Casa nido

La avispa africana Odynerus vespiformis lleva gotas de agua a los nidos de barro fabricados y abandonados por otras abejas a fin de romperlos y remodelarlos para su propio nido.

Juhani Pallaasmaa

Muchas especies de animales preparan con cuidado el lugar que protegerá a sus crías. Nido. Lugar seguro. En mi familia, la preparación para el nacimiento de mi hermano menor consistió en deshacer mi nido con el fin de construir uno para él. En mi nido vivíamos mi gato Bart y yo. Cuando llegaba del kínder lo llamaba y él llegaba corriendo desde el patio, haciendo un ronroneo combinado con maullido. Encontraba la manera de subirse a mi hamaca durante la noche sin que yo me diera cuenta, mientras dormía, y por las mañanas me saludaba cerrando y abriendo sus ojitos con suavidad. Solíamos buscar caracoles en el jardín. Yo los metía en una caja de cartón en un acto de inocente e infantil crueldad al intentar coleccionarlos. Bart me acompañó cuando aprendí que a ellos no les gusta vivir encerrados. Con sus ojos bizcos, miraba cómo los caracoles buscaban salir apenas yo los metía. 

Un día llamé a Bart. Ya no llegó. Mi papá se lo había llevado a vivir a otra parte, según dijo mi mamá, porque temía que sus pelos pudieran provocar enfermedades a mi futuro hermanito. Bart se quedó sin casa, desapareció mi nido y apareció uno para el nuevo bebé.

Casas que ya no lo son

Una tarde más, como ninguna otra. Camino con Garú y Kali hacia el parque. Salimos todas las tardes a las seis, porque el sol yucateco que está por ocultarse ya no hace hervir el asfalto que podría quemar sus patas. A esa hora los kaues, esos pájaros negros que parecen cuervos, llegan a sus casas para descansar. Hacen un gran escándalo y me encanta escucharlos e imaginar sus conversaciones. ¿De qué hablan los kaues y por qué gritan tanto cuando están llegando a sus hogares? Viven en las ramas de los árboles del parque, de los pocos que sobreviven en el fraccionamiento de miles de casas de interés social. La constructora dejó sólo unos cuantos sin pensar en las casas de los pájaros, ni en la sombra que los árboles nos daban a los humanos. La constructora no sabe de equilibrio ecológico. O no le importa. La constructora. ¿Quiénes son la constructora? ¿Dónde viven?

Estamos ya muy cerca del parque. Los últimos rayos de luz dejan el cielo rosáceo con tonalidades que ascienden hasta el gris azulado. Conforme nos aproximamos más a nuestro destino, las orejas de mis perros se levantan y mis tímpanos se irritan. Los kaues están armando un alboroto más fuerte de lo usual. Parece una protesta. Cuando por fin llegamos al parque, Kali se detiene en seco con el hocico olfateando el aire. Garú me ve y también olfatea. Yo recorro con la vista, incrédula. Las copas de los árboles del parque están podadas. Sólo unas cuantas ramas sobrevivieron a la masacre. Algunos perros olfatean un nido que está tirado en el suelo. Los kaues, que llegaban a su lugar de descanso, no lo encontraron más. Eran sus árboles, pero ya no eran sus árboles. Eran sus casas, pero ya no eran sus casas. Todos los animales del parque, humanos y no humanos, observamos y olfateamos el desolador escenario, mientras los kaues gritan más fuerte y seguramente dicen cosas diferentes a las otras tardes. Pienso en qué harán. Qué sentirán al enterarse de que ya no tienen casa y recuerdo cuando yo tenía seis años y llegué a la mía, pero Bart ya no estaba y esa ya no era mi casa.

