomado”, “de poco fiar”, “va muy a lo suyo”…, pero también “posee un espíritu más sutil que geométrico”, “demasiado esquemático en sus apreciaciones”…; es decir, eliminé aquellos adjetivos que, como estos últimos, servían para referirme al trabajo que hasta ese entonces yo pensaba que era lo que se valoraba, o que, como los primeros, tenían una elevada carga moral. Empecé a quedarme mudo y me di cuenta de que el lenguaje que yo tenía para referirme a las personas no servía para referirse a los empleados.
Saber que estas palabras describían lo que empezó a llamarse «competencias» me llevó algún tiempo más. Exactamente el mismo que me llevó entender que la «persona»a la que se referían aquella mujer que una tarde insistía en que los empleados también lo eran, no era ese ente moral que yo me imaginaba, sino el conjunto de las competencias que la definían ―y que cada una tenía que poner en acción si quería jugar bien el juego de ser su propio ceo, aun siendo empleado.
La voz de su amo
La empresa tenía sus propios medios de comunicación. Yo colaboré en algunos de ellos durante algún tiempo, y lo hacía gustosamente. Cada dos meses los directores informábamos de las actividades de sus respectivas áreas mediante un boletín que se distribuía en línea. Luego esto fue desapareciendo y se sustituyó por otra comunicación que se hacía por medio de pantallas que estaban repartidas a lo largo de la oficina de modo que todo el mundo podía verlas. Allí se anunciaban cumpleaños, futuras acciones de la empresa, nuevos productos, visitantes importantes, etcétera. También se transmitían los partidos de futbol de algún interés. Era, en este último caso, cuando podías ver a gente ante ellas. Siempre tuve ganas de hacer una encuesta para ver qué atención ponía la gente a lo que allí se comunicaba. Pero nunca la hice. El boletín apenas se leía y por eso se dejó de publicar. Además costaba trabajo hacerlo porque te tenías que poner a escribir un par de horas. Lo de las pantallas no costaba ningún esfuerzo ni de producción ni de atención. Pero creo que su efecto era nulo. De nuevo una simulación de comunicación.
Ingenuamente uno podía pensar que aunque nadie pusiera mucha atención, era a través de esas pantallas donde se hacía presente la voz de la empresa, pero no es cierto. Donde la empresa hablaba de verdad era en las ya mencionadas evaluaciones. Éstas iban de abajo arriba (cada uno evaluaba a los que tenía a su cargo y era evaluado por su superior que a su vez era evaluado por el suyo) y todo el proceso culminaba en una evaluación de evaluaciones, que también era una evaluación de evaluadores, que duraba varios días. Era ahí donde realmente y en todo su esplendor el Corporativo y su lenguaje se hacían presentes. Recuerdo un caso que me impacto especialmente.
Uno de los directivos medios estaba evaluando a las personas de su equipo ante los directores. Era un tipo más bien tímido, al que no le gustaba hablar; supongo que no debía ser muy cómodo para él tener que hacerlo ante la alta dirección de la empresa. Si, además, de lo que se trataba era de juzgar a su gente, la cosa se le debía poner más difícil, porque a muchas personas no nos gusta despellejar a los otros ante los de arriba. Y si a todo esto se añade que tenía que usar un lenguaje relativamente extraño la cosa se le tenía que hacer aún más complicada. Pues bien, ahí estaba esta persona, haciendo lo que podía, sabiendo que en ese mismo instante él mismo estaba siendo juzgado, jugando a ser objetivo en sus comentarios y diciendo cosas como que a Fulano le falta proactividad y a Mengano, ambición y a Zutano, accountability.
La situación era penosa. Me acordé de algo que había leído sobre los juicios que se hacen a personas que no hablan el idioma de los que le están juzgando. Lo terrible en este caso era que a quien se le estaba obligando a juzgar a sus subordinados no dominaba del todo el idioma de los jueces, que en ese mismo instante no sólo estaban escuchando su veredicto sino que también estaban juzgándole. Tuve la sensación extraña de escuchar a alguien hablando con unas palabras que no eran suyas. No simplemente alguien que repite lo que ha escuchado. No, algo más fuerte que eso. Como si el cuerpo de aquel hombre no tuviera que ver con lo que estaba diciendo, como si las palabras que salían de su boca fueran palabras que venían de otro lado y él estuviera tratando de hacerlas suyas sin conseguirlo del todo.
El hecho de que esta persona fuera un cuadro medio hacía todo más evidente. Los directores habían llegado a dominar, hasta cierto punto, ese lenguaje; para ellos ya resultaba algo familiar, y aunque no entendieran muy bien qué decían era como si lo entendieran. Pero en este caso la extrañeza predominaba sobre la familiaridad y se hacía por ello evidente. Había algo siniestro en la escena. Siniestro y penoso. Pensé que en esa situación era sencillamente imposible expresarse de otro modo que no fuera con ese idioma, que se imponía por sí solo. Lo que estaba presenciando era a la Corporación misma hablando a través de alguien. Y también pensé que esto no podía dejar indemne a nadie. Que quien estaba siendo obligado a usar ese lenguaje en esa situación no podía dejar de quedar afectado por ese mismo lenguaje. Herido de muerte por él. Un lenguaje que al usarse en determinadas situaciones, emocionalmente cargadas, como era el caso, no podía dejar de envenenar el alma de quien lo usa. Me imaginé a esta persona tras haber condenado a otra como poco proactiva, sintiendo la vergüenza de haberlo hecho, aferrándose al no tenía más remedio que hacerlo porque en efecto fulano es poco proactivo. Siempre quise hablar con este hombre de esa situación que yo había presenciado, pero nunca me atreví a hacerlo. Supongo que tenía miedo de que hubiera incorporado tanto aquellas palabras que no entendiera qué le estaba preguntando.