En la mística de una oficina de contables, existe un hombre torcido que es cualquier hombre, Guadalupe Guadaña, mítico crooked man mexicano, como dice Manuel de J. Jiménez, él habita una ciudad gris, está atrapado en oficinas como en el castillo de Kafka, y sueña sus siete mil sueños puestos en un cuaderno que no lo salvan.
Este hombre ha perdido la cabeza entre el lenguaje oficinezco y su habilidad para escapar de la realidad, es una mariposa nocturna confundida por la luz de tubos largos.
La quema del hombre torcido, primera parte de Templos, es una especie de diario con mucho humor, una novelleta de la vida de este Godínez que a nada pertenece más que a sus deudas, atrapado entre los mil passwords en la esclavitud de la vida contemporánea que le pone una máscara, quizá no para sobrevivir sino para morir despacio.
Cualquiera se sentirá en un punto identificado con este malestar del hombre torcido, su vulnerabilidad, su modo de observar al otro como un mono que baila al son del capitalismo y que agradece la piedad de los fines de semana para perderse en la anestesia que tenga al alcance.
De pronto, los devaneos de Guadalupe Guadaña me recuerdan a un Oliveira creando su mundo, o a Augusto Pérez en Niebla de Unamuno, o mejor aún, a José García, el personaje de Josefina Vincens en El libro Vacío, el escritor que nunca acaba su novela; Templos es la poesía de un hombre transparente cuya virilidad se mira purulenta en el espejo, llena del miedo que da saberse nada, pero no la nada del vacío, sino de sueños muertos que hacen “burn» en medio de los días de diésel y dislexia, de jardines y foammy, de escarnio y saña, de cortes y devoluciones, de ojeras y gorgojo.
Este hombre torcido, hombre de leña, hombre de mimbre encuentra la manera de huir constantemente, de pertenecerse en la ridiculez de su vida, de lo pequeño que se siente en medio de la no vida, desde su fragilidad, su falta de servicio médico al recibir su cheque de liquidación y saber que no habrá otra quincena, que no puede ser tan estúpido como para sentir hambre.
En realidad, este es un poemario, que a la manera de la Josefina Vicens retrata el absurdo de los modos de vida que nos aniquilan a todos, los que nos sacan el alma, quizá por eso los “crooked man” del mundo viven en la calle, cargando un saco con algo desconocido que ahuyenta a los niños, autoexiliados del mundo de las exigencias, ¿a quién no se le ha antojado alguna vez arder y ser un flâneur, un clochard, un homeless, o para decirlo en español un mendigo?, quién causará horror y acercará el olvido, pero quizá en su locura sí habite los siete mil sueños que nos hemos negado.
El cuerpo es uno de los temas de este libro, un cuerpo vejado por la realidad, que Baila, desnudo. Hakim Bay y Max Rojas se asoman, ayudan a Genaro a rebelarse y disentir y escribir por encima de la cotidianidad de toppers y compañeros de oficina, hasta encontrar por momentos una fina forma de tirar mierda a la cara del transeúnte. El templo bien puede ser un bar o el propio cuerpo que arde y se desgañita, y es mariposa nocturna y un hombre que ha perdido su trabajo y su hogar -él mismo para sí-. Todo es proliferación de tlapalerías, casa de empeño y velatorios.
[ Aquí hago un alto para decirle a Genaro que yo también miro a una lagartija de oficina, asoleándose al medio día la he visto cagar frente a mí, no sabía que todo Godínez tiene una lagartija de oficina que le caga enfrente y le hace ver la absurda vida que lleva mientras ella disfruta el sol.]
Genaro expresa su obsesión por el lenguaje, el lenguaje que oculta en su Verborrea:
“hablando hablando hablando siempre, agazapado tras las palabras los pretextos, los textos /Los lexemas fonemas noemas topoeas los morfemas memes memeas mamemas los porfavornomamemásconsulenguaje”
Y sentencia, escúchenlo todos los poetas:
“Nunca solicites un micrófono sino tienes nada que decir.”
Genaro es existencialista, creacionista, kafkiano, se identifica con su hombre torcido, su pasiva aceptación de la realidad que lucha contra la rebeldía del poeta que es él mismo, la rebeldía de no querer vivir así, de no soltar a la poesía, que como decía Celaya, es un arma cargada de futuro:
“Ahora soy un pedregal bajo la lluvia, y al centro, cuando deje de llover, arderé y seré humo, ceniza y el mensaje tatuado en las alas de la mariposa negra”
Sin embargo, este hombre torcido tiene a la poesía, eso es lo único que lo salva, que lo hace real y al mismo tiempo lo que lo incendia y quizá por eso lo salva. En templos el tema es la máscara, templos que se ocultan en la voz. Poesía que quiere hablar de lo divino, pero se le atraviesa la cochina vida cotidiana: El primer caso conocido de una extracción de duda a cuerpo abierto.
El hombre torcido es combustible.
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* Texto leído en la presentación del libro.