Aquí va, aunque el tema ha sido más tocado que un barandal del metro Hidalgo. El otro día, instagrameando, me crucé con un video en el que aparece una muy joven Rosalía participando en un concurso de talentos a los 15 años, cantando en inglés con una terrible desafinación y una proyección vocal tan pobre que uno preferiría no volver a escucharla jamás. El video provenía de la cuenta de una entrenadora de voz que explicaba los aspectos técnicos que aquella muchacha tuvo que trabajar para llegar a desarrollar su voz al nivel que la conocemos desde hace unos años.
La curiosidad me llevó a investigar y a enterarme de que a los 17 tuvo que someterse a una operación de cuerdas vocales debido a un exceso de entrenamiento que le impidió cantar durante un año, aproximadamente. Desde los 13 se interesó por la música folclórica de España y eso la llevó a estudiar musicología en la Escuela Superior de Música de Catalunya, trabajando, a la par, de manera autónoma en bodas y bares por varios años. También era coach vocal; llegó a cantar en un grupo de flamenco y en otros espectáculos musicales de bel canto y jazz a nivel profesional e internacional, cuando apenas rebasaba los 20 años. Colaboró con varios artistas y, en una de esas, su voz apareció junto a la de su entonces pareja sentimental C. Tangana, en una serie de Netflix de cuyo nombre no me quiero acordar. A partir de ahí, su trayectoria podría ser ya el contenido de un programa de espectáculos, en tanto que es casi de dominio público.

Sin embargo, no sobra mencionar que su paso a la fama se dio a partir de una presentación en un tablao tradicional de flamenco en Barcelona frente a Raül Refree, productor musical que ha trabajado incluso con Lee Ranaldo (ex Sonic Youth). De ahí el paso a firmar con Universal Music y a grabar Los Ángeles, su primer disco, al lado del mencionado productor; una reinterpretación íntima de algunos temas flamencos que asombró a sus propios y más exigentes coterráneos. Al margen de las críticas acerca de su procedencia no flamenca, esta obra es ya una muestra del talento vocal e interpretativo de la Rosalía, así como de su profundo conocimiento y dominio de la raíz folclórica de la que abreva su arte, por lo que, a mí parecer, debería reconocerse, sobre todo, su gran capacidad de crear y recrear un mundo a partir de la música.
El siguiente nivel de su genio alcanzó su cristalización en El Mal Querer, una obra artística que fue capaz de integrar literatura medieval caballeresca con música flamenca, pop, trap y hip hop, acompañados de una estética urbana y moderna. La maestría desplegada en este disco no fue una casualidad ni una imposición, sino una apuesta personal de la misma Rosalía; primero, con miras a su proyecto de titulación de la Superior de Música; posteriormente, para su producción, eligió a su paisano El Guincho y se sirvió de la ayuda de un amigo para la concepción de la trama conceptual.
Lo que vino después fue el éxito que ya casi todo el mundo conoce, aunque yo estoy un tanto exento de ello. Reconozco que lo poco que actualmente puedo identificar de sus dos discos más recientes han sido casualidades. Será por darme aires de extravagancia o lo que sea, pero hasta este momento no me he puesto a escuchar a conciencia sus trabajos más recientes. En el fondo, temo que ya no me resulten tan libres y genuinos como los primeros, pero, en lo poco que he conocido, aún alcanzo a percibir que en ellos la Rosalía artista, cantante e intérprete sigue viva, ingeniando nuevas maneras de provocarnos e invitarnos a escuchar la música de su tierra que originariamente la hizo estremecer, al punto de querer vibrar con ella por siempre desde sus adentros, hasta alcanzar a ser escuchada por todo el mundo.
Si bien, hoy en día lo más fácil es levantar el dedo flamígero contra cualquiera, por cualquier motivo que resulte potencialmente ofensivo, entre ellos el tener ciertos privilegios (lo cual ha llevado a que vivamos en una suerte de olimpiada de las opresiones entre gente que tiene acceso a redes sociales, mis potenciales lectores), creo que aún no está censurado reconocer el trabajo, el talento y el éxito de quienes se han dedicado en serio a cultivarlos. Digo, Juan Pablo Moncayo hizo su Huapango sin ser huasteco; “La noche de los mayas” es obra de un Silvestre Revueltas nacido en un pueblo de Durango. Aunque en ambos casos, cabe discutir sobre temas de descolonialidad, apropiación cultural, etc., ese no es el punto aquí. La Rosalía de Catalunya pudo haberse dedicado al prolijo negocio de su familia o a vivir y viajar a expensas de las ganancias del mismo. En lugar de eso, se entregó a su mayor deseo y eso es tan evidente como loable, sobre todo, en un mundo en el que actualmente es tan difícil destacar en cualquier aspecto, mayormente cuando se trata del arte.
Prepararse, estudiar, ensayar, crear, producir, cantar, interpretar, ejecutar, diseñar, administrar la imagen, el negocio, las relaciones públicas y personales, gestionar los dineros, revisar los contratos, mil cosas que cualquier profesional autónomo tiene que hacer para sobrevivir todos los días no es tarea fácil, pero si a eso le sumas talento y éxito, cualquier crítica suena hueca e, inevitablemente, envidiosa. Desde ahí, para mí, la Rosalía no tiene la culpa, únicamente tiene aquello que se ha ido ganando con trabajo.