Casas grandes y pequeñas

Hay una reunión familiar en Motul, en casa de la bisabuela. A mí me encanta ir para trepar el árbol de ciruelas que vive en su gran solar. La bisabuela nos sirve a todas las nietas y bisnietas platos grandes y llenos de potaje de lentejas. ¡Coman, coman! Obedecemos y lo disfrutamos. La luz del sol que se cuela entre algunos árboles del patio logra entrar por la ventana de la cocina. Doy una cucharada del potaje humeante y observo las sombras que se crean entre los cucharones viejos y deformes que cuelgan de la pared, sobre la estufa. Una mariposa negra y grande revolotea cerca del alto techo. En un momento de su vuelo, un rayo de sol toca sus alas y ella se ve aún más negra. Una de mis primas grita mientras señala a la mariposa. La bisabuela le dice que a ella le importa volar, no estar en el piso, así que no se acercará. Hay que dejarla volar en paz y tú acábate la comida, le dice. Cuando terminamos llega el bisabuelo y nos dice, otra vez, que comamos. Nos sirven otro gran plato. Nuestros papás llegan a salvarnos del empacho y conversan. Hablan de la prima Maru que ha conseguido un trabajo en la nueva empresa, una maquiladora gringa llamada Monty que se instaló en el pequeño pueblo prometiendo progreso. Después del auge y explotación del henequén, la familia lleva décadas teniendo dificultades para recuperar algo de solvencia económica. Maru podrá obtener un crédito para una casa y la familia lo celebra. Desde ese día, en cada reunión, se habla sobre la casa de Maru. Cuando se la den, cuando viva en ella.

Años después, cuando por fin la obtuvo, la decepción no se hizo esperar. Era una casa muy pequeña, de interés social, que ni siquiera tenía patio y que no se comparaba en nada con el lindo solar donde creció. Ahora, Maru se siente encerrada ahí, así que pasa los días en el solar de la bisabuela. 

Casas cárceles

En el solar de la bisabuela había cerdos. Aunque el patio era enorme, los chiqueros eran muy pequeños. Vamos a ver a los cochinos, me decía ella, tomándome de la mano. Yo pensaba que esos animales vivían en granjas bonitas y de madera de color rojo. Que salían a tomar el sol mientras se revolcaban felices en el lodo, como aparecía en los libros de la escuela o en los cuentos. Los cerdos de la bisabuela sí tenían lodo en las patas, porque el piso del chiquero estaba sucio. Al día siguiente se los llevaban. Yo no sabía a dónde. Algunos meses después de visitar a la bisabuela y ver a esos cerdos, descubrí su destino. En el patio de la casa de una tía, vi y escuché que varios hombres sometieron y asesinaron a un cerdo que gritaba y trataba de huir despavorido. Aún lo estoy asimilando y tal vez no lo logre. Nunca volví a escuchar un sonido tan aterrador hasta que vi un documental de las granjas de cerdos y vacas. Estos animales, así como los que viven en zoológicos no tienen casa, sino cárcel. Después de ver el asesinato de aquel cerdo en casa de mi tía, pensé varios días pensando en los que ahora estaban encerrados en el chiquero de la bisabuela. Había una cerda con sus hijitos jugando alrededor de ella. Se perseguían entre sí haciendo sonidos graciosos. ¿También llevarían a esos bebés a la casa-matadero de mi tía?

Los cerdos no eran los únicos que vivían encerrados en ese gran solar. A unos metros de los chiqueros había un cuarto que más bien parecía una celda, porque tenía una reja. Entraba un poco de luz por una pequeña ventana que iluminaba tímidamente la habitación pintada de color azul cielo. Dentro había una hamaca de hilos verdes y amarillos que se mecían lentamete. Ahí estaba el tío Julio. Siempre que lo veía estaba acostado meciéndose y dando la espalda a los barrotes. Como si prefiriera ver la resignación de la pared que dolía menos que la inalcanzable libertad al otro lado de la reja. En su juventud, comenzó a hablar solo y a veces le hablaba a la gente en la calle. Se volvió el loco del pueblo hasta que un día llegó ensangrentado a la casa de la bisabuela, pues unos hombres lo golpearon. Ella ya sabía reconocer cuándo su hijo entraba en períodos peligrosos de monólogos que parecían no tener sentido. Con dolor, los bisabuelos convirtieron la pequeña bodega de la casa en la celda que protegería al tío Julio, cual nido abarrotado, durante sus lapsos de locura. El tío, consciente de que algo extraño sucedía con él, tomó el consejo de algún amigo y decidió internarse en el psiquiátrico de la ciudad de Mérida que se encontraba a cuarenta minutos de Motul en combi. Lo encerraron una semana y no lo querían dejar salir. Una de sus hermanas, que tenía contacto con amigos de las autoridades, consiguió que lo liberaran. Él, quien había entrado por voluntad propia y caminando, sólo pudo salir ayudado por sus hermanos, pues ya no se podía sostener sólo. Nunca volvió a tener los momentos de lucidez y, por su propio bien, tuvo que ser encerrado en esa celda, en la que yo lo veía cuando era niña, justo después de ir a ver a los cerdos que también estaban encerrados. Cuando pasaba por esas cárceles, mi cuerpo sentía el encierro y mi voz también se aprisionaba en silencio. Dudas comenzaban a formarse en mí, aunque en ese momento no podía darles forma ni expresarlas: ¿Por qué estaban encerrados los cerdos y el tío? ¿Por qué alguien tendría que estar encerrado? ¿Es suficiente ser diferente, en cuerpo o mente,  para merecer un encierro? ¿Quién encierra? ¿Por qué lo permitimos?

