“El pueblo aún no ha hablado…posiblemente se encuentre en el momento de tomar la palabra”.

(Emmanuel Tepal en Las lenguas del diablo. Lengua cosmovisión y re-existencia de los pueblos de Abya Yala. Tumba la casa ediciones)

Hace seis años, la noche en la que López Obrador ganó las elecciones, fui con unas amigas al Zócalo de la Ciudad de México.  A pesar de que personalmente no sentía mucha confianza en esa persona y en su partido, decidí asomarme con cierta curiosidad para sentir las energías en las calles. No puedo negar que al estar ahí me alegré porque, quizás por primera vez, caminaba con una multitud hacia el Zócalo sin gritar exigiendo justicia por los desaparecidos o por los feminicidios sino para, de alguna manera, festejar algo. El solo hecho de que el nuevo presidente electo ganara por una mayoría real y contundente de votos, en un país donde la falta de transparencia electoral tiene una larga y dolorosa historia, justificaba, hasta cierto punto, el júbilo colectivo que se respiraba en las calles. Por otra parte, era innegable sentir un mínimo de esperanza de que quizás, aunque sea un poco, se podría vislumbrar por lo menos una des intensificación de las múltiples violencias que se estaban viviendo en el país.

Si hace seis años caminando hacia el zócalo se escuchaba:  «Fuera PRI fuera PRI, quién no brinca es del PRI”,  «Es un honor estar con Obrador»  y «1, 2, 3, 4….43, justicia!»,  en este 2024 sólo hubo festejos, a pesar de que en el sexenio se estimen más de 45 mil desaparecidos más. Sin querer discutir sobre cifras exactas (aunque varias fuentes apunten que los índices delictivos aumentaron en este sexenio), es innegable que los casos de homicidios, desaparición y desplazamientos forzados en estos seis años fueron, por lo menos, tan altos como los anteriores. Sin embargo, en los gobiernos anteriores se sentía un deseo y reclamo de la sociedad civil para buscar alguna solución a esta crisis que vivimos… con este gobierno, los reclamos se fueron diluyendo.

Si el gobierno de Obrador no logró aminorar o controlar la violencia o reformular de raíz ciertas formas económicas, lo que sí logró es transformar la percepción del presente en una amplia sección de la población.  A lo largo de este último sexenio, las múltiples violencias que crecen fueron constantemente minimizadas, los que están viviéndolas a flor de piel fueron poco o nada escuchados y, a través de unos juegos retóricos muy elaborados, de repente la voz y los deseos del «pueblo» comenzaron a tener dueño.

 Si en el gobierno de Calderón y Peña Nieto se hablaba de proyectos para el bien de las y los mexicanos, en este gobierno hablar del bien y la defensa del pueblo fue parte fundamental y constituyente de su retórica en el día a día. En la reciente campaña de Morena, AMOR AL PUEBLO se podía leer en sus varios anuncios electorales.  En pocos años se manipuló hábilmente el concepto pueblo, hasta lograr que para muches, quien está a favor de lo que diga el presidente, entiende, protege y quiere al pueblo, mientras que cualquier rechazo o cuestionamiento a las acciones de los servidores públicos y las instituciones, incluido el presidente, es fácilmente minimizados o puestos en duda, alegando muchas veces estar en contra del pueblo. De alguna forma el presidente saliente elaboró una retórica que literalmente se adueñó del concepto pueblo y que se puede resumir a: “Yo soy el pueblo, yo defiendo al pueblo por lo tanto quien está en mi contra está en contra del pueblo”. Esta misma idea se ha traspolado a sus seguidores, derivando en una enorme dificultad para discutir cualquier tema, sin caer en una extrema polarización partidista y de clase y dejando el foco del problema en segundo plano.

En este México tan complejo el pueblo son muchas personas, muchos sentires, muchas experiencias de vida y muchas luchas. No son pocas las que han sido pisoteadas o minimizadas por este gobierno tanto como los anteriores, quizás las formas hayan cambiado pero a pesar de lo que creen los fieles seguidores de la cuarta transformación, hay mucho pueblo, o bastante pueblo, el de abajo y a la izquierda, el de las luchas por la defensa de la vida y el territorio, el de los familiares de desaparecidos, que no entran dentro de aquel pueblo imaginario, homogéneo, no situado, al que tan a menudo se ha referido este gobierno durante estos seis años.

Para llegar a estos extremos se necesitaron dos movimientos por parte de la narrativa central del gobierno, por un lado, poner en duda cada reclamo a partir de plantear la posible cooptación del mismo por parte de intereses extranjeros o partidistas, por otro, elaborar una retórica lo suficientemente convincente como para logar que la figura del presidente y sus palabras representen el máximo derecho moral, portadoras absolutas e inequívocas de los intereses del pueblo.  A partir de esa retórica, los reclamos de las luchas sociales y las personas que sufren las violencias a flor de piel se fueron englobando en una sola narrativa, homogeneizando los problemas reales y concretos hasta casi desdibujarlos por completo.  

Hasta tener sociópatas, ciegos y corruptos en el poder como en el PAN o el PRI, se podía esperar cierto apoyo (aún si simbólico) de la sociedad civil hacia, por ejemplo, las luchas de los pueblos originarios o los reclamos de los familiares de desaparecidos. Desde que el gobierno se proclamó en contra de los intereses neoliberales (a pesar de que todos sus proyectos macroeconómicos no responden a otra cosa que a la lógica neoliberal) y como defensor absoluto del pueblo, los temas de interés público como el crecimiento de la violencia y la inseguridad o la enorme crisis migratoria, se fueron diluyendo en discusiones estériles sobre quién tiene derecho de decir qué, sobre cómo antes era peor, o sobre explicaciones para defender que los problemas no son del actual gobierno, sino que son heredados y se está haciendo lo mejor para el pueblo. Una confianza casi ciega de gran parte de la población hacia las palabras y las acciones del presidente, derivaron en que en lugar de poder profundizar sobre los enormes problemas que nos aquejan, la mayor parte de la energía se desgastara en defender al gobierno de los reclamos.

A raíz de todo esto, no es sólo la capacidad de una discusión crítica e informada la que se vio debilitada en la esfera pública, sino que, y esto me parece aún más preocupante, se fue mermando considerablemente la capacidad de empatía hacia aquellas personas y movimientos que exigen el derecho a una vida digna, a menudo guiados por aquellas partes del pueblo que ha vivido y sigue viviendo en carne propia los peores y más terribles agravios y violencias.

En estas elecciones del 2024 y los festejos que les siguieron, me resultó difícil ver cómo en la mañana del día después los familiares de los desaparecidos de Ayotzinapa fueron finalmente atendidos en Palacio Nacional. El presidente decidió atenderlos después de las elecciones para evitar que sus reclamos entorpecieran el proceso electoral.  Siendo ese un caso tan emblemático, lograr finalmente esclarecer lo que pasó esa noche y enjuiciar a todos los responsables, se hubiera podido considerar, aunque sea una victoria simbólica, pero eso no se pudo lograr en este sexenio.

Los familiares consideran que el caso no está cerrado, el paradero de los restos de sus hijos sigue sin conocerse, los documentos que tiene el ejército siguen sin compartirse, y está bastante comprobado como en las instancias judiciales se cometieron innumerables irregularidades que entorpecieron la investigación (https://quintoelab.org/project/ayotzinapa-gobierno-instruccion-investigacion-iguala-normalistas). A pesar de que los propios familiares reconocieron en varias ocasiones los esfuerzos personales de Obrador, ni justicia ni verdad se ha logrado en ese caso tan representativo de la violencia que nos aqueja. La nueva presidenta no tiene en su agenda continuar con las investigaciones y, casi 10 años después, casi nadie sigue exigiendo (menos los familiares y algunas organizaciones de derechos humanos) que se haga justicia.

Con un gobierno sociópata y corrupto como eran los anteriores, quizás lo ocurrido en estos años hubiera despertado chispas de indignación en una sociedad más amplia, durante este sexenio, parece que ya nada es suficientemente grave como para articular algún tipo de reclamo colectivo que involucre a una parte amplia y heterogénea de la sociedad. Las luchas siguen, aunque cada vez con menos resonancia en la vida de aquellas personas que no viven los agravios tan de cerca o en primera persona. La felicidad absoluta por una victoria electoral, o por la cotización del peso, o por la convicción absoluta de que ahora las cosas sí son por el bien del pueblo (a pesar de un sinfín de casos concretos y comprobados donde se demuestra lo parcial de esa creencia), hacen parecer que México está en su mejor momento, viviendo una democracia y un estado de derecho plenos. No deja de sorprenderme profundamente que esa sea una percepción posible cuando cada hora se desparece una nueva persona. Sinceramente no me imagino como ha de ser madre de un desaparecido que además de vivir el extremo dolor de no saber dónde está tu ser querido, tiene que lidiar con tantos oídos sordos y descalificaciones, que pelear por un mínimo de apoyo y comprensión, o que le digan “es que su abogado lo cooptaron…nos vemos después de las elecciones”. No me imagino ser madre de un o una desaparecida y ver tanta gente contenta y festejando mientras acá sigue y sigue la impunidad y la desaparición… ha de sentirse terrible esa sensación de tanta indiferencia de la sociedad civil hacia esta situación que ha rebasado lo imaginable.

 Ojalá en los años que vienen se logren encontrar las formas para des-institucionalizar el concepto pueblo, o por lo menos para tener la claridad de que nadie, ninguna persona ni institución se puede apropiar unívocamente de la voz del pueblo. En el futuro más próximo, queda por verse si se encontrarán las formas para tener la capacidad de escuchar, entender y acompañar mejor las voces de todo aquel pueblo que se rehúsa a ser institucionalizado. Por lo pronto, ojalá que el júbilo no sea la única emoción que predomine en un país con más de cien mil desaparecidos.