A menudo recuerdo y me pregunto en qué soñaría el tío todo el tiempo que dormía en su hamaca dentro de la celda. Tal vez soñaba con los días en los que caminaba por el pueblo con libertad. A menudo me pregunto con qué sueñan los cerdos de las granjas si nunca han pisado el pasto o si nunca el sol ha tocado su piel, más que el día en que los llevan al matadero.

Casa móvil, casa emocional

¿Qué tiene que suceder para que alguien viva mucho tiempo en una misma casa?

Recuerdo las marcas de los cuadros en la pared de la casa de mi abuela. Pasaron varios años hasta que a ella le pareció necesario pintar las paredes. Cuando quitamos los cuadros, la pintura que estaba debajo de ellos era de un tono mucho más fuerte que la de las zonas donde nada protegía la pared de la luz del sol, del paso del tiempo o de las vicisitudes de ese hogar. Como si las marcas de los cuadros fueran una especie de portal al pasado donde se podía ver cómo era el color de la pared en su juventud, así como las personas que aparecían en las fotos de dichos cuadros; eran las mismas, pero con algo así como tonalidades distintas.

Mi abuela comienza a tener demencia y olvida muchas cosas. No todas. Suele recordar y relatarnos que sólo unos meses antes de que mataran a su esposo en un intento de asalto, él había comprado una casa en el barrio de San Sebastián, en Mérida. Con el asalto, mi abuela se quedó sin esposo, pero con una casa propia y una vida sin los estragos del alcoholismo. En esa casa nacieron su tranquilidad y libertad. En esa casa es donde quiere morir mi abuela.

¿Qué tiene que suceder para que alguien no viva mucho tiempo en una casa?

Yo, en cambio, me he mudado hasta ahora una docena de veces. Nunca he visto ese fenómeno en las que han sido mis casas, el de los portales al pasado que dejan los cuadros sobre la pintura que tiene décadas de edad. Mi primera mudanza ocurrió en mi adolescencia, en compañía de mi familia, porque mi mamá quería dejar de vivir con mi papá de una vez por todas. Pero no resultó tan sencillo. Una mudanza no siempre resulta en lo que una planea. Nos cambiamos de casa, cambiaron algunas situaciones y mi papá volvió a vivir con nosotras unos meses después. Las demás mudanzas han sucedido en mi adultez, para estar en pareja, para ya no estar en pareja, para estar en un lugar mejor, por trabajo. A falta de una casa propia y fija, y después de cientos de cajas cerradas, abiertas y trasladadas, comencé a pensar que lo mío era tener una casa móvil. Un conjunto de cosas -o personas- que trasladaran mi casa emocional a la próxima casa física que habitaría. Algunas libretas, plantas, cuadros, fotografías, libros, una taza de barro para café, tatuajes, mi esposo y yo, nuestros gatos y perros, fuimos la casa móvil que contuvo mi casa emocional durante mucho tiempo.

Las casas emocionales también necesitan mantenimiento, atención, cuidado. No siempre escoges lo que las constituye, a veces ellas te eligen y a veces, se derrumban.

Recién casada, llevaba una semana viviendo en mi nueva casa rentada. Mi esposo trabajaba fuera de la ciudad y yo platicaba con mi hermana en la sala. La puerta que daba a la cochera estaba abierta. En medio de una carcajada, entró. Un gatito hermoso y pequeño. No tendría ni un año. Mi hermana y yo cortamos en seco la conversación al sorprendernos, cual amantes de los gatos, por ese felino tan lindo y tan Juan por su casa. Se acercó a los platos de comida de mis dos gatas y comenzó a comer como si hubiera vivido ahí desde siempre. Le llamé por teléfono a mi esposo y le conté del bello gatito confianzudo. Ese día agregamos un plato a nuestra familia.

Ternura, belleza, búsqueda constante de atención y cariño. Delicadeza. Hablador, con antifaz, ojiazul, colicafé. Sabía cómo derretir corazones. Lo llamamos Crix.

Pasaron mudanzas y ocho años. Faltaba una semana para la firma de mi divorcio. De pronto, llamó mi aún esposo diciendo entre sollozos “murió Crix”. Una parte de mi casa murió. Yo morí también.

Crix nos dejó, después de habernos admitido en su vida de cuatro patas y de habernos nutrido el hogar con su existencia. Mi esposo y yo nos divorciamos, pero Crix nos unió de otra forma y se quedó más que nunca en nuestra casa emocional. 

Casa tierra, casa yo

De mi esférica idea de las cosas,

parten mis inquietudes y mis males,

pues geométricamente, pienso iguales

lo grande y lo pequeño, porque siendo,

son de igual importancia; que existiendo,

sus tamaños no tienen proporciones,

pues no se miden por sus dimensiones

y sólo cuentan, porque son totales,

aunque esféricamente desiguales.

Pita Amor

Nací en un lugar donde se puede cocinar enterrando la comida, envuelta en hojas de plátano. Puedo decir que he probado la sazón del sol y la tierra.

Me sorprende darme cuenta que extraño Campeche, una pequeña ciudad de la que renegué cuando llegué a vivir en ella y que ahora anhelo volver a habitar y a que me habite. Extraño el viento que se siente en la Puerta de Mar de sus murallas, viento que tiene una nostalgia de esas que son muy propias de algunos lugares frente al mar.

Extraño ver con facilidad los celajes, ahora que vivo en una ciudad grande y con edificios altos. Pero si no viviera en uno de esos edificios, no podría disfrutar la experiencia de ver y escuchar de cerca a mis vecinos pájaros. Ellos viven en un poste de electricidad que está frente a mi ventana, en el cuarto piso de un departamento que es pequeño como la casa de la prima Maru, pero que contiene una casa emocional muy grande.

Cerca de esta ciudad, no hay cenotes que refresquen mi piel, pero sí hay bosques frescos a los que he aprendido a pedir permiso para entrar en ellos y que me ayuden a recordar que soy parte de la tierra. 

Cada vez que termino de desempacar después de cambiar de casa, temo colgar mis cuadros, porque a lo largo de mis mudanzas, comienza a vivir en mí la cada vez más fuerte sospecha de que, cuando los cuelgo, una mudanza nueva se asoma. Pero ahora mis mudanzas también son de otro tipo. No siempre implican cambiarme de una a otra casa.

A veces construyo nido y luego lo deshago. A veces se me rompe y eso no siempre lo veo venir. Pero donde sea que me encuentre, descubro materiales nuevos que me ayudan a construirlo de nuevo. A construir mi casa, ya sea en tierra caliente o templada; en tierra que está al nivel del mar o dos mil metros por encima de él. Cambiar de lugares para vivir me ha llevado a distinguir las personalidades de cada tierra en la que me asiento. He aprendido a entender la tierra, toda, como un hogar. Hogar para mis gatos, para los kaues y para las mariposas negras. Hogar para esta casa, que soy yo, como los caracoles que intenté coleccionar mientras Bart me observaba, pero que siempre se salían de la caja llevando a cuestas su propia casa, para vivir en la tierra, para vivir con la tierra.